Cuaresma, tiempo de transformación

Durante el tiempo de cuaresma, somos llamados por la Iglesia a reflexionar sobre nuestras vidas en relación con el amor de Dios y la coexistencia con las otras personas que han estado o están alrededor de nuestras vidas.

Además, es un tiempo en el que Dios, nos invita a profundizar en el sentido de arrepentimiento por todos aquellos momentos en los que hemos fallado a ese inmenso y profundo amor del Padre que envió a su Hijo Jesús a morir en la Cruz del Calvario, para que cada uno de nosotros fuéramos libres. ¿Pero qué significa el ser verdaderamente libres? A caso somos esclavos de alguien o de algo, eso que no nos permite disfrutar de la plenitud de la vida.

La realidad es que, y me atrevería a afirmar que sí, que sí somos esclavos de todo aquello que nos aparta de Dios. Olvidémonos de la esclavitud de los bienes materiales: los celulares, el dinero, etc. Más bien, se trata de ser esclavos de todo aquello que llevamos estampado en el corazón, como el odio y el rencor, por ejemplo. Esto es lo que verdaderamente nos quita la plenitud de la gracia de Dios en su Hijo Jesucristo. No estamos diciendo que los bienes del mundo no nos esclavicen. Por supuesto que no;  a lo que nos referimos primordialmente, es todo aquello, que más nos cuesta arrancar de raíz de lo más profundo de nuestro ser.

Pero ¿por qué sucede esto?; ¿Por qué somos esclavos de las oscuridades del corazón?; ¿Por qué éstas son mucho más significativas, que la esclavitud que nos proporcionan las cosas externas? La realidad es que, las cosas externas son mucho más fáciles de resolver o cortar. Obviamente,  esto es aún más notable cuando llega el tiempo de cuaresma,  hacemos promesas de no beber alcohol, comer dulces, o cualquier otra bobería; más, sin embargo, las cosas que nos esclavizan por dentro son las que batallamos por liberar.

¿Cuántas veces, por ejemplo, tratamos de estampar con una curita todo aquel dolor que llevamos acarreando desde el momento en el que nos ofendieron o hicieron daño? Inclusive nuestro propio carácter se ha formado haciendo concha alrededor de ese dolor y lo manifestamos por medio de nuestras actitudes hacia los demás, nuestros hijos o cónyuges. Quizá, ha habido momentos en los que la curita se ha convertido en el vicio, el alcohol, las pastillas para el dolor, el comer desordenadamente; buscamos quizá en el sexo desordenado, la pornografía, las desviaciones sexuales de género, para apaciguar todo aquello que se lleva por dentro.

La cuestión es que, hasta que no reconozcamos que existe el dolor, nunca seremos completamente libres. Al reconocer que hemos sido dañados, es como entonces aprenderemos a reconocer que la libertad la alcanzaremos solamente a través de entregar el dolor y sufrimiento a Dios y, como paso siguiente, aprender a perdonar a todos aquellos, especialmente a ese individuo que nos dañó profundamente: perdonar porque me violaste; perdonar porque me golpeaste; perdonar porque me abandonaste; perdonar porque me trataste como basura, etc. Y es que cada uno de nosotros sabe el dolor que se lleva en el corazón y, el cual, no nos deja ser libres totalmente.

Por otro lado, debemos de reconocer, a su vez, que también se trata de ser conscientes de que,  hemos nosotros del mismo modo, ofendido a nuestros hijos, a nuestros padres, a nuestros cónyuges, a nuestros novios/as; que, con nuestras actitudes, hemos violado sus sentimientos y los hemos abusado, tanto, física como espiritualmente. Hay que reconocerlo, no somos moneditas de oro y, así como, hemos sentido el látigo del daño que nos han hecho, de la misma forma, nosotros hemos flagelado a nuestros seres queridos, que sufren por nuestras actitudes hacia ellos, quizá por consecuencia del mismo dolor que llevamos por dentro.

Pablo, hablando en su carta a los romanos, nos dice: “No sigan la corriente del mundo en que vivimos, sino más bien transfórmense a partir de una renovación interior” (Rom 12:2). En eso podemos encontrar la verdadera libertad a la cual todos estamos llamados en el amor de Cristo. Porque Jesús vino a este mundo con un propósito en mente, llevado a cabo desde el mismo amor por el que da su vida por cada uno de los que creen en él. Por eso, nos encontramos con el Evangelio de Juan 3:16: “¡Así amó Dios al mundo! Le dio al Hijo Único, para que quien cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna”. La clave aquí es el de “creer”, porque seamos honestos, la mayoría de los que leemos esta reflexión, somos parte de la presencia y gracia de Dios, ya sea como asistentes a grupos de renovación, de jóvenes; ya sea como maestros o predicadores, de alguna manera somos partícipes del conocimiento de Dios que transforma corazones; y, más, sin embargo, la mayoría sabemos que guardamos ese dolor en el interior que no nos permite ser y vivir la plenitud de la liberad, la cual predicamos a todo pulmón.

Es que, no creemos que Dios tiene el poder de sanar por medio del perdón. Tenemos el conocimiento de su poder, pero no lo creemos, o, para que no se me enojen, nos cuesta creer porque pensamos que el daño que nos hicieron es mucho más grande que el amor de Dios y, es en eso, que el dolor se convierte en esclavitud. “Para quien cree en él no hay juicio. En cambio, el que no cree ya se ha condenado” (Jn 3:18).

Tristemente, les comparto que yo fui uno de esos que predicaban del amor de Dios y el poder transformador que él posee sobre el daño que nos han hecho. Sin embargo, y sin darme cuenta, porque eso hace el pecado del rencor y el odio, te hace oscuridad lo que vives, aparentando ser lo que no eres interiormente. Llegó el momento en el que se hizo tan obvio lo que vivía internamente que me llevó a una gran depresión y, por ende, a querer quitarme la vida. Pero fue en ese mismo instante en el que, iba a cometer tal locura, en el que me encontré ante la presencia del Señor que nunca nos abandona, que siempre está a nuestro lado, a cada momento de nuestras vidas, riendo cuando reímos, sufriendo, cuando sufrimos; fue en ese momento en el que me abrí a su misericordia y me dejé conducir por su amor que sabe perdonar. Me sentí amado y perdonado y a su vez, experimenté en ese momento un deseo profundo de perdonar a esa persona que me había dañado profundamente.

Hoy después de muchos años, puedo decir que, después de la reconciliación, esa persona partió a la casa del Señor y desde ese día experimenté una transformación de corazón; sentí por primera vez desde que era un niño, la verdadera libertad que transforma vidas.

A eso nos llama el Señor en esta cuaresma, a que demos el siguiente paso, que nos lleva de una simple conversión a una completa transformación de corazón. Es el tiempo en el que se nos permite ver nuestras realidades internas, para que contemplemos, en dónde, nos encontramos con respecto al especio del amor infinito de Dios. Es el tiempo en el que podemos ser verdaderamente libres de todos aquellos dolores internos, para así encontrarnos de frente con la bienaventuranza: “Felices los que tienen el espíritu del pobre, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5:3). Porque perdonar, es vaciar el corazón que nos lleva a la humildad de corazón y, por ende, con un espíritu de pobre, vaciado del odio y rencor, poder disfrutar de la verdadera transformación de corazón, la cual, nos brinda la libertad a la que somos llamados en Cristo Jesús.

¿Qué esperas para obtener tu libertad?

En el amor de Cristo

René Alvarado

Caminando con Cristo

Muchas veces surge en la mente el pensamiento sobre el significado de caminar con Cristo. Esto ciertamente se torna difícil de responder dado a que, nuestro pensar está en un régimen de concientización de todo aquello que nos separa de la realidad de Dios en nuestras vidas. Los problemas económicos, las enfermedades, los desalojos de vivienda, etc. Todo esto nos lleva por caminos que oscurecen nuestras vidas y, por ende, ciegan la vista espiritual de todo aquello que nos plantea Dios en su Hijo Jesucristo.

Las Escrituras nos hablan sobre el hecho del caminar con Dios. Primero que nada, debemos de entender que caminar con Cristo, implica conocer el “Camino”, en el sentido espiritual de fe, porque, sólo con el conocimiento intelectual, caminaríamos sin dirección hacia ningún punto en particular. En el Evangelio de San Juan, nos encontramos con el verdadero camino y lo que esto significa para los que deciden tomarlo: “Y ya sabéis el camino adonde yo voy.» Le dijo Tomás: «Señor, no sabemos adónde vas; ¿cómo podemos saber el camino?» Respondió Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14:4-6). En esta cita, nos encontramos con el aspecto teologal y cristológico de Jesús como el Mesías esperado, que con su amor nos invita a caminar en él, y, esto, con propósito: que todos nosotros un día, alcancemos la salvación.

Desglosemos esto: primero, nos dice en el verso 14 que, nosotros ya sabemos el camino… este camino es el que nos dirige al Padre, pero que no todos estamos dispuestos a tomar, porque caminar en él, tiene sus complejidades y exigencias, siendo el amor una de ellas. Recordemos que Jesús nos dice que debemos de amarnos los unos a los otros como un mandamiento nuevo (Jn 13:34), pero ¿cómo es amar como Jesús ama? Amar como él ama, es darnos cuenta de que, a pesar de su propio dolor y sufrimiento de Cruz, él estuvo dispuesto a partirse por cada uno de nosotros para el perdón de nuestros pecados (Lc 22:19-20). De la misma manera, debemos nosotros estar dispuestos a partirnos por amor hacia los otros. “…Hagan esto en memoria mía” (Lc 22:19b).

Pero ¿por qué nos cuesta tanto amar? Quizá porque somos egocentristas y narcisistas. Nos gusta solamente sentir bonito, que otros hablen bien de nosotros, que nos pongan en un pedestal y que todo el mundo nos admire; ignorando a los otros que a nuestro alrededor sufren por falta de alimento, de vestido, de medicinas para su enfermedad, de dinero para su renta; y, aun así, decimos de la boca para afuera que amamos como Jesús ama.

Hay que recordar que este camino tiene un fin, el de llegar a la Casa del Padre, en donde hay muchas habitaciones que aguardan a todo aquel que ha tomado la decisión de amar como él (Jn 14:1-2). Es por esto por lo que parece ilógico el pensar que aquel (Tomás) que ha caminado con Cristo, que ha visto multiplicar el pan, resucitar los muertos, dar vista a los ciegos, caminar a los paralíticos, no se de cuenta del camino sobre el cual está caminando (Jn 14:4).

Nuestra realidad es esa. Como miembros de la Iglesia, caminamos como tontos, ciegos espiritualmente y faltos de amor; cuestionamos a cada momento la presencia del Dios vivo en nuestro sendero. ¿Dónde está Dios en este momento de dolor y sufrimiento? Aunque, hemos visto las grandezas de Dios en cada una de nuestras vidas, como el momento en el que a travesamos la línea de indocumentados y por la gracia y misericordia de Dios estamos hoy aquí, por ejemplo. Otro ejemplo sería el hecho de que hayamos sanado de alguna enfermedad que parecía de acuerdo con la ciencia, imposible; el trabajo que tenemos, el techo sobre nuestras cabezas, y así podríamos enumerar tantos ejemplos y, aun así, como ciegos porque somos, “…pueblo necio y sin seso – tienen ojos y no ven, orejas y no oyen -” (Jer 5:21), cuestionamos la presencia de Dios en nuestro caminar.

Ciertamente, el caminar con Jesús no es nada fácil; es más, se torna difícil, porque este no es un camino llano o plano; es más bien, un camino pedregoso y de constante riesgo a tomar por los peligros que estos implican. Pero, debemos de entender que es de valientes tomar la decisión de encaminarse por estos rumbos: “El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 10:38-39).

La cuestión aquí es darnos cuenta de que, cargar con nuestra cruz es signo de aceptación de las circunstancias en las que nos encontramos en este momento. Es a la vez, aceptar con dignidad las situaciones negativas de nuestro caminar; es, dejarnos conducir propiamente por su amor leal que nunca nos abandona (Is 49:15), porque, él, no es solamente el Camino propiamente dicho, que nos lleva al Padre, sino que es Verdad (Amor) en su totalidad y es en ese Amor en el que encontraremos la vida (Jn 3:16). Por eso, Jesús nos dice: “«Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.»” (Mt 11:28-30).

Ese es el propósito de caminar con Cristo. Es dejar conducirnos por su amor, que nos invita a que también nosotros amemos como él nos ama (Jn 13: 34). No se trata solamente de amarle en los momentos de algarabía, porque, si fuera así, todo el mundo se encaminaría en su Verdad; más bien, es el hecho de demostrar que le amamos en los peores momentos de nuestras vidas, que aún en los momentos de persecución, podamos amar, perdonando al que nos persigue. Es también, amar al que tiene menos que nosotros: al indigente, al que nos pide dinero para comer, al que está necesitado de ropa, al vecino que se quedó sin trabajo, etc. Esto más bien, en el sentido de amar en la praxis, más que de la boca para afuera. “Si cumplís plenamente la Ley regia según la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, obráis bien; pero si tenéis acepción de personas, cometéis pecado y quedáis convictos de transgresión por la Ley. Porque quien observa toda la Ley, pero falta en un solo precepto, se hace reo de todos” (Sgo 2:8:10).

El caminar con Cristo, por lo tanto, no es sentir bonito; es esencialmente, saber que cuando caminamos en su amor, estamos expuestos a todas las circunstancias adversas que el enemigo quiere en nuestras vidas. Es por ello por lo que, si hemos tomado la decisión de caminar en Cristo, debemos de confiar totalmente en él. Esto significa que en cada momento de nuestras vidas ya sean de algarabía o melancolía, nuestros corazones deberán estar dispuesto a alabar a Dios, porque en medio de toda circunstancia o experiencia de vida, nuestras almas se regocijan en el Señor, ya que, “Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos” (Rom 14:8).

Al final de cuentas, el caminar con Cristo, es dejarnos guiar por su amor hacia el Padre, sabiendo que es solamente por él como llegaremos a nuestra habitación en el Cielo.

En el amor de Cristo

René Alvarado

La comunión con Dios

La comunión con Dios se obtiene a través de la contemplación. Esta contemplación de Dios la podemos obtener al ver el mar profundo, las montañas más altas, las estrellas en el espacio, pero especialmente, cuando lo contemplamos ante el Santísimo. Estar ante el Santísimo, se hace muchas veces con resistencia y ciertamente con dificultad porque la vida tan apresurada que vivimos no nos permite detenernos un momento para estar con el Señor. Pero si de veras queremos tener un encuentro contemplativo con el Señor, debemos de buscar su rostro y confiar en lo más íntimo en que a través de esa contemplación encontraremos la paz y la Vida misma.

En esta vida, en el día a día, se encuentra la presencia de Dios. Debemos de vivir esa contemplación con los hijos, con el cónyuge, en medio de nuestra vida normal, en el trabajo, en la escuela, en las calles del barrio, cuando vemos a los niños jugando; en los desamparados, en los ancianos; también lo contemplamos cuando visitamos enfermos, cárceles, asilos, etc. Asimismo, debemos de comprender que el contemplarlo es una integración entre la psicología y lo espiritual pues Dios nos ha creado carne y espíritu y no solamente lo uno o lo otro (NC 362). Dios nos recibe así en su totalidad. Quitando las capaz del pensamiento creyendo que somos perfectos. (Pacot: «La llamada»).

En nuestra adultez, la vida nos va proponiendo situaciones que tenemos que resolver a partir de la plenitud de la gracia de Dios. Un claro ejemplo lo vemos en María. Ella nos enseñó que la presencia de Dios la encontramos a través del aceptar su plan perfecto en medio de todas las cosas negativas de la vida. Cuando el Ángel vino a ella, ella entregó todo su ser, tanto interior (espiritual) como carnal (su ser racional). Aun viendo la posibilidad de ser muerta a pedradas por su marido, ella confió plenamente en lo íntimo de todo su ser en que Dios de una forma solventaría aquella aflicción. No lo hizo por sus fuerzas, sino más bien con un corazón contrito y abierto para dejar que sea Dios quien se encargare de esa situación. Otro claro ejemplo lo vemos en Santa Teresa de Calcuta, una mujer entregada en su total ser –cuerpo, alma y espíritu-, a la contemplación profunda. Ella podía contemplar el rostro de Jesús en aquellos seres marginados por la sociedad, enfermos por la vida y dejados como desechos en medio de la sociedad que elige dar oportunidades de sobrevivencia solamente a los «privilegiados,» olvidándose de los que aún con sacrificio nunca lograran sobrevivir por no tomarse en cuenta. Madre Teresa decía, «Trató de dar a los pobres amor, lo que los ricos podrían conseguir por dinero. No tocaría a un leproso por mil libras esterlinas ($1500.00); sin embargo, voluntariamente lo curaría por el amor de Dios» (Reflexiones para ti y para mi).

Es importante conectarse con la Verdad (el Amor) que es Cristo en nuestros corazones. De nada sirve rezar sopotocientos Rosarios o confiar en todo lo que se hace en la parroquia, más bien, se trata de darnos cuenta de quién soy en relación con Dios. Visualizar internamente en qué puerta es dónde me paro para contemplarlo, es decir, en dónde pongo mi atención; De lo contrario, sería muy difícil que haya paz en nuestro interior. Es que nos dedicamos a hacer cosas constantemente, nos ocupamos al estudio de Dios en la teología, filosofía y tantos otros estudios de letra que nos hace decir intelectualmente lo que sabemos, pero no nos hace vivir lo que sabemos. Esto nos desprende de nuestra acción. «¡Ay de ustedes, maestros de la Ley y fariseos, que son unos hipócritas! Ustedes son como sepulcros bien pintados, que se ven maravillosos, pero que por dentro están llenos de huesos y de toda clase de podredumbre. Ustedes también aparentan como que fueran personas muy correctas, pero en su interior están llenos de falsedad y de maldad.» Mt 23: 27-28

Por otro lado, nos distraen nuestras propias emociones y eso me desliga de mis pensamientos. Tenemos que entender que mi existencia está en Dios y no en mis emociones. Si bien es cierto que estamos llenos de conflictos que perturban nuestra manera de vivir, también debemos de entender que la confianza en Dios sobre lleva las emociones de enojo, de miedo o de incertidumbre. Hay que entender que Dios no nos da la vida solo porque sí. Dios nos participa de su vida en Jesucristo: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Único Hijo para que todo aquel que crea en él no se pierda, sino que para que tenga vida eterna.» Jn 3: 16. Esto es difícil de comprender por la situación en la que vivimos. Necesitamos sumergirnos en los misterios de nuestra existencia en Dios y Dios en nosotros. La vida de Dios se hace vida en cada uno de nosotros. En nuestros conceptos, y nuestros ideales tienen que ir cayendo como parte vieja para abrirnos a lo que es la presencia de Dios y aprender a vivir el Cielo en la tierra, en medio de todo lo que nos pasa.

¿Cómo hacemos esta integración? A través de la oración contemplativa. Es aquí en el instante que descargamos todo en el Señor y dejamos que sea él quién nos sostenga, nos abrace y nos fortalezca. Los Salmos con una manera en la que Jesús oraba. Él muchas veces tomaba su tiempo para orar. Ahí se encontraba con las diferentes puertas con la que se relacionaba en medio de las multitudes. Su vida está centrada en su certeza y en su relación con el Padre, siendo su misión el amar. La pregunta que viene a la mente es, ¿Cuál es la relación que tenemos con Dios? Es porque somos seres de reflexión y por ende para reflejar la vida de Dios, debemos de ir en búsqueda de ese mismo reflejo de amor. ¿En dónde entonces conocemos al Amor? Pues en el corazón. Es ahí en donde percibimos la fuerza y la claridad para saber cómo lidiar con los conflictos de la vida. Él nos hace participes de su fuerza cuando nos adentramos a buscar su reflejo en nuestro interior. «Pero tú, cuando ores, entra en tu pieza, cierra la puerta y ora a tu Padre que está allí, a solas contigo. Y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará.» Mt 6: 6

Debemos de permanecer enraizado en la presencia de Dios ya que la felicidad y el sostén dependen de Dios. Las tormentas nos mueven y sacuden, pero estamos invitados a estar enraizado en Dios. Por eso es esencial e importante que dejemos que Dios penetre en lo más hondo dejando que él nos despoje de los sentimientos negativos por las experiencias en las que nos encontramos, es decir adentrarnos en la intimidad de Cristo. Entre más aceptemos las circunstancias que nos rodean eso nos ayudara a decir con dignidad de hijo de Dios, que tengo límites. Cuando reconozco mis límites, entonces reconozco que la gloria de Dios es mucho más grande que la pequeñez de mí ser. (2 Cor 12: 2-10. Rom 8: 17-29).

Somos uno en Dios en toda su plenitud (Jn 17). Pero ¿cómo nos podemos dar cuenta que Jesús vive en nosotros? Él une su Espíritu al nuestro para ser un sólo ser, en una unidad. Esto lo descubriremos al momento en el que necesitamos de su presencia, en el instante en el que nos sentimos abandonados, en el que necesitamos de su armonía que nos comunica su ser para encontrar la verdadera plenitud de ser humanos. Es en la experiencia de la vida misma como me doy cuenta de la realidad de mi vida. Necesito volver a este encuentro por medio de la oración contemplativa. En el ejercicio de la oración debo reconocer como primer recinto lo que vivo, lo que soy y lo que siento, entrando en comunión con el Señor. Quizá con preguntas del porqué de la vida: las enfermedades, los problemas familiares, las situaciones económicas, etc. Confiando en que Dios todo lo puede en esta entrega y que lo que las experiencias que vivimos en nada se comparan con la gloria que nos tiene preparado Dios cuando venimos a su encuentro (Rom 8: 18)

La oración de contemplación es un momento de entrega profunda e íntima en el silencio de nuestro ser. Es llegar a la fuente para beber directamente del manantial de vida. Es dejarnos empapar de su presencia como la lluvia que baja y empapa y no sube de regreso sin haber hecho lo que tenía que hacer. (Is 55: 10-11).

Santa Teresa de Jesús nos dice en su libro Las Moradas del Castillo: «…que son las almas que no tienen oración como un cuerpo con perlesía (debilidad del cuerpo) o tullido, que, aunque tiene pies y manos no los puede mandar.» # 6. Cuando la oración no nos lleva a la contemplación son esos, cuerpos tullidos porque no llegamos a lugar santo en nuestro interior. Es por ello por lo que nuestra vida vuelve como el perro al vomito porque no sabe que media ves vomitado ya no vuelve a consumirse. En otras palabras, el que no confiere su voluntad a Dios en el instante de la contemplación, no puede alcanzar la paz deseada.

Propongámonos a cambiar nuestro estilo de vida y confiando en que tenemos un Dios que todo lo puede; doblando nuestras rodillas y postrándonos ante su presencia, entreguemos todo nuestro ser, tanto carnal como espiritual, creyendo en lo íntimo que Dios ya sabe lo que necesitamos desde antes que se lo pidamos. (Mt 6: 8)

René Alvarado

Dios pide el sacrificio del corazón

René Alvarado

¿Qué nos viene a la mente cuando escuchamos que Dios pide el sacrificio de nuestro corazón? Posiblemente responderemos que sacrificar el corazón significa que debemos de hacer penitencias, mandas o cumplir con los sacrificios del tiempo de cuaresma, como el de ayuno de comida, o alcohol, etc. Aunque eso es para muchos, hacer un sacrificio, no necesariamente es de corazón, más bien por tradición.

Ya desde tiempos remotos, el hombre ha manifestado su deseo de sacrificio para agradar a sus dioses, ya sea como ofrendas humanas o de animales. En el caso del judaísmo, se sabe por las escrituras que se sacrificaban corderos o cabrillos sin mancha como signo de expiación por los pecados hasta en el tiempo de Jesús. Por su parte, la Iglesia nos enseña que el sacrificio más grande que se hizo para redimirnos del pecado es por medio del sacrificio de Jesús en la Cruz del Calvario, como el cordero pascual (Is 53:1-12) y las ofrendas que ofrecemos el día de hoy no son sacrificio, sino agradecimiento; la adoración y las oraciones en acción de gracias lo ofrendamos por lo que él hizo por nosotros.

Pero la realidad es que, es importante tener en cuenta que el concepto de sacrificio en el contexto religioso no se limita únicamente a la idea de la muerte o el sufrimiento físico, porque si de eso se tratara, entonces Jesús hubiese tirado la toalla en el huerto del Getsemaní y, más, sin embargo, decide continuar con el plan perfecto de Dios para nuestra salvación. Desde nuestro entorno de fe, se trata de un sacrificio simbólico o espiritual, en el que lo que se ofrece es el corazón o el espíritu. En este sentido, el sacrificio puede ser entendido como un acto de renuncia o de entrega, en el que se renuncia a los propios deseos y se entrega la voluntad a Dios.

En este punto, no se trata de una muerte física de parte nuestra por el perdón de los pecados, porque esto ya lo ha realizado el sacrificio de Cristo en la Cruz; lo importante de reconocer en este sentido del sacrificio del corazón va más allá de un simple hecho puramente carnal, como el de dejar de comer o beber alcohol o dejar de drogarse por la cuaresma, etc., es más bien en el sentido de un sacrificio interior que nos permita abrirnos al verdadero amor que decimos profesar en Cristo Jesús, es decir, se trata de ofrecer nuestras vidas enteras como una ofrenda viva y santa. Pero ¿en qué consiste esto? Y ¿cuál es la implicación para nuestras vidas? Es que el sacrificio del corazón envuelve reconocer que tenemos que cambiar nuestra actitud turbia y amargada y, a su vez, nos exige un compromiso de amar y no un simple amar por que sí, más bien un amar, en el amor de Cristo, con todo nuestro corazón, mente, alma y espíritu (Mc 12:30-31). Esto tiene otra implicación; porque amar con todo nuestro corazón no se queda simplemente en el amar a Dios sobre todas las cosas. Esto involucra a su vez, que también se debe de amar al prójimo como a nosotros mismos.

Jesús nos da un claro ejemplo de esto al instituir la Eucaristía: “Después tomó pan y, dando gracias, lo partió y se lo dio diciendo: «Esto es mi cuerpo, que es entregado por ustedes. (Hagan esto en memoria mía.»” (Lc 2:19-20). Es que amar en el amor de Jesús significa que estamos dispuestos a partirnos por los demás. Esto no significa que vamos a morir físicamente por otros desde el punto meramente humano, más bien, quiere decir que moriremos a nuestro yo interior que se da en el amor de Dios a los demás. Cristo se parte y pide que también nosotros hagamos lo mismo. El partirse significa que aunque nos duela, estamos dispuestos a perdonar como él nos ha perdonado. Pablo, hablando a los corintios nos dice algo fantástico en referencia a lo que estamos leyendo: “A él, que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que por medio de su muerte fuéramos reconciliados  con Dios” (1 Cor 5:21).

Ese es el verdadero sacrificio del corazón. No se trata solamente de sentirnos amados por Dios, sino que también debemos de comprender que, como respuesta a ese amor, nosotros debemos de amarle aunque no con la misma intensidad, porque solamente él puede amar así, de muerte en la Cruz; aunque amarle a él, tiene una dimensión que va más allá del estado racional y lógico del ser humano; significa que estamos dispuestos a amar al prójimo, como a mí mismo y, en especial, a todo aquel que nos ha hecho daño, porque de nada sirve decir que amamos a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano que si vemos, eso nos convierte en hipócritas mentirosos (1 Jn 4:19-20).

Recordemos que Cristo mismo nos dice como un mandamiento nuevo: “…que se amen los unos a los otros. Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado. En esto reconocerán todos que son mis discípulos: en que se aman unos a otros” (Jn 13:34-35). ¿Cómo entendemos ese mandato de Jesús? Pues, lo entenderemos en la misma medida en la que pongamos en acción el amor que decimos profesarle, es decir, en la misma praxis, que se pone en movimiento en búsqueda del amor verdadero y que nos da libertad y sanidad espiritual.

El apóstol Pablo habla de esto en Romanos 12:1, donde dice: «Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional». En otras palabras, el sacrificio del corazón implica ofrecer todo nuestro ser – cuerpo, mente y espíritu – a Dios como una ofrenda viva y santa, que es nuestro servicio espiritual.

Por otro lado, el sacrificio del corazón significa que estamos dispuestos a entregarle todo a Dios, desde el interior de nuestro ser: nuestras alegrías, nuestras tristezas, nuestras ilusiones, nuestros anhelos y sueños, sobre todo, todos aquellos sentimientos turbios del corazón, como: la ira, el rencor, las ansias de venganza, los celos, las vanidades, etc. Es, en otras palabras, ser conscientes de que él es quien está en control de todo cuanto somos y poseemos y que confiamos en él, en que su voluntad se hará mella en nuestros corazones y que por lo mismo, estamos dispuestos a renunciar a nuestros propios idealismos y deseos. “Felices los pobres de corazón, porque el reino de los cielos les pertenece” (Mt 5:3).

Es en esto en el que empezaremos a amarle de corazón y que estamos dispuestos  a caminar junto a él; que seremos en cierto modo, ese Simón de Cirene (Mc 15:21), que le ayudará a cargar con la Cruz. Además, haremos nuestra su voluntad de amar como él nos ama, la misma que se hará en nuestras vidas, como un bálsamo que sana las heridas del alma, cuerpo y espíritu y que al final, nos lleva a la vida eterna.

Como vemos, el sacrificar el corazón a Dios no es cualquier cosa o algo que haremos solamente porque es tiempo de penitencia para que el mundo nos vea y nos admire. Como dice Jesús, “…ellos ya tuvieron su recompensa” (Mt 6:5). Y es que no se trata solamente de golpearnos el pecho, si no estamos dispuestos a someternos al amor reconciliador del Padre. El sacrificar el corazón en resumidas cuentas es, estar dispuestos a hacer la voluntad del Padre que está en los Cielos. Imaginémonos una vez más que Cristo en el huerto, en vez de seguir con el plan perfecto del Padre hubiera tirado la toalla, ¿qué sería de nosotros? “Pero que no se ha lo que yo quiero, sino que se haga tú voluntad” (Mc 14:36).

Por supuesto que sacrificar el corazón no es nada fácil. A Jesús no le fue sencillo hacerlo: “…«Siento en mi alma una tristeza de muerte… »” (Mc 14:34). Es cierto que duele y precisamente por eso se llama “sacrificio”, porque esto implica un desprendimiento a mi comodidad, me exige salir de mi zona de conforte, para encaminarme por el camino de desierto, por donde se experimenta el vacío del ser en su totalidad, el hambre y sed espiritual y sobre todo, el abandono de Dios. “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?” (Mc 15:33).

Pero esto no nos debe de achicopalar, al contrario, nos debe de fortalecer porque sabemos que hay una recompensa que aguarda para todo aquel que toma la decisión de sacrificar el corazón a Dios y, este es, la vida eterna en la Nueva Jerusalén a la cual todo aquel que atienda el llamado, será llamado santo y entonces Jesús enjugará toda lágrima de sus ojos y ya no habrá más llanto ni dolor, porque todo lo demás habrá pasado (Ap 21:1-4).

La pregunta entonces para ti y para mi es, ¿Estoy dispuesto a sacrificar el corazón para Dios? La respuesta será de acuerdo con lo que tú has creído.

Id y evangelizad

René Alvarado

Introducción:

Desde la perspectiva de la teología natural, entendemos que Dios nos pide que como bautizados vayamos por el mundo alcanzando almas a sus pies. Es decir que la fe es la base fundamental para realizar o llevar a cabo el plan de Dios para la salvación de la humanidad. Esto es muy importante de reconocer, ya que, sin fe no podemos comprender las profundidades espirituales a las cuales estamos llamados a realizar cada uno de nosotros por el bautismo. Es precisamente por esto mismo que queremos reflexionar sobre el mandato de Jesús de id y anunciar la Buena Nueva, relato que encontramos en los textos del Evangelio de San Mateo capítulo 28:18-20: “Jesús se acercó y les habló así: «Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,  y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia.»”.

Desarrollo:

Hay varios puntos sobre los cuales vamos a reflexionar, uno de ellos trata sobre la unidad hipostática de la Santísima Trinidad. El centro primordial de todo servidor debe de estar enfocado en esta hipostasis en la que Dios manifiesta su plan perfecto de amor para cada uno de nosotros. Es a través de esta unión de tres en un solo Dios, como cada uno de nosotros los servidores, vamos a llevar esta Buena Nueva a todas las naciones. Pero ¿cómo se manifiesta esa unidad en nuestras vidas y cómo vamos a proyectar esa unidad a otros? Primero debemos de entender que Dios tiene un plan perfecto para nuestra salvación y es precisamente en ese plan perfecto en el que cada uno de nosotros hemos creído por fe (teología natural), de lo contrario ninguno de nosotros estaríamos aquí, porque esa unidad Trinitaria se realiza en el amor, cosa que muchas veces olvidamos o no queremos reconocer porque esto indica que se debe de amar como ama Jesús.

Es por ello que para llevar el mensaje de salvación a otros, debemos primero que nada vivir nosotros mismos, la plenitud de esa salvación, en el amor de Cristo, porque desde que fuimos bautizados, estamos llamados a llevar el Evangelio de amor y redención a la humanidad. En otras palabras, estamos llamados por el bautismo a ser los misioneros del mensaje de amor, como mandamiento nuevo: “Este es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado” (Jn 15:12). No podemos ser hipócritas, tratando de anunciar algo en lo que no creemos; podemos saberlo intelectualmente porque lo hemos leído y estudiado (teología sistemática), pero que sin la praxis, se queda solamente en un grafo que no nos conduce a nada.

Es precisamente aquí, en donde se realiza la plenitud de la hipostasis; en la unidad Trinitaria, que se entrelaza en el amor de Dios y que se manifiesta a nosotros en la humanidad de su Hijo Jesucristo, por medio del otro Paráclito (Jn 15:16), el Espíritu Santo, como soplo divino (Ruah). Es a esto a lo que estamos llamados: a amar como nos ama Jesús, hasta la Cruz, porque después de la cruz viene la vida en nuestra morada eterna, la Nueva Jerusalén del Cielo (Ap 21:1-4). Pero lógicamente, esto no es fácil de realizar, porque, estamos rodeados de situaciones que nos impiden amar a Dios sobre todas las cosas y, más difícil aún, amar al prójimo como a nosotros mismos (Mc 12:30-31). Por otra parte, nuestra excusa para alivianar nuestra falta de amor, es decir que somos humanos y que por lo mismo ya que no somos Dios, tendemos a faltar al mandamiento de amar como ama Jesús. Claro que somos humanos y por ende, carne (sarx); pero esto no es indicativo de que nos debemos solamente a lo que la carne nos conduce a hacer o a proyectar; por el contrario, recordemos que si la carne es débil, tenemos el Espíritu del Padre que es fuerte, “Porque Dios no nos dio un espíritu de timidez, sino un espíritu de fortaleza, de amor y de buen juicio” (2 Tim 1:7);  o como diría Jesús: “…pues el espíritu es animoso, pero la carne es débil” (Mc 14:38b).

Otro punto importante en esta cita de Mateo para poder comprender el llamado a evangelizar es, “Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra…”  Jesús siendo uno con el Padre (Jn 14:6-9), tiene autoridad sobre la Iglesia que se adhiere a él en un mismo espíritu, y en su autoridad, nos invita a evangelizar no solamente como un mandato por obligación, si no qué, con su propia experiencia, enseñándonos a llevar una vida recta, para que por medio de nuestras vidas, podamos de la misma manera dar ejemplo de seres que viven a plenitud la experiencia de haber sido evangelizados. Ese mismo poder, Jesús nos lo da a nosotros, los que creemos verdaderamente en él y que nos dejamos envolver de su amor. Recordemos que su autoridad es obtenida por su relación con el Padre y su deseo absoluto de llevar la Buena Nueva a la humanidad, sacrificando su vida por amor al Padre y a cada uno de nosotros. Ese es su poder. El poder de amar como el Padre nos ama, demostrándonos que, si lo hacemos por amor y confiamos plenamente en su poder, obtendremos victoria.

Pero debemos de entender que aunque, es un mandato, este no es autoritativo, es decir, que Jesús no nos obliga a hacerlo, pero tampoco lo hace sentir como un mandato vago, para ver si tenemos ganas de realizarlo o no. Él mismo, tomó una acción positiva en medio de su experiencia de vida: “…«Siento en mi alma una tristeza de muerte… Jesús se adelantó un poco, y cayó en tierra suplicando que, si era posible, no tuviera que pasar por aquella hora. Decía: «Abbá, o sea, Padre, para ti todo es posible, aparta de mí esta copa. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú.»” (Mc 14: 34-35). Jesús aceptó libremente, el llamado del Padre a entregar su vida por la salvación de nuestras almas; a eso estamos llamados cada uno de nosotros los servidores, a responder a su mandato con la plena libertad de conciencia, sabedores de que el decir que sí, implica que seremos perseguidos, pisoteados y humillados, no solamente por aquellos a los que les anunciamos la Buena Nueva, sino que también de parte de nuestros familiares y amistades cercanas (2 Cor 6:8-10).

Pensemos por un momento lo que Jesús hizo por cada uno de nosotros, al compartir su amor en una entrega total que lo llevó al madero. Así nos ama y así de esa manera se dio así mismo como último sacrificio para enseñarnos la forma en la que debemos de evangelizar, llevando su Palabra de amor y salvación y a su vez trayendo almas a sus pies. Esto involucra una apertura total de corazón del cual irradia la imagen de Dios a quien decimos predicar. Es necesario pues, que nos despojemos de todo nuestro interior y que rechacemos los miedos, los temores al fracaso y digo “al fracaso”, porque muchas veces pensamos que somos ineptos, que no sabemos hablar y que no tenemos sabiduría para poder compartir lo que Cristo ya hizo por nosotros en la Cruz del Calvario. Es que no se trata de ser eruditos, teólogos, biblistas o filósofos, para responder a ese mandato. Se trata de que vivamos en carne propia lo que predicamos, es decir, que vivamos la plenitud del amor eterno de Dios (Jer 31:3) en todas sus dimensiones, ya sea en el dolor, la enfermedad, la persecución o en el mismo proceso de muerte, porque es en esto en que podremos experimentar el verdadero significado del amor del Padre, ya que, “Ha sido Dios quien nos ha puesto en esta situación al darnos el Espíritu como un anticipo de lo que hemos de recibir” (2 Cor 5:5).

Sólo imaginemos por un momento si Jesús en el Huerto del Getsemaní hubiera dicho no, al plan de Dios, ¿qué hubiera pasado con nosotros? Ahora pensemos por un instante, qué pasaría si nuestra respuesta al mandato de Jesús de ir y evangelizar a las naciones fuera un rotundo no, o un sí, a medias. Cuántas almas se perderían por  nuestra negativa. Es que debemos de entender que, si decimos que amamos a Dios y que estamos dispuestos a hacer su voluntad, esto significa que estamos llamados a amar como él ama y si en verdad amamos como él, entonces, responderemos sí, no para que el mundo nos glorifique por nuestra prosa adornada con palabras bonitas, pero que sin embargo, no ofrecen más que la alabanza de las multitudes: “Miren, como habla de bonito…”. Nuestra respuesta debe de estar enfrascada y diluida en ese amor por el cual nosotros mismos hemos sido salvados. “La verdadera enseñanza que trasmitimos es lo que vivimos; y somos buenos predicadores cuando ponemos en práctica lo que decimos” (San Francisco de Asís[1]).

Jesús pregonó el amor del Padre, no por su elocuencia, sino que más bien por su testimonio, el cual plasmó en una acción viva y eficaz. “Si tu quieres puedes sanarme, Jesús extendió la mano, lo tocó y le dijo: «Quiero; queda limpio.» Al momento quedó limpio de la lepra” (Mt 8:2-3). El amor se demuestra con la acción, no con el conocimiento de la letra; parafraseándolo de otro modo, el conocimiento, nos debe de llevar a la acción. Como dijo San Francisco de Asís: “…solamente si es necesario, pronunciaremos palabras”.  Esa debe de ser nuestra actitud ante el mandato de Jesús, el anuncio del Evangelio de salvación a través de nuestras actitudes, experiencias y testimonios, de lo contrario el mensaje de Jesucristo se convierte en nuestro mensaje y por lo mismo, en una falacia, porque no hacemos lo que predicamos.

Un tercer punto primordial en esta cita es el versículo 20: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia”. Vaya, qué promesa tan especial nos hace Jesús. Él nunca nos dejará abandonados a nuestros propios destinos. Jesús que no tenía en donde recostar su cabeza (Lc 9:57), que caminó sólo en el desierto (Lc 4:1-13) y que en el momento de su aprensión, fue abandonado por todo el mundo especialmente los más allegados a él (Mt 26:56), nos promete que nunca nos dejará en las mismas condiciones en las que nosotros lo dejamos a él cuando no hacemos su voluntad y trabajamos solamente para satisfacer nuestros propios egos personales, para vanagloriarnos de lo que hacemos en la Iglesia y no necesariamente, para darle honor, honra y gloria a aquel que nunca nos abandona.

Ese es el Señor para nosotros, pero lo que debemos de preguntarnos en este momento es: ¿Soy yo verdaderamente para el Señor? o simplemente hago lo que hago sin estar consciente de su amor. Dios nunca nos abandona, aún así, nosotros lo hagamos. Es que hay algo tan profundo en Dios que, no existe la posibilidad en su Esencia, el de abandonarnos al abismo; dicho en otras palabras, Dios no puede dejar de amarnos: “…Pero ¿puede una mujer olvidarse del niño que cría, o dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues bien, aunque alguna lo olvidase, yo nunca me olvidaría de ti” (Is 49:15; Os 11:8). Por eso, debemos de estar compenetrados que si Jesús nos envía como misioneros de su amor, es su amor el que nos sostiene en el Espíritu Santo para alcanzar almas a sus pies. Dios en su Hijo Jesucristo, nunca nos abandonará en nuestro trabajo de evangelización y por muy duro que esto nos parezca, él siempre estará a nuestro lado, pues su promesa es justa, ya que él es justo. Como leemos en la carta de San Pablo a los romanos: “¿Qué más podemos decir? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?  Si ni siquiera perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos va a dar con él todo lo demás? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Acaso las pruebas, la aflicción, la persecución, el hambre, la falta de todo, los peligros o la espada?  Pero no; en todo eso saldremos triunfadores gracias a Aquel que nos amó.  Yo sé que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni las fuerzas del universo, ni el presente ni el futuro, ni las fuerzas espirituales, ya sean del cielo o de los abismos, ni ninguna otra criatura podrán apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8:31-37).

Por último, debemos de reconocer que para poder comprender todo lo que aquí compartimos, es necesario un acercamiento a la oración. Sin ella, será imposible vivir a plenitud el significado de amar como él nos ama (Jn 13:34). La oración debe de ser parte primordial de nuestras vidas como misioneros del amor. Es la misma esencia de la vida, la que alimenta nuestro espíritu y la que nos une a esa unión hipostática de la que hablamos anteriormente. En el huerto, Jesús dobla rodillas y postrado en tierra entabla un diálogo directo con el Padre y eso le da la fortaleza para seguir adelante, sabiendo de antemano que Dios siempre le escucha y le responde: “Te doy gracias, Padre, porque me has escuchado. Yo sabía que siempre me escuchas…” (Jn 11:41b-42). De esa misma forma debe de ser nuestra oración, creyendo de antemano que Dios siempre nos escucha y aunque pensamos que tarda en responder, él sabe lo que necesitamos desde antes que le pidamos (Mt 6:7-8).

Por ende, pongámonos la armadura del Señor y proclamemos al mundo entero que Dios nos llama al arrepentimiento y a la conversión, espiritual, moral y social en medio de un mundo perdido por los vicios inculcados por hombres que llenos de odios y rencores y sobre todo llenos de soberbia, ambición y ansias de poder, llevan a la sociedad a la incertidumbre, a la pobreza, a la injusticia en contra de los más pobres y todo lo oscuro que esto acarrea. Recordemos que evangelizar, es amar y si no amamos, nunca podremos llevar la Buena Nueva a la humanidad y mucho menos podremos hacer de los pueblos sus discípulos. 

Conclusión:

Jesús nos envía, sabiendo que hemos comprendido su Palabra, sus enseñanzas y que sus milagros los vivimos en lo más profundo de nuestro corazón. Pero la clave de todo es el de “estar unidos”, como comunidad (común unidad). Jesús esta unido al Padre y él a su vez al Espíritu Santo; los tres en una unidad hipostática. A los apóstoles los reunió en un mismo lugar y a todos les habló en conjunto, como a un grupo centrados con el mismo ideal y no individualmente, por lo tanto, nosotros debemos de unirnos con el mismo ideal, para poder ser verdaderos mensajeros del poder de Dios, trayendo almas a Sus pies, amando y soportándonos unos a otros por amor, pues al final de cuentas eso es el poder de Dios: “el amor”. Como nos dice Pablo: “El fin de nuestra predicación es el amor, que procede de una mente limpia, de una conciencia recta y de una fe sincera” (1 Tim 1:5). Eso es lo que Dios quiere de nosotros.


[1] Píldoras de Fe: “25 frases de San Francisco de Asís que mueven el corazón” Tomado de: https://www.pildorasdefe.net/aprender/fe/15-frases-de-San-Francisco-de-Asis-La-numero-5-estremecera-tu-corazon