La oración del servidor

¿Qué es la oración del servidor?

Primero que nada debemos de comprender que la oración no es un simple rezo que se hace para sentirnos bien o para que Dios nos haga un milagro.

Nunca debemos de tratar a nuestra oración en una manera sumulística y desganada y muy en especial, si somos servidores, pues somos nosotros los que debemos de dar el ejemplo de gente orante.

No podemos simplemente repetir versos ya escritos con anterioridad, que aunque son buenos y nos ayudan a la meditación y a acercarnos a la presencia de Dios, estos no tendrán sentido y ni forma alguna en el corazón, sino dejamos que nuestro espíritu nos tome de esos rezos a una oración profunda que nos lleve a la adoración y exaltación de su Nombre que es por esencia “Santo”

Pongamos por ejemplo; cuando rezamos el Rosario, lo hacemos como si esto fuera una carrera de caballos, a la que adherimos una gran lista de letanías que ni entendemos y ni siquiera profesamos. No podemos decir que ya oré, cuando solamente apostamos a que Dios nos conceda un milagro con el rezo simple y sin sentido.

El verdadero servidor es aquel que está dispuesto a dedicar su vida a la oración, en cada momento y muy en especial, en un instante en el que podemos dejar un tiempo a solas con el Señor. Jesús mismo les pide a sus apóstoles que lo acompañen a orar una hora (aunque fue más por eso se durmieron) y más, sin embargo, las tres veces que regresó a ellos, los encontró dormidos: “Y adelantándose un poco, caía en tierra y suplicaba que a ser posible pasara de él aquella hora. Y decía: « ¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú.» Viene entonces y los encuentra dormidos; y dice a Pedro: «Simón, ¿duermes?, ¿ni una hora has podido velar? Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil.»” Mc 14:36-40

Debemos de hacernos esta pregunta: ¿A dónde me lleva el rezo y a dónde me lleva mi oración? (dejar un momento para ello)

Hay dos caminos en nuestra relación con Dios y de esto ya se ha hablado en numerosas ocasiones. Pero debemos de comprender que el rezo nos lleva por quebradas que otros ya han trazado por nosotros y por lo tanto el rezo de por sí no nos lleva a un compromiso real, como lo hace la oración que se hace con un corazón plenamente abierto a lo que Dios en su amor, predisponga para los que nos decimos llamar servidores.

Es que es realmente un compromiso que se adquiere al doblar nuestras rodillas y postrar nuestro rostro en tierra, en un acto de humildad y de entrega total. Ahora que si hablamos de compromiso, entonces debemos de entender que el “compromiso” al que nos adentramos es el de simple y sencillamente: “amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos” Mc 12:29-31 Que fácil; y es a esto a lo que nos comprometemos.

El problema es que casi siempre olvidamos que la oración es lo que nos acerca a profundidad al amor del Padre.

El Nuevo Catecismo de nuestra bendita Iglesia católica nos dice en el número 2697: “La oración es la vida del corazón nuevo. Debe animarnos en todo momento. Nosotros, sin embargo, olvidamos al que es nuestra Vida y nuestro Todo. Por eso, los Padres espirituales, en la tradición del Deuteronomio y de los profetas, insisten en la oración como un «recuerdo de Dios», un frecuente despertar la «memoria del corazón»: «Es necesario acordarse de Dios más a menudo que de respirar» (San Gregorio Nacianceno). Pero no se puede orar «en todo tiempo» si no se hace, con particular dedicación, en algunos momentos: son los tiempos fuertes de la oración cristiana, en intensidad y en duración”

Allí está. La oración del servidor debe ser actual y en el momento ser creada, no con un libro y un lápiz, pero con el corazón.

Pero además debemos de entender que el compromiso de amarle, significa que la misma oración nos llevará a reconocer que debemos de sufrir consecuencias con experiencias que al momento las sentiremos negativas, pero que al final del proceso y mediante nuestra constante oración, nos llevará a una vida nueva y más fiel a su voluntad. (Esto lo compartiremos en detalle en el tema “La oración del Señor”) Además en la manera en la que profundicemos en la oración y comprendamos mejor nuestro compromiso adquirido, entonces entenderemos también que simplemente doblar nuestras rodillas no será suficiente, cuando vemos las necesidades por las que atraviesan todos los miembros de nuestra familia, los hermanos en nuestra comunidad y los necesitados de nuestra sociedad. Porque es fácil y cómodo solamente orar, cuando vemos que nuestra familia se pierde en violencia doméstica y nuestros hijos se ahogan en drogas y pandillas; en prostitución y en las cárceles. Claro que Dios obra, pero él necesita de nuestra acción. Jesús mismo fue acción. Él oraba y actuaba. No se conformaba con solamente decir: “Abbá papito”, sino que ponía en acción el plan perfecto de amor del Padre para la humanidad.

Jesús empezó su misión en medio de su familia (bodas de Caná Jn 2:3-8) y luego en medio de su sociedad (aunque en un par de ocasiones se salió para obrar de acuerdo a la fe Mc 7:24-30) Por lo tanto nuestra oración debe de ser complementada con la acción de nuestras vidas, dando un claro ejemplo de lo que vivimos.

Orar en los acontecimientos de cada día y de cada instante es uno de los secretos del Reino revelados a los «pequeños», a los servidores de Cristo, a los pobres de las bienaventuranzas. Es justo y bueno orar para que la venida del Reino de justicia y de paz influya en la marcha de la historia, pero también es importante impregnar de oración las humildes situaciones cotidianas. Todas las formas de oración pueden ser la levadura con la que el Señor compara el Reino” NC 2660

Pero para ello debemos también reconocer que la oración es un campo de batalla en el que los participantes son los espíritus del mal (Efe 6:12) y nosotros, fortalecidos en el Espíritu Santo. También nos damos cuenta que en esas luchas que empiezan en el corazón, continúan en la mente (psicosis) Es que el enemigo es bien astuto y se hace uso de todas las herramientas disponibles para contrarrestar nuestra oración, para ir aniquilándonos de a poquito en poquito. Es que en medio de la oración que se hace profunda, más profunda se hace la batalla con el enemigo, hasta el momento en el que dejemos de ser nosotros los que peleamos y dejando que sea el Espíritu del Señor el que tome control de todo cuanto sea la comunicación con Dios.

El enemigo va a sacar a relucir todo aquello que hemos hecho hasta el momento y aun más las cosas que tenemos ocultas en lo más intimo de nuestro ser, en donde pensamos que lo ocultamos al Creador, el enemigo lo conoce a plenitud y aunque el Señor lo sabe y desea que por nosotros mismos lo confesemos, al no hacerlo, el mismo enemigo lo confiesa por nosotros y en ello nos deja con vergüenza y por ende con cargo de conciencia y ello nos lleva a mejor no seguir con la oración.

Pero nuestra oración debe de ser de fe, confiando plenamente que el Señor está a nuestro lado y que la batalla ya está ganada y creer en su palabra y en su amor que salimos victoriosos por su amor que nunca nos deja ni abandona.

Entonces para reconocer que la batalla ya está ganada, tenemos que creer a ciegas y por lo tanto, debemos de preocuparnos simplemente por hablar con él, mientras que los ángeles nos protegen de día y de noche, pues ellos nos rodean como un muro protector en contra de los ataques incendiarios del enemigo. Por eso nuestra oración debe de ser alabando y glorificando su nombre que esta sobre todo nombre (Fil. 2:9-11)

“La oración es un don de la gracia y una respuesta decidida por nuestra parte. Supone siempre un esfuerzo. Los grandes orantes de la Antigua Alianza antes de Cristo, así como la Madre de Dios y los santos con El nos enseñan que la oración es un combate. ¿Contra quién? Contra nosotros mismos y contra las astucias del Tentador que hace todo lo posible por separar al hombre de la oración, de la unión con su Dios. Se ora como se vive, porque se vive como se ora. El que no quiere actuar habitualmente según el Espíritu de Cristo, tampoco podrá orar habitualmente en su Nombre. El «combate espiritual» de la vida nueva del cristiano es inseparable del combate de la oración” NC 2725 (ver también 409 y 2015)

Cuanto más oremos, más consientes debemos de estar que la oración nos lleva a una vida diferente; Especialmente debemos de comprender eso en la medida en la que nos vamos profundizando en el servicio que prestamos como líderes que nos creemos capaces de dar de lo que recibimos en medio de la oración.

Al final de cuentas la oración puesta en acción nos encamina por el camino que nos lleva hacia la santidad. Esa santidad la alcanzaremos el día en que el Señor decida levantarnos en gloria, pero no sin las tribulaciones que esto acarrea, pero el servidor que vive en constante oración, hace de su vida una oración expresada en la manera en la que se relaciona con los demás.

Las expresiones de fe se hacen vida en la profundidad de nuestra oración, una que se hace sin distracciones materiales y sin dejar que la oscuridad de este mundo nos aparte de la luz que encontramos en Jesús al colaborar con la obra ha la que hemos sido llamados a realizar.

No nos dejemos conducir por los desvíos que no nos llevan a ningún lugar, que aunque parecen reales, no son más que senderos de oscuridad, iluminados solamente con las distracciones del mundo, así como las luces neón iluminan a baja intensidad, de la misma manera nos dejamos conducir por el mudo que nos rodea, con sus preocupaciones, con sus debilidades y sus astucias cuando nuestra oración en ves de ser profunda, se conforma con rezo pre escrito que en el instante de ser puesto en papel; al autor le sirvió en un momento determinado de su vida, pero que a nosotros no nos servirá, pues todos somos uno, creados individualmente (ni los gemelos son idénticos) por las manos de Dios y por lo tanto somos nosotros los que debemos de escribir en nuestro corazón lo que vivimos en el camino que nos lleva a la santidad (Jn 14)

En ocasiones y por causa de lo que nos pasa en la vida, podemos experimentar que nuestra oración no es lo suficientemente “buena” y por ende empieza una nueva lucha entre el orar o no orar, pues mi oración está fría o porque cada ves que oro, siento escalofríos o miedos y así decidimos mejor no orar y vence más el miedo y la frialdad que el poder del Espíritu del Señor.

Por último, al reconocer que la oración nos lleva a un compromiso, debemos de aceptarlo y también despojarnos de todo cuanto somos y cuanto tenemos para alcanzar una vida completa en el servicio que brindamos. No nos sintamos decepcionados, ni tristes, ni desanimados al aceptar el compromiso de dejarlo todo. Dios nos da la oportunidad de ser pobres de espíritu (Mt 5:3) En el momento en el que digamos: ¿Para qué orar?, entonces estamos dejando que el enemigo rompa las filas de los ángeles que nos protegen. No porque ellos no sean fuertes, si no que es porque nuestra debilidad hace débil nuestras defensas.

“Por último, en este combate hay que hacer frente a lo que es sentido como fracasos en la oración: desaliento ante la sequedad, tristeza de no entregarnos totalmente al Señor, porque tenemos «muchos bienes»; decepción por no ser escuchados según nuestra propia voluntad; herida de nuestro orgullo que se endurece en nuestra indignidad de pecadores, alergia a la gratuidad de la oración… La conclusión es siempre la misma: ¿Para qué orar? Es necesario luchar con humildad, confianza y perseverancia, si se quieren vencer estos obstáculos” NC 2728

Que hermoso es ver cuando el buen servidor reconoce el verdadero significado de la oración y a lo que orar nos lleva. Nunca podremos ser verdaderos fieles servidores, cuando no hablamos con Dios. Nunca podremos predicar un mensaje verdadero cuando la verdad no mora en nuestros corazones. Nunca podremos predicar la luz de Cristo en nuestro hogar y comunidad, cuando la luz de Cristo está ausente de nuestro corazón.

Orar para creer y creer para obrar. Si no oramos no veremos la gloria de Dios y por más que hagamos como servidores, se quedará solamente en actos vanos como los rezos. Al contrario la oración hecha con fe nos lleva a la vida eterna. ¡Amén, gloria a Dios!

Jesús nos invita a buscarlo en Espíritu y verdad

El orar en Espíritu y en verdad

La Biblia nos relata una historia bien interesante sobre lo que es buscar al Padre en Espíritu y verdad: “Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad.»” Jn 4:23-24 (leer desde el verso 5 al 24)

¿Pero qué significa ese adorarlo en espíritu y verdad? Pues significa que estamos vinculados a él en conciencia, pero no obligados a él. Es decir que nuestro ser interior estará unido a él, pero sin ser forzados. Y el mismo Señor Jesús nos lo enseñó, dándose a sí mismo y mostrándonos su vinculación con el Padre, no forzadamente, sino que en una manera humilde, no obligado, pero con el libre deseo de hacerlo.

Por otro lado tenemos que estar conscientes que al adentrarnos a la oración interior, estamos aceptando voluntariamente tener ese encuentro personal con Jesús, así como él tuvo ese encuentro personal con su Padre. Veamos por ejemplo el Evangelio de San Lucas 22:39-42: “Después Jesús salió y se fue, como era su costumbre, al monte de los Olivos, y lo siguieron también sus discípulos. Llegados al lugar, les dijo: «Oren para que no caigan en tentación» Después se alejó de ellos como a la distancia de un tiro de piedra, y doblando las rodillas oraba con estas palabras: «Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» Entonces se le apareció un ángel del cielo para animarlo. Entró en agonía y oraba con mayor insistencia. Su sudor se convirtió en gotas de sangre que caían hasta el suelo”

Que hermoso encuentro de Jesús con Abbá papito. Se debe llegar a tal punto que podamos dialogar con él de tal manera que en nuestro interior podamos descubrir el deseo fecundo del Padre para nuestras vidas. Y claro eso significa sacrificio y entrega total, aceptando lo que él disponga y no lo que nosotros queramos de él.

En nuestra oración buscamos no como Dios me puede agradar a mí, sino: como yo puedo agradar a Dios. Además recordemos que a Dios no lo debemos de buscar solamente en la algarabía (bullicio desordenado) y en medio de la euforia, más bien debemos buscarlo en el silencio de nuestras almas, ya que es ahí en donde verdaderamente podremos escuchar su Palabra. “La oración de fe no consiste solamente en decir «Señor, Señor», sino en disponer el corazón para hacer la voluntad del Padre” NC 2611 (Mt 7, 21)

En la alabanza le cantamos y nos llenamos de alboroto y romanticismo; Más no debemos de quedarnos en ese momento. Tenemos que ir profundizando y poco a poco ir del canto alegre y precipitado, al momento de introducirnos a la presencia del Espíritu Santo. Es decir dejar que sea el mismo Espíritu del Señor, el que tome control de nuestra oración. (Rom. 8:26)

Hay que soltarnos al Espíritu de bondad, desistiendo de nosotros mismos para que él ilumine nuestro ser y, que sea él el que nos introduzca a la verdad total en medio de nuestra oración.

La pregunta que posiblemente nos estamos haciendo en este momento es: “¿Qué verdad es la que encontramos en nuestra oración?“ Pues la de conocer al Padre que nos aparta de nuestra condición material y nos acerca a su presencia como el Padre Bueno que atiende a nuestras súplicas, desde la parte más profunda de nuestros corazones (1 Cor. 2:11-12)

Es en éste momento, en el que tenemos la oportunidad de abrirnos completamente ante su presencia. Es aquí en donde posiblemente algunos de nosotros dejaremos que el Espíritu mueva nuestras lenguas y hablemos en idiomas en los cuales el mismo Espíritu nos conceda para hablar con el Padre (Hc. 2:1-4)

Es aquí en donde nos preparamos para el siguiente paso de la adoración. Aquí dejamos todo nuestro dolor, angustia, pena, sufrimiento o alegría, para no pensar en nada más en querer iluminar nuestro corazón con la presencia de Dios. Es el momento en el que dejamos nuestras peticiones a un lado y vamos adentrándonos más al amor del Padre.

De alabanza a la contemplación

Hay unos puntos que tenemos que tomar en cuenta cuando nos iniciamos en el camino de la oración.

La alabanza

La adoración

La contemplación

Es bueno mencionar que el método que usemos personalmente, puede ser muy distinto al que aquí nos referimos, pues cada uno de nosotros llevará una vida de oración muy diferente de otras personas y, la experiencia a su vez será distinta una de la otra.

Debemos notar también que el deseo de orar debe de ser sincero, exponiendo todo lo que somos al Padre. Recordemos que podemos engañar a muchas personas, e inclusive podemos hasta engañarnos a nosotros mismos, pero a Dios nunca lo podremos engañar. Él nos conoce mejor que nuestras propias madres. Dice su palabra: “Escúchenme, islas lejanas, pongan atención, pueblos. Yahvé me llamó desde el vientre de mi madre, conoció mi nombre desde antes que naciera” Is. 49:1. Por lo tanto seamos sinceros ante la presencia del Señor.

La alabanza

Es la manera usual en la que empezamos nuestro diálogo con el Padre. Es aquí en donde comenzamos a calentar el motor del vehículo que nos llevará hacia la presencia de Dios. “La alabanza es la forma de orar que reconoce de la manera más directa que Dios es Dios. Le canta por él mismo, le da gloria no por lo que hace, sino por lo que él es” NC 2639. Es a través de los cánticos y de nuestra unión en la alegría del espíritu, como podemos dar inicio a una oración profunda, agradeciendo al Señor su inmensa misericordia por cada uno de los momentos en los que él ha obrado por nosotros.

Es éste el paso que necesitamos muchos de nosotros, para quebrantar el hielo de los corazones. La alabanza es la manera en la cual integraremos nuestro espíritu con el Espíritu del Padre, preparándonos interiormente con el deseo de dialogar con él y el deseo de visualizar su rostro (Fil. 4:4-7) Como nos dice el Santo Job: “¡Ojalá que mis palabras se escribieran y se grabaran en el bronce, y con un punzón de hierro o estilete para siempre en la piedra se esculpieran! Bien sé yo que mi Defensor vive y que él hablará el último, de pie sobre la tierra. Yo me pondré de pie dentro de mi piel y en mi propia carne veré a Dios. Yo lo contemplaré, yo mismo. Él es a quien veré y no a otro: mi corazón desfallece esperándolo” Job. 19:23-27

Desde el momento de la alabanza, nuestras almas empezarán a disfrutar de la presencia del Padre en el Espíritu Santo, lanzando nuestra oración al Señor en una acción de gracias y llenando nuestro ser de un gozo tal que podremos desde el mismo inicio experimentar a Dios obrando desde ya, en nuestras vidas (Sal. 68:33-36; Ex. 15:11-18)

La adoración

Es la primera actitud de nuestro espíritu al reconocer que hablar con el Padre a través de Jesús, lo hacemos libre de todo pensamiento material y que lo reconocemos en el silencio de nuestros corazones, un momento lleno de entrega y humildad, aceptando su Espíritu de amor y bondad en lo más profundo de nuestro ser, teniendo en cuenta que somos sus hijos amados.

Es éste el momento en el que el Espíritu conduce nuestras almas a la exaltación del Padre. Es el tiempo en el que lanzamos palabras llenas de humildad, reconociéndolo como el verdadero Dios; como el verdadero Señor de nuestras vidas; como el que nos muestra su imagen preciosa, con los brazos abiertos y diciendo a nuestros corazones “¡Hijo te amo, hija te amo!“

Podemos reconocer a través de la adoración, que él está verdaderamente ahí al lado nuestro y que con nuestras palabras, exaltamos su nombre alabándolo y glorificándolo en lo más íntimo de nuestro ser (Sal. 96:1-7)

Adorarlo es hacerlo nuestro verdadero Padre, es saber escucharlo y saber atender a su voz en nuestros corazones; Es poder palparlo y abrazarlo en medio de nuestras penas, dolores y sufrimientos; Es decirle un “¡Te alabo y te exalto, porque tú eres mi Dios y mi Señor! “ Es poder derramar lágrimas de alegría; es extender nuestros brazos y cantarle aleluya desde lo más profundo de nuestro corazón; Es poder decirle Abbá papito; es injertarnos en toda su grandeza y proclamarlo Rey de reyes y Señor de señores.

“Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la «nada de la criatura», que sólo existe por Dios. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en la Magnífica, confesando con gratitud que él ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo. La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo.” NC 2097

La contemplación

Es el momento en el que profundizamos en nuestro diálogo con el Padre, el instante en el que contemplamos el rostro del Señor.

Hablar de contemplación significa que, nos dejaremos llevar por la presencia de Dios, experimentando el estar a su lado, desde el punto más profundo del corazón, en el silencio de nuestras almas.

Es por ello que muchos de nosotros no alcanzamos éste nivel de oración. Nos esforzamos en pensar como Dios nos va agradar y no guardamos el silencio necesario.

Contemplarlo es vernos anonadados ante su presencia, es no pensar en “yo y Jesús “, sino en el Jesús total.

En la oración de contemplación, buscamos siempre a Jesús a quien no se le tiene que dirigir palabra alguna para poder disfrutar de su presencia. Más bien, se trata de verlo y de escuchar su voz en nuestro corazón (Hc. 2:25-28) Porque si es cierto que a Dios no se le puede ver, también es cierto que lo podemos contemplar a través de ver a Jesús, pues “él es la imagen del Dios que no se puede ver” Col. 1:15.

Es en éste momento en el que podremos experimentar su real grandeza, dirigiéndose a nosotros con amor y ternura. Es poder ver su imagen reflejando su Luz eterna sobre nosotros, sembrando en nuestros corazones un espíritu de paz y de armonía.

Qué más se podrá decir de este momento tan especial, si no lo vivimos, si no lo experimentamos nosotros mismos, nunca podremos descifrarlo a plenitud.

Entonces diremos que la contemplación es el momento más importante dentro de la oración, pues ella nos lleva directos a la presencia de Dios por medio de Jesús a través del Espíritu Santo.

Para terminar esta sección, tenemos que recordar dos aspectos importantes dentro de la vida del servidor de Dios: 1. Que somos sus hijos y 2. Que tenemos que vivir, una vida constante de comunicación con él. Voy a recordar nuevamente esto: “No podemos ser fieles servidores, cuando solamente nos dedicamos a hablar de Dios a los demás” Por el contrario, nuestro deber como cristianos servidores es el de tener un diálogo constante con el Padre, para poder llevar su mensaje de salvación a la humanidad. Tenemos que vivirlo y disfrutarlo en la oración, para trasmitir esa misma alegría a los corazones que están en necesidad de experimentar la paz y la alegría del Señor.

“Vivan orando y suplicando. Oren en todo tiempo según les inspire el Espíritu. Velen en común y prosigan sus oraciones sin desanimarse nunca, intercediendo a favor de todos sus hermanos” Ef. 6:18

La búsqueda de Dios se hace más profunda cuando lo buscamos no en una vida material y mundana, más bien, en nuestro propio espíritu, porque esa es la realidad de nuestro servicio y si no comprendemos esto, ¿entonces qué tipo de servidores somos?

La Eucaristía como centro de nuestra oración

Bueno, una de las muchas maneras, en las cuales podemos experimentar la presencia del Señor en nuestras vidas, es por medio de la Santa Eucaristía (la más importante) Un buen servidor, tiene que ser consciente de la importancia de comulgar constantemente, pues el hecho de hacerlo, nos acerca más a Dios, ya que en el Cuerpo de su Hijo Jesús, encontramos su bendita presencia y al comulgar, estamos diciendo: “Sí Padre te amo y en tu amor me refugio”.

Un buen servidor tiene que tener presente que antes de estar al servicio de Dios, antes de servirle a los demás, antes de visitar enfermos, asilos, cárceles, tiene que primero que nada estar en comunión con el Padre. Te imaginas tú que estás invitando a todo el mundo a una gran cena para celebrar tu aniversario de bodas y preparas comida para toda la gente y de todas las invitaciones que has mandado, solamente unos cuantos se aparecen. Cómo te sentirías con esa respuesta de tus amistades. Y lo que más dolería sería que los que no asistieron, empezaran a hablar de tu fiesta, sin siquiera ellos haber estado en ella.

De la misma manera hermano, si asistimos a la comunión, si asistimos a compartir el Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestra conciencia tiene que estar limpia, pues si vamos a comulgar en pecado, eso mismo nos llevará a nuestra propia condenación. Como nos dice la primera carta a los Corintios 11:26-29 “Fíjense bien: cada vez que comen de este pan y beben de esta copa están proclamando la muerte del Señor hasta que venga. Por tanto, el que come el pan o bebe la copa del Señor indignamente peca contra el cuerpo y la sangre del Señor. Cada uno, pues, examine su conciencia y luego podrá comer el pan y beber de la copa. El que come y bebe indignamente, come y bebe su propia condenación por no reconocer el cuerpo”

Cuando uno vive con conciencia intranquila, puede llegar a cometer errores que luego vamos a querer quitar de nuestras vidas, pero que por el tiempo que llevamos en ello, se nos hace difícil de hacerlo. Es decir que cuando nosotros vivimos en constante pecado, cualquiera que este sea, ello nos aparta de la presencia de Dios.

Dios se dio a sí mismo por amor. Él, en su grandeza, se partió por cada uno de nosotros. “Después tomó pan y, dando gracias, lo partió y se lo dio diciendo: “Esto es mi cuerpo, que es entregado por ustedes. Hagan esto en memoria mía” Lc. 22:19

Tomó el Pan y lo partió. El amor del Padre no se queda reflejado solamente en la Cruz del Calvario. ¡No! Su amor eterno lo plasmó en el momento de la consagración de la Santa Eucaristía.

Muchos de nosotros los servidores, no creemos en el poder de la comunión. No logramos muchas veces comprender el poder sanador y salvador del Cuerpo y la Sangre. Por eso es que venimos a servir, no más por servir, sin experimentar a plenitud su grandeza en nuestras propias vidas.

Cuando reconocemos su poder, cuando podemos experimentar su bendita presencia en medio de esa consagración, es cuando verdaderamente vamos a servir al Dios verdadero y no al dios que nosotros inventamos, al que decimos servir.

Además si decimos que creemos en ese Cuerpo partido, pero no comulgamos, entonces verdaderamente no lo creemos. Debemos de ser honestos con nosotros mismos y honestos con los hermanos a los que servimos. Qué clase de ejemplo estamos poniendo a los demás, cuando nosotros mismos no hacemos lo que predicamos. Recuerda Jesús puso un ejemplo claro. Él hacía lo que predicaba. Cuando él dijo: “Esto es mi cuerpo, que es entregado por ustedes… ” Él cumplió lo que dijo. Él no se anduvo con tantos cuentos. Él no predicó, solamente para que el pueblo dijera: “que bonito predica” Él predicó con su propio ejemplo y por lo tanto si nosotros nos decimos servidores o discípulos del Señor, tenemos que estar plenamente viviendo lo que estamos predicando.

¿Cuántos de nosotros, solo llevamos almas a los pies de Jesús y no venimos nosotros mismo a sus pies? No es posible que tanto tú como yo, no vivamos de acuerdo al Evangelio, de acuerdo a la voluntad de aquel que es Todo poderoso.

Jesús mismo lo dijo: “Hagan esto en memoria mía” Pero qué es lo que está pasando con nosotros. Qué es lo que está verdaderamente sucediendo en nuestras vidas que ya no nos importa la presencia de Jesús en la Santa Eucaristía. Tanto así estamos, que cuando servimos, decimos que estamos con un corazón entero y dispuesto a ser, su santa voluntad, pero vivimos nuestras vidas sin compartir su Cuerpo y su Sangre. Esto hermano de mi corazón es falsedad.

Si tú estás viviendo en pecado y sabiéndolo, de todas maneras le sirves al Señor, Tu servicio, será tomado en cuenta, pero no sé si verdaderamente entrarás a la tierra prometida. “Y le dijo Yahvé: «Esta es la tierra que prometí a Abrahán, a Isaac y a Jacob, y juré que se la daría a su descendencia. Dejo que la veas con tus propios ojos, pero no entrarás en ella» Allí murió Moisés, siervo de Yahvé, en el país de Moab, conforme Yahvé lo había dispuesto” Y todo por una desobediencia de Moisés.

Si estás en pecado, te invito a que te confieses y con un corazón arrepentido, vengas hoy a entregarte a Jesús, compartiendo su cuerpo y su Sangre.

Si tú no estás casado, hoy te invito a que te cases, y así en compañía de tu cónyuge, puedan juntos experimentar la presencia bendita del Señor.

Un verdadero servidor, es aquel que, con un corazón abierto se humilla ante su presencia y arrepentido de sus pecados, comparte su Cuerpo y su Sangre. Ese Cuerpo es el que nos da las fuerzas para seguir adelante. Esa es la Sangre de la Nueva alianza. Esa Sangre que es el manantial de agua viva, de la cual ya nunca tendremos más sed.

La Santa Eucaristía es “El alma de todo apostolado” NC 864 Es decir que sin compartir su Cuerpo y su Sangre, nunca podremos verdaderamente participar de un apostolado total y real.

“Los laicos, consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, están maravillosamente llamados y preparados para producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu; incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo, que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor” NC 901

Dios Padre es un ser de amor y sobre todo de mucha paciencia con sus hijos amados. Él siempre está en espera a que retornemos a él y qué, como invitados especiales, disfrutemos de su Carne y su Sangre en plena acción actuando en nuestras propias vidas.

Ya no sirvamos a medias, pues aunque consagremos nuestras vidas al servicio del Señor, pero si no comulgamos, entonces ¿cómo podremos verdaderamente vivir ese servicio que prestamos a los demás?

“Nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo” NC 1000 En ella, podremos verdaderamente alcanzar la vida eterna. Ella es como un anticipo de la gracia divina en nuestras vidas de alabanza y oración y nos acerca más y más a nuestra morada eterna, la Nueva Jerusalén. Ala vez, nos prepara con anticipación para el día de la resurrección. “Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la Eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección ” NC1000

En la Eucaristía, podemos encontrar la respuesta a nuestras propias necesidades, y consagrados en ella, podemos a su vez, encontrar la paz anhelada en nuestro corazón.

“Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos «manifestaremos con él llenos de gloria»” (Col 3, 4) NC 1003

Por lo tanto podemos decir entonces que la Santa Eucaristía, es el centro de nuestra vida cristiana y, sobre todo es el centro de nuestra propia vida en Cristo Jesús.

¿Quieres alcanzar la vida eterna? ¿Quieres servir a Dios todo poderoso? ¿Quieres que él haga prodigios y grandes milagros por medio de ti? Si tu respuesta fue sí a todas estas preguntas, entonces es necesario, que no solamente prediques y le sirvas como cualquier otro o como hermano separado. Tienes que servirle realmente en cuerpo, alma y espíritu. Recuerda que Juan nos dice en su Evangelio: “Llega la hora y ya estamos en ella en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” Jn. 4:23

Dios nos quiere enteros a su servicio y no a medias. Lo vuelvo a repetir: “si no estás comulgando, tu servicio esta a medias” No hay excusa para el católico consagrado, para no comulgar. No hay manera de evadir la verdad y la realidad de nuestro servicio. Solamente cuando compartimos el Cuerpo y sangre de Cristo Jesús, es como verdaderamente serviremos a plenitud y con entera confianza traeremos almas a los pies de Jesús, pues nosotros vivimos lo que estamos predicando.

Yo sé que es duro lo que estamos leyendo, pero así como es de duro, así de plenitud, será nuestra ida al cielo y sobre todo de mucha alegría en el momento en el que frente al rostro del Padre, podamos decir: “Padre misión cumplida ” ¡Amén! ¡Aleluya!

Entonces hermano confiesa tus pecados y comulga para la gloria del Padre, Hijo y Espíritu Santo.

La oración del Señor

“El Hijo de Dios hecho Hijo de la Virgen aprendió a orar conforme a su corazón de hombre”. NC 2599

Jesús oró en todo momento. Antes de un milagro (Mt. 15:35-36) Durante su martirio en la Cruz del Calvario (Mc. 15:33-34) El Señor nunca dejó la comunicación con el Padre. Inclusive en los momentos en que pareciera que no mucho le interesaba los dolores de los demás, él siempre estuvo orando (Jn. 11:21-22; 38:44)

El Señor siempre oró confiado en que el Padre lo escuchaba siendo toda su oración llena de entrega y humildad, dejando que fuera Dios mismo, quien obrara desde antes que se lo pidiese (Jn. 11:41-43)

A pesar de su humanidad, Jesús nunca se dejó llevar por las circunstancias que le rodeaban, ni por los problemas, cansancios ni dolores (Mc. 4:35-40) Él siempre sostuvo la comunicación con el Padre hasta el máximo, dando su propia vida por obedecerle. De la misma manera nuestra vida de oración debe de consistir en entrega y sacrificio, en obediencia y en amor (NC 2549)

Jesús nos enseña que debemos de confiar plenamente en el Padre, que nunca vengamos a él sin creer que lo necesitamos, él ya nos lo a concedido (Mt. 6:6)

Además el Señor también nos enseña que debemos tratar de alejarnos del bullicio del mundo. Que constantemente busquemos los lugares más silenciosos. Él, aprovechó a plenitud esos momentos a solas con el Padre, compartiendo su oración humana, en medio de sus debilidades y angustias, (Lc. 22:41-42) pidiendo constantemente por cada uno de sus seguidores y por las necesidades de su pueblo (Jn. 17:9-11)

Jesús nos pide que dediquemos tiempo para nuestra oración personal. Que por un momento nos apartemos de lo que nos rodea y que sin desanimarnos doblemos nuestras rodillas para hablar con el Padre que escucha y que atiende a nuestras súplicas y que nos aparta de las tentaciones del enemigo (Mc. 14:37-38)

Uno de los aspectos más importantes de la oración de Jesús es que nos guía a la presencia del Padre a través de la oración de contemplación, es decir que nos lleva a un acercamiento más directo con Dios, hasta el punto tal que podemos lograr visualizarlo en el mismo Señor Jesucristo (Jn. 14:7-14 y Col 1:15)

Si verdaderamente deseamos llegar a éste momento, debemos reconocer que a Dios se le busca en los buenos y en los malos momentos. Hay quienes lo buscan solamente cuando se encuentran enfermos o porque sus hijos tienen problemas, etc., olvidándose de él cuando se encuentran bien.

Es por ello que se hace muy difícil para muchos de nosotros lograr comprender del por qué estamos en tal situación (de enfermedad o dolor), y por más que pedimos al Padre que nos sane, es como que él no nos escucha. Pero debemos de aprender a perseverar en esos momentos de angustias, penas o enfermedades, sin preocuparnos del por qué Dios no nos atiende, más bien dándole gloria por los momentos difíciles que atravesamos.

Santa Rosa de Lima, oraba de la siguiente manera: “¡Padre, aumenta mis dolores, pero con la misma medida, auméntame tu amor! “ Su bella oración nos enseña que tenemos que ir más allá del tiempo o el momento en el que nos encontramos; y es precisamente en ese instante en el que verdaderamente nos acercamos más y más al Señor.

Por otro lado Jesús siempre estuvo atento a las necesidades de su comunidad. Cuando vio al gentío, les pidió a sus apóstoles que les dieran de comer y ellos respondieron que no tenían que y que la tienda más cerca estaba a unas cuantas millas de distancia. Pero Jesús les vuelve a insistir y pregunta que es lo que hay de comer: “Al oírlo Jesús, se retiró de allí en una barca, aparte, a un lugar solitario. En cuanto lo supieron las gentes, le siguieron a pie de las ciudades. Al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos. Al atardecer se le acercaron los discípulos diciendo: «El lugar está deshabitado, y la hora es ya pasada. Despide, pues, a la gente, para que vayan a los pueblos y se compren comida.» Mas Jesús les dijo: «No tienen por qué marcharse; dadles vosotros de comer.» Dícenle ellos: «No tenemos aquí más que cinco panes y dos peces.» Él dijo: «Traédmelos acá.» Y ordenó a la gente reclinarse sobre la hierba; tomó luego los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición y, partiéndolos, dio los panes a los discípulos y los discípulos a la gente. Comieron todos y se saciaron, y recogieron de los trozos sobrantes doce canastos llenos. Y los que habían comido eran unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños” Mt 14:13-21

¡Que tremendo! Jesús les pide que ellos le den de comer, pero como iban a dar cuando no tenían ni ellos mismos. Jesús dio, porque él tenía una fuente inagotable y no porque fuera Dios mismo encarnado (de ser así él mismo se aprovecharía y no trataría de orar), más bien nos demostró que solamente con la oración podremos alcanzar lo deseado.

¿Estamos nosotros alimentando a nuestras ovejas? (dejar un momento para ello) Si no aprendemos de Jesús, en la manera en la que él siempre buscaba sus momentos a solas, nunca podremos nosotros realmente ser fieles servidores del Señor.

Aunque Jesús estuvo siempre rodeado de gente (gentuza), él siempre busco sus momentos a solas y eso lo vimos en la cita antes mencionada. Además lo podemos ver en los versos que continúan en ese mismo capítulo (Mt 14:22-25) Nosotros como discípulos debemos de hacer lo mismo. Retirarnos a nuestro lugar de oración. Este puede bien ser nuestro cuarto o tal vez nuestro rinconcito frente al Santísimo. Que sé yo. Lo importante es que estemos siempre abiertos a nuestra oración constate como la de Jesús y que si los apóstoles hubieran comprendido todo esto antes de que el Señor partiera, entonces bien hubiesen alimentado a toda esa gente. Si tan solo comprendieran que solamente por medio de la oración se alcanza lo deseado.

El momento crucial de la oración de Jesús fue allá clavado en el madero del Calvario, cuando con el dolor físico lo estaba terminando, levanto los ojos al Cielo y dijo estas palabras: “Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: «Eloí, Eloí, ¿lemá sabactaní?», -que quiere decir- « ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» Al oír esto algunos de los presentes decían: «Mira, llama a Elías.» Entonces uno fue corriendo a empapar una esponja en vinagre y, sujetándola a una caña, le ofrecía de beber, diciendo: «Dejad, vamos a ver si viene Elías a descolgarle.» Pero Jesús lanzando un fuerte grito, expiró. Y el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo. Al ver el centurión, que estaba frente a él, que había expirado de esa manera, dijo: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios.»” Mc 15:33-39

Eso es el momento crítico para nosotros los servidores que queremos imitar en todo al Señor. El problema es que solamente lo queremos imitar haciendo milagros, pero nunca doblando rodillas para alabarlo y glorificarlo. Oramos solamente para pedir y pedir y no para ensalzar su bello nombre

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A mi fiel servidor

A mi fiel servidor:

Amado amigo, hoy tomé la decisión de escribirte estas líneas para decirte lo mucho que te amo por todo el esfuerzo físico y espiritual que realizas en las labores que te corresponden como mi fiel servidor sobre la tierra.

De todos los servidores que tengo, tú eres el más importante. A ti te he escogido para que representes mi persona en medio de todo este pueblo que necesita saber más de mí. Recuerda que no fuiste tú el que me escogió, fui yo quién lo hizo y tu el que desde el momento de nuestro maravilloso encuentro, aceptaste la invitación que te hice.

Hoy quiero animarte a que no desfallezcas, que aunque pareciere que no estoy a tu lado, ¡lo estoy!; es por ello que no debes de doblegar tu cabeza ante las apatías de los demás, que tu espíritu, que es el que mi padre sopló sobre ti el día que fuiste engendrado en el vientre de tu madre, no debe de sentirse abatido, sino por el contrario, debe siempre de mantenerse firme como yo me mantuve soportando las humillaciones, los golpes, los falsos testimonios, aceptando los látigos y la corona de espinas, cargando con la cruz de tus pecados y al final el ser crucificado, dando mi propia vida por la salvación de tu alma.

No puedes ser como los demás; debes de ser quién eres, humilde y manso, aceptando el plan que mi padre tiene reservado para todos aquellos que se mantienen firme hasta el final. Tú estás dentro de ese plan perfecto. Recuerda que Isaías escribía inspirado por el Espíritu Santo, “Desde el vientre de mi madre, Dios ya me había llamado por mi nombre.” Hoy te recuerdo que desde el mismo vientre de tu madre, mi padre bueno, ya te había escogido y hasta por nombre te ungió para ser su más fiel servidor.

El mundo está lleno de lobos feroces quienes con sus voces te llaman a ser holgazán y a criticar a los otros que sirven contigo. Todos ellos van a la perdición y yo no quiero que tú te pierdas, quiero que estés presente el día en el que vendré en gloria a levantar a mis siervos, a aquellos que escucharon mi voz como el Buen Pastor que viene en búsqueda de sus ovejas. No quiero que caigas en la misma ceguera que ellos, porque un ciego no puede guiar a otro ciego. Tú no estás ciego, yo soy la luz que ilumina tu existir, el camino verdadero que te lleva al amor, pero si tu no me imitas, poniéndote el delantal para lavarle los pies a tus hermanos, entonces el día del juicio serás condenado a la muerte eterna al lado de todos aquellos que sintiéndose sabiondos y altaneros, no quisieron servir como yo les serví.

Recuerda que tú eres mí elegido, porque así como el padre me eligió a mí, así de la misma manera yo te he elegido a ti, para servir con amor y por amor. Con amor del padre y por amor al prójimo como a ti mismo.

Una vez más te invito a que prosigas el camino, sirviendo aunque los otros no lo quieran hacer. Tú no eres “los otros”, tú eres tú, y solamente tú darás cuentas de tu servicio el día que seas juzgado y, si no serviste de acuerdo al plan de mi padre, entonces aunque me digas “Señor yo en tu nombre hice…” no se te tomará en cuenta y al lago de fuego iras, mientras los fieles irán conmigo al Cielo para la vida eterna.

No quiero que te pierdas, quiero tenerte a mi lado.

Tu Señor y tu amigo

Jesús, que te ama con amor eterno.

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El amor de Dios en medio de su pueblo: parte dos

La liberación:

Veamos por ejemplo al pueblo judío en el país de Egipto. Cuantos años sufrieron de la esclavitud y en medio de sus cadenas, clamaban a Dios por su liberación. Al principio parecía que Dios no escuchaba sus ruegos, pero ellos insistían. Un día de ese mismo pueblo saldría aquel que usado por Dios los llevaría a la liberación.

“Yahvé dijo: "He visto la humillación de mi pueblo en Egipto, y he escuchado sus gritos cuando lo maltrataban sus mayordomos. Yo conozco sus sufrimientos, y por esta razón estoy bajando, para librarlo del poder de los egipcios y para hacerlo subir de aquí a un país grande y fértil, a una tierra que mana leche y miel, al territorio de los cananeos, de los heteos, de los amorreos, los fereceos, los jeveos y los jebuseos. El clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí y he visto cómo los egipcios los oprimen. Ve, pues, yo te envío a Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, los hijos de Israel." Ex 3: 7-10

En términos espirituales, Egipto significa estar amarrado a la esclavitud del pecado. Nuestras vidas han estado atadas a todo aquello que nos ha apartado de Dios y en nuestro interior clamamos constantemente por la liberación de las cadenas y gemimos, pues el pecado, nos lleva directo a la muerte.

¿Cuántas veces no hemos pedido a Dios que nos aparte de todo aquello que no nos permite vivir a plenitud su amor? Pensamos que Dios no escucha y que nos tiene abandonados a una oscuridad profunda. Lo que pasa es que nuestras vidas están siendo limitadas por las consecuencias del pecado y eso nos impide creer que Dios tiene el poder para rescatarnos y darnos libertad.

Nuestro Padre, tiene poder para hacerlo. Él lo hace en el tiempo correcto; aun, cuando nosotros pensemos que no escucha, él siempre ha tendido su mano para consolarnos.

Por otro lado debo de decir que ese Egipto no solamente es el opresor y conductor del pecado, pero que también es experimentar el dolor y el sufrimiento por un hogar que se desintegra a cada momento por la vida de opresión que se vive a diario. Golpes de padres a hijos, de esposo a esposa, de hijos a padres, abusos sexuales, físicos, emocionales y espirituales. Todo eso lleva a vivir un verdadero infierno y ello nos lleva a pensar que la vida se ensaña en contra nuestra. ¿Por qué todo se convierte en esta desdicha? si cuando nos unimos para formar un hogar, todo fue maravilloso. Es exactamente lo que sucedió con el pueblo israelita. Después que José hijo de Jacob fue vendido por sus hermanos, esté terminó en tierras egipcias y después de ser esclavo, pasó a ser el gobernador de todo el país. Todo iba bien, incluso el mismo José invitó a toda su familia a que lo acompañara a disfrutar de las maravillas que Dios había proveído para ellos. ¿Qué pasó después? Las cosas se complicaron y luego de ser un pueblo próspero pasó a ser uno que vivió en la miseria.

Tantos años tuvieron que pasar para que Dios los atendiera y aun así nunca quisieron comprender el amor tan grande que él les demostraba en medio de sus dolores y sufrimientos. Es que debemos comprender que para ser liberados, Dios permite que experimentemos pruebas duras y difíciles y que a travesemos por momentos de desolación en los que pensamos que él no existe. Recordemos que “Dios aprieta pero no ahorca” y aunque pensemos que él nunca nos escucha, debemos de saber que El Padre siempre escucha y siempre está atento para ayudarnos de acuerdo a su plan perfecto de amor.

El pueblo judío se enfrascó a tal grado en su diario vivir, que el tiempo se convirtió en una simple rutina. Cuando nuestras vidas las vivimos solamente por vivirlas, sin un sentido, sin una meta, es entonces que tendemos a separarnos del amor del Padre. Eso mismo sucedió con los judíos. Cuando más seguros se sintieron de lo que tenían y vivían, menos se acordaron de Dios.

Nosotros actuamos de la misma forma: Cuanto más seguros estamos de nuestras propias comodidades, de nuestro trabajo, de nuestros cónyuges, nuestros hijos y de todo aquello sobre lo que tenemos control, menos necesidad tenemos de Dios. ¡Qué tremendo! Es que todo aquello que toma el lugar principal de Dios en nuestras vidas, pasa a ser nuestro dios y al mismo tiempo nuestro Egipto. Debemos de entender que solamente despojándonos de todo eso, es como entonces nuestras voces llegarán al Padre.

Debo de mencionar que no estoy hablando de que las cosas materiales o nuestras familias son nuestra perdición; ¡De ninguna manera! Lo que pasa es que debemos de entender que el poseer todo lo material y no abrirnos al amor hacia los demás, de nada nos sirve. Recordemos nuevamente a José: llegó a ser el segundo del Faraón. ¿De dónde venía? De ser un despojo comprado y vendido al mejor postor. Cuando todo lo tuvo y mientras estuvo agradecido con Dios, todo le fue bien. En el momento en el que su descendencia fue acostumbrándose a todo lo seguro, empezó a olvidarse de dar gracias al Creador. ¿Cómo terminaron? Siendo esclavos. ¡Ah!, pero en el momento en que empezó su sufrimiento y dolor, entonces empezaron a acordarse de que existía un Dios de poder. Solamente mientras estuvieron esclavos; solamente en los tiempos duros, algo así como nosotros en la actualidad cuando todo nos va mal entonces decimos: “Si en verdad existes…”

¿Por qué nosotros los humanos actuamos y reaccionamos de esa manera? Somos seres que aun que seamos “racionales”, nos cuesta admitir que con nuestras actitudes hacia los demás, nos adentramos más y más a las garras del pecado. Bien lo dice la escritura: “En efecto, en el alma perversa no entra la sabiduría, no habita en cuerpo de pecado.” Sab 1: 4

Nos cuesta comprender que mientras vivamos enfrascados en el Egipto de nuestro pecado, nunca lograremos experimentar el amor tan grande del Padre para nuestras vidas. Lo peor de todo es que buscamos un escape a nuestro vivir por rumbos equivocados, en la lectura del tarot, del café, del maíz, lectura de la mano: que porque está línea es de la vida y esta otra del corazón. Nos envolvemos en puros engaños y cuando todo eso sale mal, el culpable siempre es… Adivinaste, ¡Dios!

El pueblo de Israel sufría su esclavitud (Ex 2: 23) El pueblo de Dios “gritaba” en los momentos más desesperantes de su vida. Primero creyeron que con la muerte del opresor (Faraón), iba a acabar la maldición que llevaban sobre cuestas. Al contrario, entre más gritaban, más dura era la mano del hijo del abusador. ¿Por qué esperaron tanto para clamar a Dios? ¿Por qué no lo hicieron desde el principio? Sencillamente porque pensaron que todo lo podían con sus propias fuerzas y que las cadenas que llevaban serían temporales. Exactamente lo mismo piensa el hombre moderno. “Ya no voy a chupar”; “Te prometo que ya no lo vuelvo a hacer”; “Pero compadre, si yo deje de fumar de romplón” “Y si lo dejó de romplón, ¿por qué lo veo fumando nuevamente?” Es que tuve un problema en mi casa y no pude contenerme”

Claro, si todo eso lo dejamos por nuestras propias fuerzas, ¿cómo pretendemos ser libres totalmente? Las cadenas son siempre fuertes y difíciles de romper, pero cuando ponemos nuestra confianza en Dios entonces alcanzáremos la libertad deseada. Por otro lado, hay quienes qué pretenden dejar su pecado con una manda o promesa, pero al cumplirse el tiempo prometido, regresan aun con mayor fuerza pues la confianza, la ponen sobre ello y no realmente en Dios, algo así como el perro que retorna a su propio vómito.

Solamente cuando reconocemos que hemos pecado y que nos hemos separado del Árbol de la vida, es cuando realmente seremos libres. “Pues mi delito yo reconozco, mi pecado sin cesar está ante ti, contra ti solo he pecado, lo malo ante tus ojos yo cometí”. Salmo 51 (50) verso 5

La pregunta viene a ser: ¿Estoy dispuesto a reconocer mi pecado? Y esto no solamente se hace como algo ficticio o sin causa; esto se hace con la plena seguridad en que Dios estará allí para ayudarnos en el proceso con el que empieza una vida nueva y distinta a la que estábamos acostumbrados.

Al reconocer que fallamos, nos abrimos a la inagotable fuente de vida que nos lleva como barco, al soplo de su Espíritu sobre el inmenso mar. No importa cuán pequeño sea nuestro bote, dejémonos conducir por el viento de Dios.

Seamos transparentes y clamemos a Dios por nuestra libertad. Dios sí escucha, y si confiamos plenamente en su poder, veremos que él está siempre dispuesto a tender su mano en el momento menos esperado. Cuando todo nos ha fallado, cuando nuestras fuerzas se acaban y sintamos que no hay más que hacer que esperar la muerte, es entonces que debemos de lanzar nuestras voces hacia él, clamando su misericordia, dejando que nuestro corazón endurecido por el pecado, sea removido por las manos del Padre y en su lugar nos coloque uno nuevo de esponja que sepa absorber la grandeza de su amor libertador.

¿Por qué dejar que el Cochino siga controlando nuestro corazón? ¿Por qué dejamos que nuestras vidas vivan un Egipto eterno cuando la libertad está a un lado nuestro? ¿Por qué dejamos que esas cadenas nos mantengan aprisionado y no solamente a nosotros individualmente, sino que también a nuestra familia entera?

No es posible que podamos vivir en un mundo en el que solamente existen lamentos y lloriqueos. No podemos dejarnos engatusar por los deseos del enemigo que trata de controlar nuestra vida diciéndonos que nunca podremos ser libres. ¿Por qué? ¿Por qué no tenemos el valor suficiente para afrontar nuestra realidad y declarar a viva voz que hemos pecado y que necesitamos de Dios en nuestras vidas?

Es que el dolor, el sufrimiento y las oscuridades que vivimos a diario no nos permiten ver con claridad la grandeza del Padre que siempre está dispuesto a tendernos la mano. Estamos completamente cegados y las escamas del pecado no permiten ver la claridad del amor de Dios en nuestro corazón.

Es cierto que nuestro pecado es “grande” y que debemos de vivir una consecuencia por nuestras acciones; pero la realidad es que si el pecado en nuestras vidas es grande, mucho más grande es el amor de Dios para nosotros y que si la consecuencia del pecado es la muerte, entonces la consecuencia del amor de Dios es la alegría de una vida eterna.

No permitamos que esa realidad sea aniquilada por las fuerzas del Faraón en nuestras vidas. Dejémonos conducir por la vida del Padre hacia nuestra libertad. Hoy salgamos de las tinieblas de ese Egipto y tomados de la mano de nuestro libertador, vayamos hacia la luz de la Verdad.

Solamente confiando plenamente en él, es como viviremos la verdadera vida. Sí, una vida plena que nos conducirá hacia la tierra prometida en donde mana la miel y la leche sin adulterar, en donde hay verdes campos para pastar y ríos cristalinos para beber. “Confía en el Señor, con todo el corazón, y no te fíes de tu propia sabiduría. En cualquier cosa que hagas, tenlo presente: él aplanará tus caminos… ten el temor de Yahvé y mantente alejado del mal. Eso será un remedio para tu cuerpo, y allí encontrarás el vigor.” Prov 3: 5-8

Bendiciones

René Alvarado

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El amor de Dios en medio de su pueblo: Primera parte

La esclavitud

Dios ha creado el universo y todo lo que existe dentro y fuera de él. En medio de su magnífica creación, se dio cuenta que algo hacía falta, que todo lo maravilloso que hizo no estaba completo sin la presencia de un ser que fuera semejante a él. Así lo fue. Creo de la nada al hombre y del hombre a la mujer. Entonces se dijo así mismo: “El universo es ahora completo, pues he creado al que será el heredero del Reino”; y la Biblia nos cuenta en Génesis 1: 26-31 que vivían muy felices dentro del plan perfecto de Dios para sus vidas. Nada les faltaba y nada les sobraba. Todo era pulcro y radiante. Podía convivir con otros seres, las bestias terrestres, las aves del cielo y las criaturas del mar. ¿Qué les faltaba? ¡Nada! Y más sin embargo, el hombre hecho imagen y semejanza de Dios en su Espíritu, fue creado con cuerpo material y esa carne se encargó de llevarlo de la libertad al libertinaje. No se conformó el hombre con tener lo suficiente (que era todo), quería más y entre más tenía más poder obtenía.

Tristemente eso es lo que vivimos nosotros mismos. Somos creaturas hechas por las manos de Dios y en nuestro interior está la gracia del Espíritu de amor que nos brinda libertad y por supuesto, por otro lado está nuestra humanidad (la carne) nos aleja de esa libertad y nos conduce por el camino del libertinaje. Dios nos creo, con libre albedrío

Luego que el hombre (y la mujer también), con pleno conocimiento de las consecuencias, tomó la determinación de comer de ese fruto prohibido, adquirió la responsabilidad de las consecuencias de su acción. Aquí no analizaremos si fue una manzana o una pera, pero nos concentraremos solamente en el acto que separó al hombre del amor de Dios.

Cuando él comió, descubrió que no solamente existe la luz, pero que también existe la oscuridad y las tinieblas. En su aceptación de aquel fruto, descubrió su propia desnudez y su pequeñez ante la grandeza de su creador. ¿Qué fue lo que lo llevó a descubrir todo aquello? No es que Dios lo tuviera oculto y que no quisiera que él fuera descubriendo todos los aspectos de la creación, pero más bien fue su propia naturaleza que lo indujo a la curiosidad y en ella se dejó caer y al reaccionar supo en su corazón que había traicionado a Dios y que con su acto abusó del amor tan grande que el Padre había depositado en él.

En ese momento, al verse descubierto, entendió a plenitud que su tiempo estaba contado, que pasó de un ser inmortal a uno mortal (Sir 18: 8-9) que su vida terminaría que lo que viviera le costaría. Ya nada sería gratuito; con sacrificio se alimentaría y con el sudor de su frente se mantendría. Claro que lo único que permaneció gratuito fue el amor incondicional de Dios para él y si no hubiese sido así, Dios Padre lo hubiera exterminado desde el principio. No fue así. A través del tiempo demostró una y otra vez que su amor es por siempre; perdonando nuestras faltas, sanando nuestras heridas y llevándonos sobre sus hombros cuando cansados del camino nos debilitamos.

Es maravilloso ver como el Padre no sé aparta de nuestro lado aun así nosotros nos alejemos de él. Siempre hemos escuchado ese dicho: “Bendito sea Dios pues encontré a Jesús”. Es que Jesús nunca estuvo perdido. El mismo hombre es quien se ha separado de él y cuando todo le va mal entonces el culpable es Dios.

La realidad de todo es que somos nosotros los que nos apartamos de él con nuestras actitudes y como resultado de ello, nos hacemos esclavos del pecado. Ahora qué, no por eso Dios se aleja de nuestras vidas, al contrario, él siempre está en la búsqueda y a la espera de sus hijos descarriados. Esto está bien claro en la parábola del hijo pródigo. Somos cada uno de nosotros esos hijos que tomamos la decisión de irnos al lodo y más sin embargo en medio de ese mugrero, Dios escucha nuestros ruegos y suplicas.

Dios nos da la oportunidad de conocer la vida, para que veamos lo que mejor nos conviene. Ser libres nos permite escoger entre estar encadenados al libertinaje del pecado o al conocimiento de la Verdad que nos hace libres (Jn 8: 34) Ahora bien, tenemos que discernir sobre esa Verdad de la que habla Jesús. Realmente la Verdad es su amor infinito y si conocemos y vivimos en ese amor entonces seremos verdaderamente libres para perdonar, para aceptar a los demás tal y como son y sobre todo para que nuestras vidas sean consagradas totalmente al Señor en las buenas y en las malas.

No podemos ir por la vida simplemente quejándonos de todo aquello que nos ocurre por consecuencias del mismo abandono o separación de esa Verdad. No debemos por ningún motivo dejarnos dominar por las cadenas que venimos cargando por los años que hemos vivido separados de su amor.

“En verdad, en verdad les digo: el que vive en el pecado es esclavo del pecado. Pero el esclavo no se quedará en la casa para siempre; el hijo, en cambio, permanece para siempre. Por tanto, si el Hijo los hace libres, ustedes serán realmente libres”. Jn 8: 34-36

Veamos lo que esto nos dice: “Pero el esclavo no se quedará en la casa para siempre” El pecado no tiene y nunca ha tenido dominio sobre la creación de Dios. El problema ha sido que la misma creación (hablo del hombre), ha creído que el pecado es parte de su existir y que no hay nada en esta vida que se pueda hacer para salir o mejor dicho para romper con esa cadena que adquirimos desde el día de nuestro nacimiento (lo que conocemos como el pecado original.) Eso nos lleva no solamente a mentalizarnos psicológicamente a ello, pero también nos lleva a convivir con ese pensamiento. Si bien es cierto que por naturaleza el hombre (y la mujer también) es pecador, también es cierto que podemos salir de esa condenación si creemos en su amor. Es por eso que Jesús habla de que el esclavo no se quedaría en esa oscuridad, más bien, él saldría a la luz de una verdadera libertad.

En el siguiente párrafo: “el hijo, en cambio, permanece para siempre”, nos dice que no importa cuán esclavos del pecado hemos sido, que el amor eterno del padre nuca se separará de nosotros. Eso es fácil de comprender y no necesitamos ser expertos o exégetas para comprender que él, siempre nos acompaña como un verdadero y fiel esposo que se adhiere a la promesa hecha en el día de la boda: “en lo bueno y en lo malo; en la salud y en la enfermedad y en la abundancia y en la pobreza”; promesas que muchos de nosotros tomamos mientras estamos bien y que cuando las cosas comienzan a hacerse agrias, nos hacen pensar dos veces si seguir o no con el compromiso hacia nuestras parejas. Dios en su Hijo Jesús ha prometido nunca abandonarnos y de verás que eso es grande de su parte pues nosotros nos comportamos como esposas infieles que aunque lo tenemos todo con él buscamos las cosas de afuera, prostituyéndonos por las calles del pecado. Aun así él permanece siempre fiel en su amor y sobre todo nunca pierde la esperanza y la fe de que un día regresaremos de nuevo al hogar de donde un día salimos. “Se levantó, pues, y se fue donde su padre. Estaba aún lejos, cuando su padre lo vio y sintió compasión; corrió a echarse a su cuello y lo besó”. Lc 15: 20

Que tremendo es todo esto. Ahora reflexionemos en el último párrafo: “Por tanto, si el Hijo los hace libres, ustedes serán realmente libres” Si verdaderamente creemos en sus promesas, entonces debemos de creer que si él nos dice que permanecemos en él, entonces no importa que tan hundidos estemos en el fango, que él tiene el poder para sacarnos de ese lugar. Debemos de ser inteligentes como Pedro que un día se atrevió a caminar sobre el agua y en el momento en el que dudó, clamó con fervor al Señor “¡Jesús ayúdame!” y sin más Jesús atendió (Mt 14: 30-31)

¿Cómo podemos decir que creemos en él cuando nos dejamos hundir por nuestras tinieblas? Si se nos preguntara en este momento si creemos en Dios, estoy seguro que la gran mayoría responderíamos que sí; y si la pregunta fuera si creemos que él nos ama, nuevamente la respuesta sería abrumadora: “¡Claro que sí!” Pero la pregunta que se nos hace más difícil responder es la que nos pregunta: “¿Amas tu a Dios?” Por supuesto que la respuesta va a ser de la boca para fuera por tanto que nuestras acciones son completamente diferentes de lo que decimos.

Cómo pretendemos decir que somos libres porque Jesús nos ha dado la verdadera libertad cuando no vivimos de acuerdo a esa libertad que decimos tener. Es qué vivir libres en Jesús es abrirnos al perdón y la reconciliación. Veamos cómo es que al vivir con odios y rencores, con iras y desprecios, que son enfermedades interiores, nos llevan a enfermedades físicas. La verdad es que las dos están unidas una con la otra. Un día una hermana que cayó enferma de cáncer y ya a punto de morir, se abrió a la reconciliación y al momento en que perdonó, sanó de su cáncer. No es una historia que me estoy inventando en este momento. Para llegar a esa sanidad, ella tuvo que vivir su propio Egipto; al principio se comportó como el Faraón con terquedad y rebeldía. Le decían que debía de perdonar a aquella persona que le había dañado y que eso le daría el descanso que tanto estaba ansiando. Luego de las plagas que iban una a una acabando con su vida, llegó a encontrarse con ella misma en la oscuridad de su alma y al llegar el momento culmen, al instante de su muerte, se dio cuenta que había vivido por años encadenada al peor de los pecados y que estaba encadenada y entonces pasó de ser Faraón a ser hija de Dios. Fue entonces que aceptó que Dios le quitará esas cadenas y ahora después que le dijeron que solamente le restaban unos días de vida, ella vive anunciando el poder de Dios.

Eso es lo que nosotros debemos de vivir a cada instante en nuestras propias vidas. ¿Cómo no creer en su amor? ¿Cómo no rendirnos a él? El es nuestro refugio y nuestra fortaleza. El siempre está con nosotros, es nuestra Roca y Salvación. Porque él es grande y la razón de todo nuestro ser. No podemos ir proclamando que él es el Señor libertador si no vivimos un verdadero señorío en nuestras vidas. Es fácil ver lo que viene de la carne y para la carne todo es fácil, pero si decimos que amamos a Dios, entonces los poderes de la carne no tienen dominio sobre nuestras vidas.

Nos dice Juan 8: 47: “El que es de Dios escucha las palabras de Dios; ustedes no las escuchan por qué no son de Dios” Cuando nos dejamos conducir por la carne y sus muchos pecados, y aun así nos atrevemos a decir que no nos preocupamos pues Dios de todas maneras nos ama, entonces estamos simplemente diciendo que nuestro dios es el Cochino pues a él si le gustan todas aquellas acciones que nos separan del amor del Padre.

¿De quién somos hijos? ¿Cuáles son nuestras actitudes y acciones hacia la vida y hacia los demás? Por supuesto que esto no es fácil. Todo tiene un esfuerzo y sacrificio, pero cuando ese esfuerzo y sacrificio se hace en pos de la libertad en Cristo, entonces todo lo demás viene por añadidura.

Reconocer que somos esclavos del pecado, es el primer paso hacia nuestra libertad. No pretendamos pedir nuestra libertad, cuando no estamos dispuestos a reconocer que hemos fallado a su amor. Recordemos nuevamente al hijo prodigo: “Finalmente recapacitó y se dijo: "¡Cuántos asalariados de mi padre tienen pan de sobra, mientras yo aquí me muero de hambre! Tengo que hacer algo: volveré donde mi padre y le diré: Padre, he pecado contra Dios y contra ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus asalariados”

Eso es, debemos de recapacitar y ver nuestras realidades; preguntarnos cómo está nuestra vida y ver lo que hemos hecho con ella. ¿En dónde nos encontramos en este momento? ¿Qué necesitamos hacer o decir para devolvernos al Padre? Cada uno de nosotros sabemos la respuesta correcta a estas preguntas.

Nuevamente, podemos pensar que todo es difícil pues el hecho de cambiar nuestras rutinas significa que nuestros placeres dejarán de tomar control sobre nosotros y más aun cuando hemos vivido años esclavizados a esa cadena del pecado (cualquiera que este sea en nuestras vidas) Pero debemos reconocer que cuanto más pensemos en lo difícil que es, entonces será así. La realidad es que todo esto es fácil si nos dejamos conducir por el mismo amor de Dios. Jesús dijo: “Carguen con mi yugo y aprendan de mi, que soy paciente y humilde de corazón, y sus almas encontrarán descanso. Pues mi yugo es suave y mi carga liviana”. Mt 11: 29-30

Por supuesto que encontraremos baches en el camino, que la lucha será fuerte pues el enemigo no querrá que nos apartemos del pecado. Aun en nuestro propio hogar habrá conflictos que nos tratarán de separar nuevamente de su libertad, para volver al libertinaje. No permitamos que esas luchas nos hagan caer nuevamente en las garras de esa esclavitud de la que un día salimos; dejémonos conducir por el Señor que es a final de cuentas, el verdadero camino, verdad y vida. Jn 14: 6

La próxima semana hablaremos de la “Liberación.” Puedes leer estos otros dos blogs que te pueden ayudar en tu proceso cuaresmal: Cuaresma parte uno y Cuaresma parte 2

Bendiciones

René Alvarado

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De alabanza a la contemplación

Ya no podemos dejar que las situaciones adversas detengan nuestra jornada hacia nuestro Shalom; debemos de continuar y es precisamente por medio de la oración como vamos a lograrlo. Recordemos que en la clase pasada vimos como por medio de la oración, buscamos no como Dios me puede agradar a mí, sino cómo estoy siendo fortalecido en mi misión de alcanzar almas a sus pies. Veamos el ejemplo de Martha y María, las hermanas de Lázaro a quien Jesús resucitó: “…Tenía una hermana llamada María, que se sentó a los pies del Señor y se quedó escuchando su palabra. Mientras tanto Marta estaba absorbida por los muchos quehaceres de la casa. En cierto momento Marta se acercó a Jesús (en quejabanza) y le dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para atender? Dile que me ayude.» Pero el Señor le respondió: «Marta, Marta, tú andas preocupada y te pierdes en mil cosas: una sola es necesaria. María ha elegido la mejor parte, que no le será quitada.»”Jn 6:27Jn 12:31:He 6:2

Lo primordial de nuestra oración no es el tanto hablar, sino más bien, el saber escuchar su voz que clama en el desierto de nuestras vidas. A nosotros los servidores se nos va el tiempo en hablar tanto de Dios a los demás por medio de conejos, digo “consejos”, que se nos olvida que es todo lo contrario, que debemos de hablar más con él que hablar de él. Es como aquella muchacha que tenía dos enamorados, uno de ellos era su novio y el otro su amigo. El novio siempre hablaba a todos sus amigos sobre la maravillosa novia que tenía, mientras que el amigo se dedicaba todo el tiempo a hablar con ella. ¿Con quién se quedo la muchacha? Pues con el amigo. Lo mismo sucede con el servidor que pasa el tiempo hablando de Dios olvidándose de hablar con él.

Una vez más lo repetimos, cuando se dice de hablar más con él, no es necesariamente para que aprovechemos el tiempo para la quejabanza. Este tiempo es importante para que guardemos un poco de silencio y sepamos escuchar su voz latente en nuestro interior y luego anonadados, le respondamos con alabanza.

Cuando Dios habla, no es para que transformemos la vida de los demás pues eso de por si es nuestra misión, por medio del testimonio; cuando nos habla es más bien, para que podamos experimentar su fortaleza en medio de todo lo que “sufrimos” en el servicio. Es precisamente de esto en lo que nos enfocaremos en esta clase.

¿Cómo le haremos para alcanzar la cúspide de nuestra oración? Pues, para comenzar hay tres puntos importantes que debemos de considerar: La alabanza, la adoración y la contemplación.

Es bueno mencionar que el método que usemos personalmente, puede ser muy distinto al que aquí nos referimos, pues cada uno de nosotros llevará una vida de oración muy diferente de otras personas y, la experiencia a su vez, será distinta una de la otra.

Debemos notar también que el deseo de orar debe de ser sincero (Del lat. Sincērus = puro, sin mancha), exponiendo todo lo que somos al Padre. Recordemos que podemos engañar a muchas personas, e inclusive podemos hasta engañarnos a nosotros mismos, pero a Dios nunca lo podremos engañar. Él nos conoce mejor que nuestras propias madres. Dice su palabra: “Escúchenme, islas lejanas, pongan atención, pueblos. Yahvé me llamó desde el vientre de mi madre, conoció mi nombre desde antes que naciera” Is 49:1. Por lo tanto seamos sinceros ante la presencia del Señor.

La alabanza

Es la manera usual en la que empezamos nuestro diálogo con el Padre. Es aquí en donde comenzamos a calentar el motor del vehículo que nos llevará hacia la presencia de Dios. “La alabanza es la forma de orar que reconoce de la manera más directa que Dios es Dios. Le canta por él mismo, le da gloria no por lo que hace, sino por lo que él es” NC 2639. Es a través de los cánticos y de nuestra unión en la alegría del espíritu, como podemos dar inicio a una oración profunda, agradeciendo al Señor su inmensa misericordia por cada uno de los momentos en los que él ha obrado por nosotros.

Es éste el paso que necesitamos muchos de nosotros, para quebrantar el hielo de los corazones. La alabanza es la manera en la cual integraremos nuestro espíritu con el Espíritu del Padre, preparándonos interiormente con el deseo de dialogar con él y el deseo de visualizar su rostro (Fil 4: 4-7) Como nos dice el Santo Job: “¡Ojalá que mis palabras se escribieran y se grabaran en el bronce, y con un punzón de hierro o estilete para siempre en la piedra se esculpieran! Bien sé yo que mi Defensor vive y que él hablará el último, de pie sobre la tierra. Yo me pondré de pie dentro de mi piel y en mi propia carne veré a Dios. Yo lo contemplaré, yo mismo. Él es a quien veré y no a otro: mi corazón desfallece esperándolo” Job 19: 23-27

Desde el momento de la alabanza, nuestras almas empezarán a disfrutar de la presencia del Padre en el Espíritu Santo, lanzando nuestra oración al Señor en una acción de gracias y llenando nuestro ser de un gozo tal que podremos desde el mismo inicio experimentar a Dios obrando desde ya, en nuestras vidas (Sal 68: 33-36; Ex 15: 11-18). Es aquí en donde empezamos a dejar por un lado todo aquello que no nos permite adórale a plenitud, como ese odio o rencor, esa ira, esos celos, esas vanaglorias, etc., es decir nuestras oscuridades.

La adoración

Es la primera actitud de nuestro espíritu al reconocer que hablar con el Padre a través de Jesús, lo hacemos libre de todo pensamiento material y que lo reconocemos en el silencio de nuestros corazones, un momento lleno de entrega y humildad, aceptando su Espíritu de amor y bondad en lo más profundo de nuestro ser, teniendo en cuenta que somos sus hijos amados.

Es éste el momento en el que el Espíritu conduce nuestras almas a la exaltación del Padre. Es el tiempo en el que lanzamos palabras llenas de humildad, reconociéndolo como el verdadero Dios; como el verdadero Señor de nuestras vidas; como el que nos muestra su imagen preciosa, con los brazos abiertos y diciendo a nuestros corazones “¡Hijo te amo, hija te amo!“

Podemos reconocer a través de la adoración, que él está verdaderamente ahí al lado nuestro y que con nuestras palabras, exaltamos su nombre alabándolo y glorificándolo en lo más íntimo de nuestro ser (Sal 96: 1-7)

Adorarlo es hacerlo nuestro verdadero Padre, es saber escucharlo y saber atender a su voz en nuestros corazones; Es poder palparlo y abrazarlo en medio de nuestras penas, dolores y sufrimientos; Es decirle un “¡Te alabo y te exalto, porque tú eres mi Dios y mi Señor! “ Es poder derramar lágrimas de alegría; es extender nuestros brazos y cantarle aleluya desde lo más profundo de nuestro corazón; Es poder decirle Abbá papito; es injertarnos en toda su grandeza y proclamarlo Rey de reyes y Señor de señores.

“Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la «nada de la criatura», que sólo existe por Dios. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en la Magnífica, confesando con gratitud que él ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo. La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo.” NC 2097 Ez 16:60; He 13:34

La contemplación

Es el momento en el que profundizamos en nuestro diálogo con el Padre, el instante en el que contemplamos el rostro del Señor.

Hablar de contemplación significa que, nos dejaremos llevar por la presencia de Dios, experimentando el estar a su lado, desde el punto más profundo del corazón, en el silencio de nuestras almas. Jesus_078

Es por ello que muchos de nosotros no alcanzamos éste nivel de oración. Nos esforzamos en pensar como Dios nos va agradar y no guardamos el silencio necesario. Contemplarlo es vernos anonadados ante su presencia, es no pensar en “yo y Jesús“, sino en el Jesús total.

En la oración de contemplación, buscamos siempre a Jesús a quien no se le tiene que dirigir palabra alguna para poder disfrutar de su presencia. Más bien, se trata de verlo y de escuchar su voz en nuestro corazón (Hc 2:25-28) Porque si es cierto que a Dios no se le puede ver, también es cierto que lo podemos contemplar a través de ver a Jesús, pues “él es la imagen del Dios que no se puede ver” Col. 1: 15.

Es en éste momento en el que podremos experimentar su real grandeza, dirigiéndose a nosotros con amor y ternura. Es poder ver su imagen reflejando su Luz eterna sobre nosotros, sembrando en nuestros corazones un espíritu de paz y de armonía.

Qué más se podrá decir de este momento tan especial, si no lo vivimos, si no lo experimentamos nosotros mismos, nunca podremos descifrarlo a plenitud.

Entonces diremos que la contemplación es el momento más importante dentro de la oración, pues ella nos lleva directos a la presencia de Dios por medio de Jesús a través del Espíritu Santo.

Para terminar esta sección, tenemos que recordar dos aspectos importantes dentro de la vida del servidor de Dios: 1. Que somos sus hijos y 2. Que tenemos que vivir una vida constante de comunicación con él. Voy a recordar nuevamente esto: “No podemos ser fieles servidores, cuando solamente nos dedicamos a hablar de Dios a los demás” Por el contrario, nuestro deber como cristianos servidores es el de tener un diálogo constante con el Padre, para poder llevar su mensaje de salvación a la humanidad. Tenemos que vivirlo y disfrutarlo en la oración, para trasmitir esa misma alegría a los corazones que están en necesidad de experimentar la paz y la alegría del Señor.

Muchos servidores dentro de la renovación carismática, tienden a olvidar que la oración es lo más importante de sus vidas. Olvidan sobre todo que cuando se ora el Espíritu de Dios se derrama, especialmente sobre aquellos que están dispuestos a dejarse llenar de él. Es que solo nos gusta la euforia, el bullicio del momento y cuando nos dicen: “Hermanos, inclinemos nuestro rostro y cerremos esos ojos hermosos que el Señor nos regaló, vamos a orar”, es triste ver como aquellos servidores se ponen a hablar allá atrás de las ovejitas. ¿Qué hablarán? O más bien dicho ¿De quién hablarán?

La realidad es que, aunque el Espíritu del Padre, es dicha y felicidad, también y más aun es gozo y paz interior. Ese mismo gozo nos hace levantar nuestras manos y declarar con firmeza que confiamos plenamente en su amor. Que no hay nada ni nadie que tiene el poder para realizar en nuestras vidas todo aquello que anhela nuestro corazón. Es ahí precisamente en el que muchos caemos, porque no comprendemos que para que él obre, hay que dejarnos doblegar por ese Espíritu de amor.

Es por eso mismo que Dios nos dice a través del profeta Isaías: “A ver ustedes que andan con sed, ¡vengan a las aguas! No importa que estén sin plata, vengan;… Atiéndanme y acérquense a mí, escúchenme y su alma vivirá.” Is 55: 1-3

Lo que sucede creo, es que, muchos tenemos miedo de abrirnos a él. Esto es un tanto ridículo pues él ya conoce de qué pata cojeamos. (Mt 6: 6) Es por ello que les cuesta adentrarse a esa paz y amor que se da mediante la oración y especialmente cuando hay que escuchar su voz que con claridad quiere llegar a nuestro interior. Los miedos, las angustias y toda basura que llevamos anidados en el corazón, no permiten adorarlo, pues los gritos de desesperación pidiendo sane nuestros dolores y sufrimientos, opacan el Espíritu de Dios que quiere fundir su plenitud, para extirpar nuestras dolencias y regalarnos la tranquilidad deseada.

Démosle una oportunidad al Espíritu de Dios que produzca en nosotros aquellos dones, frutos y carismas espirituales, para que un día alcancemos Shalom. No permitamos que el enemigo venga a quitarnos lo que ya por el bautismo hemos recibido como regalo de Dios y venzámoslo por medio de la oración y entonces nuestras almas vivirán.

“Vivan orando y suplicando. Oren en todo tiempo según les inspire el Espíritu. Velen en común y prosigan sus oraciones sin desanimarse nunca, intercediendo a favor de todos sus hermanos” Ef 6:18

En el amor de Jesús

René Alvarado

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