¿Qué nos viene a la mente cuando escuchamos que Dios pide el sacrificio de nuestro corazón? Posiblemente responderemos que sacrificar el corazón significa que debemos de hacer penitencias, mandas o cumplir con los sacrificios del tiempo de cuaresma, como el de ayuno de comida, o alcohol, etc. Aunque eso es para muchos, hacer un sacrificio, no necesariamente es de corazón, más bien por tradición.
Ya desde tiempos remotos, el hombre ha manifestado su deseo de sacrificio para agradar a sus dioses, ya sea como ofrendas humanas o de animales. En el caso del judaísmo, se sabe por las escrituras que se sacrificaban corderos o cabrillos sin mancha como signo de expiación por los pecados hasta en el tiempo de Jesús. Por su parte, la Iglesia nos enseña que el sacrificio más grande que se hizo para redimirnos del pecado es por medio del sacrificio de Jesús en la Cruz del Calvario, como el cordero pascual (Is 53:1-12) y las ofrendas que ofrecemos el día de hoy no son sacrificio, sino agradecimiento; la adoración y las oraciones en acción de gracias lo ofrendamos por lo que él hizo por nosotros.
Pero la realidad es que, es importante tener en cuenta que el concepto de sacrificio en el contexto religioso no se limita únicamente a la idea de la muerte o el sufrimiento físico, porque si de eso se tratara, entonces Jesús hubiese tirado la toalla en el huerto del Getsemaní y, más, sin embargo, decide continuar con el plan perfecto de Dios para nuestra salvación. Desde nuestro entorno de fe, se trata de un sacrificio simbólico o espiritual, en el que lo que se ofrece es el corazón o el espíritu. En este sentido, el sacrificio puede ser entendido como un acto de renuncia o de entrega, en el que se renuncia a los propios deseos y se entrega la voluntad a Dios.
En este punto, no se trata de una muerte física de parte nuestra por el perdón de los pecados, porque esto ya lo ha realizado el sacrificio de Cristo en la Cruz; lo importante de reconocer en este sentido del sacrificio del corazón va más allá de un simple hecho puramente carnal, como el de dejar de comer o beber alcohol o dejar de drogarse por la cuaresma, etc., es más bien en el sentido de un sacrificio interior que nos permita abrirnos al verdadero amor que decimos profesar en Cristo Jesús, es decir, se trata de ofrecer nuestras vidas enteras como una ofrenda viva y santa. Pero ¿en qué consiste esto? Y ¿cuál es la implicación para nuestras vidas? Es que el sacrificio del corazón envuelve reconocer que tenemos que cambiar nuestra actitud turbia y amargada y, a su vez, nos exige un compromiso de amar y no un simple amar por que sí, más bien un amar, en el amor de Cristo, con todo nuestro corazón, mente, alma y espíritu (Mc 12:30-31). Esto tiene otra implicación; porque amar con todo nuestro corazón no se queda simplemente en el amar a Dios sobre todas las cosas. Esto involucra a su vez, que también se debe de amar al prójimo como a nosotros mismos.
Jesús nos da un claro ejemplo de esto al instituir la Eucaristía: “Después tomó pan y, dando gracias, lo partió y se lo dio diciendo: «Esto es mi cuerpo, que es entregado por ustedes. (Hagan esto en memoria mía.»” (Lc 2:19-20). Es que amar en el amor de Jesús significa que estamos dispuestos a partirnos por los demás. Esto no significa que vamos a morir físicamente por otros desde el punto meramente humano, más bien, quiere decir que moriremos a nuestro yo interior que se da en el amor de Dios a los demás. Cristo se parte y pide que también nosotros hagamos lo mismo. El partirse significa que aunque nos duela, estamos dispuestos a perdonar como él nos ha perdonado. Pablo, hablando a los corintios nos dice algo fantástico en referencia a lo que estamos leyendo: “A él, que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que por medio de su muerte fuéramos reconciliados con Dios” (1 Cor 5:21).
Ese es el verdadero sacrificio del corazón. No se trata solamente de sentirnos amados por Dios, sino que también debemos de comprender que, como respuesta a ese amor, nosotros debemos de amarle aunque no con la misma intensidad, porque solamente él puede amar así, de muerte en la Cruz; aunque amarle a él, tiene una dimensión que va más allá del estado racional y lógico del ser humano; significa que estamos dispuestos a amar al prójimo, como a mí mismo y, en especial, a todo aquel que nos ha hecho daño, porque de nada sirve decir que amamos a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano que si vemos, eso nos convierte en hipócritas mentirosos (1 Jn 4:19-20).
Recordemos que Cristo mismo nos dice como un mandamiento nuevo: “…que se amen los unos a los otros. Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado. En esto reconocerán todos que son mis discípulos: en que se aman unos a otros” (Jn 13:34-35). ¿Cómo entendemos ese mandato de Jesús? Pues, lo entenderemos en la misma medida en la que pongamos en acción el amor que decimos profesarle, es decir, en la misma praxis, que se pone en movimiento en búsqueda del amor verdadero y que nos da libertad y sanidad espiritual.
El apóstol Pablo habla de esto en Romanos 12:1, donde dice: «Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional». En otras palabras, el sacrificio del corazón implica ofrecer todo nuestro ser – cuerpo, mente y espíritu – a Dios como una ofrenda viva y santa, que es nuestro servicio espiritual.
Por otro lado, el sacrificio del corazón significa que estamos dispuestos a entregarle todo a Dios, desde el interior de nuestro ser: nuestras alegrías, nuestras tristezas, nuestras ilusiones, nuestros anhelos y sueños, sobre todo, todos aquellos sentimientos turbios del corazón, como: la ira, el rencor, las ansias de venganza, los celos, las vanidades, etc. Es, en otras palabras, ser conscientes de que él es quien está en control de todo cuanto somos y poseemos y que confiamos en él, en que su voluntad se hará mella en nuestros corazones y que por lo mismo, estamos dispuestos a renunciar a nuestros propios idealismos y deseos. “Felices los pobres de corazón, porque el reino de los cielos les pertenece” (Mt 5:3).
Es en esto en el que empezaremos a amarle de corazón y que estamos dispuestos a caminar junto a él; que seremos en cierto modo, ese Simón de Cirene (Mc 15:21), que le ayudará a cargar con la Cruz. Además, haremos nuestra su voluntad de amar como él nos ama, la misma que se hará en nuestras vidas, como un bálsamo que sana las heridas del alma, cuerpo y espíritu y que al final, nos lleva a la vida eterna.
Como vemos, el sacrificar el corazón a Dios no es cualquier cosa o algo que haremos solamente porque es tiempo de penitencia para que el mundo nos vea y nos admire. Como dice Jesús, “…ellos ya tuvieron su recompensa” (Mt 6:5). Y es que no se trata solamente de golpearnos el pecho, si no estamos dispuestos a someternos al amor reconciliador del Padre. El sacrificar el corazón en resumidas cuentas es, estar dispuestos a hacer la voluntad del Padre que está en los Cielos. Imaginémonos una vez más que Cristo en el huerto, en vez de seguir con el plan perfecto del Padre hubiera tirado la toalla, ¿qué sería de nosotros? “Pero que no se ha lo que yo quiero, sino que se haga tú voluntad” (Mc 14:36).
Por supuesto que sacrificar el corazón no es nada fácil. A Jesús no le fue sencillo hacerlo: “…«Siento en mi alma una tristeza de muerte… »” (Mc 14:34). Es cierto que duele y precisamente por eso se llama “sacrificio”, porque esto implica un desprendimiento a mi comodidad, me exige salir de mi zona de conforte, para encaminarme por el camino de desierto, por donde se experimenta el vacío del ser en su totalidad, el hambre y sed espiritual y sobre todo, el abandono de Dios. “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?” (Mc 15:33).
Pero esto no nos debe de achicopalar, al contrario, nos debe de fortalecer porque sabemos que hay una recompensa que aguarda para todo aquel que toma la decisión de sacrificar el corazón a Dios y, este es, la vida eterna en la Nueva Jerusalén a la cual todo aquel que atienda el llamado, será llamado santo y entonces Jesús enjugará toda lágrima de sus ojos y ya no habrá más llanto ni dolor, porque todo lo demás habrá pasado (Ap 21:1-4).
La pregunta entonces para ti y para mi es, ¿Estoy dispuesto a sacrificar el corazón para Dios? La respuesta será de acuerdo con lo que tú has creído.