Ser la sal del mundo

Queridos hermanos de mi corazón, les saludo nuevamente con la bendición del Todo Poderoso, deseando que en este año que empezamos, toda vaya bien en todos los asuntos tanto espirituales como seculares.

Se han preguntado alguno de ustedes: ¿Qué significa amor? Por supuesto que muchos dirán que Dios es Amor y tienen toda la razón pues la misma Biblia lo dice en 1 de Juan 4: 8. Hoy vamos a hablar de ese amor que es diferente al amor que vivimos a diario; hablaremos de ese amor que es especial y que nunca se agota, así como el amor de nuestros cónyuges, ¿no es cierto? A ver… ¿a cuántas mujeres, les parece que el amor de sus viejos ya no es el mismo que les prometieron cuando eran las bellas doncellas de las tierras lejanas? Es que no es lo mismo y saben por qué no es lo mismo, pues por el hecho de ver que el tiempo pasa y la vida nos va dejando preocupaciones que poco a poco van matando ese amor, sí, ese que decíamos tener por nuestra pareja.

¿Cuántos de ustedes, recuerdan su primer amor? Hay, ¿en dónde estará Menchita? Recuerdas como tu primer amor era lo máximo que pudiese haber pasado en tu vida. Tantas palabras bonitas, tantas flores, tantas cartitas de amor profundo, todo lo veíamos de color de rosa y mariposas en el estomago. Qué lindo es recordar todo aquello. Como me gustaría regresar a esos momentos.

En que se quedaron todas aquellas palabras bonitas: “¡Te amo tanto que daría la vida por ti!”; “Eres lo mejor que ha pasado en mi vida, cachorrito de mi corazón” Hoy te das cuenta de que ese mango con el que te casaste por amor hoy en día es una sandía. ¡No es cierto!

Es que nuestro amor es frágil y aunque decimos amar con todo nuestro corazón, este se va desvaneciendo con el tiempo y en ocasiones el gran amor que decimos dar se convierte en golpes y abusos físicos y espirituales y, aun más, hay casos que termina en la muerte.

Pero hoy compartiremos el amor verdadero que viene de lo alto y que permanece en nuestro corazón para la eternidad, si así lo deseamos. Del amor del que hablamos, es el amor de Dios, que transformó mi propia vida y la vida de mi familia.

El amor de Dios dice su Palabra, es eterno y quiero que lo veamos directamente de la misma Biblia: “Con amor eterno te he amado, por eso prolongare mi cariño contigo” Jeremías 31:3

Qué hermoso. Como quisiera yo poder amar de esa manera. Y claro yo amo a mi esposo y a mis hijos, pero nunca lograré amar como Dios me ama. ¿Saben por qué? Porque soy imperfecto y aunque busco mi perfección, está la alcanzo solamente abriéndome al amor eterno del Padre en mi vida. Lo más interesante, es que ese amor eterno se hizo realidad en mi propia vida, cuando descubrí que su amor no era simplemente una palabra escrita en un verso de la Biblia. ¡No! Dios demostró ese amor con acción al encarnarse en la humanidad y bajar a nosotros, en su Hijo Jesucristo, quien no le interesó su igualdad con Dios, y se humillo, haciéndose servidor, hasta la muerte y muerte en una Cruz (Filipenses 2)

Su amor nunca nos abandona, ni nos maltrata, ni nos abusa. Su amor es paciente, sin rencores y todo lo soporta y todo lo olvida. Por mucho que hemos sufrido, por mucho que hemos llorado, por mucho que hemos soportado el dolor de la pérdida de un hijo, el dolor de la enfermedad, el dolor de tu situación conyugal o tu situación económica. El amor de Dios ha estado, está y siempre estará a tu lado. Por eso la Escritura nos dice que “Tanto ama Dios al mundo, que ha dado a su Hijo, para que todo aquel que crea en él, no se pierda, sino que tenga vida eterna” Jn 3:16

Y eso es lo que tenemos que hacer para lograr descubrir ese amor eterno del Padre en nuestras vidas. Tenemos que creer que Jesús ha dado su Vida por el amor que nos tiene. Hay que darnos cuenta de que, si hemos sufrido por las faltas de amor, también debemos de reconocer que su amor nos sostiene y que, si hemos experimentado rechazos por parte de nuestros padres, hijos, o cónyuge, debemos de recordar entonces que su amor nos contempla y nos sostiene y que, en medio de todo ello, él siempre ha estado.

Mira, puede ser que los problemas de la vida sean grandes y que quizá lo que vives hoy día sea inmenso, a lo mejor creas que no hay salida para lo que vives e inclusive has sentido de terminar con tu vida, pues no experimentas paz y sobre todo paz en nuestro corazón. Hoy vengo a decirte que el amor del Padre es mucho más grande y mucho más poderoso que cualquier cosa negativa que estés atravesando. Porque ni los menjurjes que te da el brujo, ni las cartas del tarot que te tira Mr. Walter Mercurio, ni las trenzas de ajo, ni los amuletos ni fetiches y ningún otro invento absurdo que el Diablo quiera ofrecerte, te dará lo que Dios te da al derramar su amor sobre ti cuando tu así lo deseas.

Al no querer reconocer su amor, es como decir que no necesito la sal para dar sabor.

Cuando preparamos un caldo, vamos poniendo los ingredientes uno por uno. Digamos que estamos preparando un caldo de res, sabemos que los ingredientes importantes son las verduras y sobre todo la carne. Pero si preparamos todo de acuerdo con la receta ya sea de la abuelita o de la que vimos en el Internet, pero se nos olvida el ingrediente más importante, por más verduras o carne que le pongamos, nunca tendrá sabor. Debemos siempre de ponerle sal, para poder disfrutar de un caldo delicioso.

De la misma manera nosotros los hijos de Dios, debemos dejar que el amor de Dios sea el ingrediente principal, para dar sabor a nuestras vidas. Al momento de dejar que su amor nos de sabor, entonces de la misma manera deberemos nosotros mismos, dar sabor a nuestras familias, sin faltarnos o sin salarnos. Nuestro saborcillo tiene que ser al punto, para que los que disfruten de Cristo, puedan hacerlo a su totalidad.

Es importante que reconozcamos que no solamente servimos para dar sabor a los demás, sino que también debemos reconocer, que primero que nada debemos de dar sabor a nuestras propias vidas. No podemos dar sabor al caldo, si nosotros estamos sin sal.

Cierto día, una hermana vino a mí y me compartía que su matrimonio no iba del todo bien. Ella decía que su marido no cambiaba y que siempre andaba de borracho y mujeriego y cada vez que él venía briago a la casa, siempre empezaban los pleitos, las gritaderas, las amenazas y hasta las aventadas de sartenes y cuantas cosas se encontraban en el camino. «Mire hermano René» decía la hermana: «siempre que miro a marido venir así, no me aguanto y me le dejo ir encima, le comienzo a pegar con lo que tengo en la mano y si puedo, lo pateo» «¿De veras hermana», le conteste? «Sí hermano, ya no lo soporto más» «¿Qué debo de hacer?» La hermana estaba sin sal. Ella siempre asistió a eventos de evangelización, a grupos de oración e inclusive estuvo sirviendo en su parroquia como catequista. Más, sin embargo, no podía dar sabor al caldo de su hogar. ¿Cuántos de nosotros mismos, no estamos atravesando una situación similar o posiblemente, estés viviendo un torbellino con tus hijos, tu esposo o esposa, o en el trabajo con tus compañeros o tu jefe? Y aunque asistes a todo lo que sea de evangelización, no logras ni darte sabor a ti mismo, ni mucho menos a los demás.

La razón es simple: tenemos que entregar nuestras vidas al Señor, completamente y no a medias. Debemos de empezar a amar con un corazón puro, que no guarde rencor y sobre todo debemos de comenzar amando a Dios sobre todas las cosas y por último aprender amarnos a nosotros mismos. Y es en este último caso en el que tenemos problemas. Si no logramos amarnos, nunca podremos totalmente amar a Dios y mucho menos amar a los demás. En otras palabras, si nosotros no somos esa sal, nunca podremos dar sabor al caldo.

Así como la sal, en su mayoría es extraída del mar, de la misma manera nosotros debemos ser la sal extraída de Dios. Es decir que para ser el que da sabor, debemos primero que nada dejar que sea Dios en su granza y misericordia, el que nos dé, de su amor.

Cuándo se acaba la sal en el salero de la cocina, vamos y compramos más sal en la tienda ¿no es cierto? De la misma manera, cuándo sentimos que nuestro corazón le falta amor, debemos de ir a donde el Padre, para llenarnos de su amor. La sal de cocina la compramos en la tienda. El amor de Dios, lo adquirimos cuando asistimos a la Santa Eucaristía; cuando compartimos en comunidad y cuando aprendemos a perdonar y a reconciliar nuestras rencillas con aquellos con los que estamos pleiteando.

Ser sal no es simplemente decirle a los demás que existe un Dios todo poderoso, cuando ni nosotros mismos lo estamos viviendo así. La hermana de la que hablamos anteriormente no disfrutaba del amor del Padre y, por lo tanto, no podía amar a su marido alcohólico. En vez de mostrar que ella vivía en Cristo, demostraba que no vivía en el amor. En lugar de buscar ayuda espiritual o física, busco mejor el mejor sartén para darle en la torre a su marido. La historia de esta hermana terminó tristemente. Un día el marido se canso de tantos sartenazos, que de un disparo acabo con la vida de la hermana y con otro más su vida misma. Hoy hay tres adolescentes huérfanos, porque sus padres, no buscar el amor de Dios, porque no buscaron llenar su corazón, con la sal del Señor.

¿Qué necesitas tú, hermano de mi corazón, para ser la sal que de sabor? No somos eternos y un día seremos llamados ante la presencia del Señor. Si no llenas hoy el salero de tu corazón, no podrás nunca ser parte de las maravillas de Jesús.

Hoy tienes la oportunidad de doblar tus rodillas y pedir al Señor su misericordia y sobre todo pedir, que un rayo de su amor llene tu corazón, para que, de esa manera, juntos tú y tu familia, sean la sal que da sabor, al vivir en su amor.

Animo hermanos y Que Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo los acompañen para la eternidad. ¡Amén!

Comentarios

Deja una respuesta

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.