A mi fiel servidor

A mi fiel servidor:

Amado amigo, hoy tomé la decisión de escribirte estas líneas para decirte lo mucho que te amo por todo el esfuerzo físico y espiritual que realizas en las labores que te corresponden como mi fiel servidor sobre la tierra.

De todos los servidores que tengo, tú eres el más importante. A ti te he escogido para que representes mi persona en medio de todo este pueblo que necesita saber más de mí. Recuerda que no fuiste tú el que me escogió, fui yo quién lo hizo y tu el que desde el momento de nuestro maravilloso encuentro, aceptaste la invitación que te hice.

Hoy quiero animarte a que no desfallezcas, que aunque pareciere que no estoy a tu lado, ¡lo estoy!; es por ello que no debes de doblegar tu cabeza ante las apatías de los demás, que tu espíritu, que es el que mi padre sopló sobre ti el día que fuiste engendrado en el vientre de tu madre, no debe de sentirse abatido, sino por el contrario, debe siempre de mantenerse firme como yo me mantuve soportando las humillaciones, los golpes, los falsos testimonios, aceptando los látigos y la corona de espinas, cargando con la cruz de tus pecados y al final el ser crucificado, dando mi propia vida por la salvación de tu alma.

No puedes ser como los demás; debes de ser quién eres, humilde y manso, aceptando el plan que mi padre tiene reservado para todos aquellos que se mantienen firme hasta el final. Tú estás dentro de ese plan perfecto. Recuerda que Isaías escribía inspirado por el Espíritu Santo, “Desde el vientre de mi madre, Dios ya me había llamado por mi nombre.” Hoy te recuerdo que desde el mismo vientre de tu madre, mi padre bueno, ya te había escogido y hasta por nombre te ungió para ser su más fiel servidor.

El mundo está lleno de lobos feroces quienes con sus voces te llaman a ser holgazán y a criticar a los otros que sirven contigo. Todos ellos van a la perdición y yo no quiero que tú te pierdas, quiero que estés presente el día en el que vendré en gloria a levantar a mis siervos, a aquellos que escucharon mi voz como el Buen Pastor que viene en búsqueda de sus ovejas. No quiero que caigas en la misma ceguera que ellos, porque un ciego no puede guiar a otro ciego. Tú no estás ciego, yo soy la luz que ilumina tu existir, el camino verdadero que te lleva al amor, pero si tu no me imitas, poniéndote el delantal para lavarle los pies a tus hermanos, entonces el día del juicio serás condenado a la muerte eterna al lado de todos aquellos que sintiéndose sabiondos y altaneros, no quisieron servir como yo les serví.

Recuerda que tú eres mí elegido, porque así como el padre me eligió a mí, así de la misma manera yo te he elegido a ti, para servir con amor y por amor. Con amor del padre y por amor al prójimo como a ti mismo.

Una vez más te invito a que prosigas el camino, sirviendo aunque los otros no lo quieran hacer. Tú no eres “los otros”, tú eres tú, y solamente tú darás cuentas de tu servicio el día que seas juzgado y, si no serviste de acuerdo al plan de mi padre, entonces aunque me digas “Señor yo en tu nombre hice…” no se te tomará en cuenta y al lago de fuego iras, mientras los fieles irán conmigo al Cielo para la vida eterna.

No quiero que te pierdas, quiero tenerte a mi lado.

Tu Señor y tu amigo

Jesús, que te ama con amor eterno.

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El amor de Dios en medio de su pueblo: parte dos

La liberación:

Veamos por ejemplo al pueblo judío en el país de Egipto. Cuantos años sufrieron de la esclavitud y en medio de sus cadenas, clamaban a Dios por su liberación. Al principio parecía que Dios no escuchaba sus ruegos, pero ellos insistían. Un día de ese mismo pueblo saldría aquel que usado por Dios los llevaría a la liberación.

“Yahvé dijo: "He visto la humillación de mi pueblo en Egipto, y he escuchado sus gritos cuando lo maltrataban sus mayordomos. Yo conozco sus sufrimientos, y por esta razón estoy bajando, para librarlo del poder de los egipcios y para hacerlo subir de aquí a un país grande y fértil, a una tierra que mana leche y miel, al territorio de los cananeos, de los heteos, de los amorreos, los fereceos, los jeveos y los jebuseos. El clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí y he visto cómo los egipcios los oprimen. Ve, pues, yo te envío a Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, los hijos de Israel." Ex 3: 7-10

En términos espirituales, Egipto significa estar amarrado a la esclavitud del pecado. Nuestras vidas han estado atadas a todo aquello que nos ha apartado de Dios y en nuestro interior clamamos constantemente por la liberación de las cadenas y gemimos, pues el pecado, nos lleva directo a la muerte.

¿Cuántas veces no hemos pedido a Dios que nos aparte de todo aquello que no nos permite vivir a plenitud su amor? Pensamos que Dios no escucha y que nos tiene abandonados a una oscuridad profunda. Lo que pasa es que nuestras vidas están siendo limitadas por las consecuencias del pecado y eso nos impide creer que Dios tiene el poder para rescatarnos y darnos libertad.

Nuestro Padre, tiene poder para hacerlo. Él lo hace en el tiempo correcto; aun, cuando nosotros pensemos que no escucha, él siempre ha tendido su mano para consolarnos.

Por otro lado debo de decir que ese Egipto no solamente es el opresor y conductor del pecado, pero que también es experimentar el dolor y el sufrimiento por un hogar que se desintegra a cada momento por la vida de opresión que se vive a diario. Golpes de padres a hijos, de esposo a esposa, de hijos a padres, abusos sexuales, físicos, emocionales y espirituales. Todo eso lleva a vivir un verdadero infierno y ello nos lleva a pensar que la vida se ensaña en contra nuestra. ¿Por qué todo se convierte en esta desdicha? si cuando nos unimos para formar un hogar, todo fue maravilloso. Es exactamente lo que sucedió con el pueblo israelita. Después que José hijo de Jacob fue vendido por sus hermanos, esté terminó en tierras egipcias y después de ser esclavo, pasó a ser el gobernador de todo el país. Todo iba bien, incluso el mismo José invitó a toda su familia a que lo acompañara a disfrutar de las maravillas que Dios había proveído para ellos. ¿Qué pasó después? Las cosas se complicaron y luego de ser un pueblo próspero pasó a ser uno que vivió en la miseria.

Tantos años tuvieron que pasar para que Dios los atendiera y aun así nunca quisieron comprender el amor tan grande que él les demostraba en medio de sus dolores y sufrimientos. Es que debemos comprender que para ser liberados, Dios permite que experimentemos pruebas duras y difíciles y que a travesemos por momentos de desolación en los que pensamos que él no existe. Recordemos que “Dios aprieta pero no ahorca” y aunque pensemos que él nunca nos escucha, debemos de saber que El Padre siempre escucha y siempre está atento para ayudarnos de acuerdo a su plan perfecto de amor.

El pueblo judío se enfrascó a tal grado en su diario vivir, que el tiempo se convirtió en una simple rutina. Cuando nuestras vidas las vivimos solamente por vivirlas, sin un sentido, sin una meta, es entonces que tendemos a separarnos del amor del Padre. Eso mismo sucedió con los judíos. Cuando más seguros se sintieron de lo que tenían y vivían, menos se acordaron de Dios.

Nosotros actuamos de la misma forma: Cuanto más seguros estamos de nuestras propias comodidades, de nuestro trabajo, de nuestros cónyuges, nuestros hijos y de todo aquello sobre lo que tenemos control, menos necesidad tenemos de Dios. ¡Qué tremendo! Es que todo aquello que toma el lugar principal de Dios en nuestras vidas, pasa a ser nuestro dios y al mismo tiempo nuestro Egipto. Debemos de entender que solamente despojándonos de todo eso, es como entonces nuestras voces llegarán al Padre.

Debo de mencionar que no estoy hablando de que las cosas materiales o nuestras familias son nuestra perdición; ¡De ninguna manera! Lo que pasa es que debemos de entender que el poseer todo lo material y no abrirnos al amor hacia los demás, de nada nos sirve. Recordemos nuevamente a José: llegó a ser el segundo del Faraón. ¿De dónde venía? De ser un despojo comprado y vendido al mejor postor. Cuando todo lo tuvo y mientras estuvo agradecido con Dios, todo le fue bien. En el momento en el que su descendencia fue acostumbrándose a todo lo seguro, empezó a olvidarse de dar gracias al Creador. ¿Cómo terminaron? Siendo esclavos. ¡Ah!, pero en el momento en que empezó su sufrimiento y dolor, entonces empezaron a acordarse de que existía un Dios de poder. Solamente mientras estuvieron esclavos; solamente en los tiempos duros, algo así como nosotros en la actualidad cuando todo nos va mal entonces decimos: “Si en verdad existes…”

¿Por qué nosotros los humanos actuamos y reaccionamos de esa manera? Somos seres que aun que seamos “racionales”, nos cuesta admitir que con nuestras actitudes hacia los demás, nos adentramos más y más a las garras del pecado. Bien lo dice la escritura: “En efecto, en el alma perversa no entra la sabiduría, no habita en cuerpo de pecado.” Sab 1: 4

Nos cuesta comprender que mientras vivamos enfrascados en el Egipto de nuestro pecado, nunca lograremos experimentar el amor tan grande del Padre para nuestras vidas. Lo peor de todo es que buscamos un escape a nuestro vivir por rumbos equivocados, en la lectura del tarot, del café, del maíz, lectura de la mano: que porque está línea es de la vida y esta otra del corazón. Nos envolvemos en puros engaños y cuando todo eso sale mal, el culpable siempre es… Adivinaste, ¡Dios!

El pueblo de Israel sufría su esclavitud (Ex 2: 23) El pueblo de Dios “gritaba” en los momentos más desesperantes de su vida. Primero creyeron que con la muerte del opresor (Faraón), iba a acabar la maldición que llevaban sobre cuestas. Al contrario, entre más gritaban, más dura era la mano del hijo del abusador. ¿Por qué esperaron tanto para clamar a Dios? ¿Por qué no lo hicieron desde el principio? Sencillamente porque pensaron que todo lo podían con sus propias fuerzas y que las cadenas que llevaban serían temporales. Exactamente lo mismo piensa el hombre moderno. “Ya no voy a chupar”; “Te prometo que ya no lo vuelvo a hacer”; “Pero compadre, si yo deje de fumar de romplón” “Y si lo dejó de romplón, ¿por qué lo veo fumando nuevamente?” Es que tuve un problema en mi casa y no pude contenerme”

Claro, si todo eso lo dejamos por nuestras propias fuerzas, ¿cómo pretendemos ser libres totalmente? Las cadenas son siempre fuertes y difíciles de romper, pero cuando ponemos nuestra confianza en Dios entonces alcanzáremos la libertad deseada. Por otro lado, hay quienes qué pretenden dejar su pecado con una manda o promesa, pero al cumplirse el tiempo prometido, regresan aun con mayor fuerza pues la confianza, la ponen sobre ello y no realmente en Dios, algo así como el perro que retorna a su propio vómito.

Solamente cuando reconocemos que hemos pecado y que nos hemos separado del Árbol de la vida, es cuando realmente seremos libres. “Pues mi delito yo reconozco, mi pecado sin cesar está ante ti, contra ti solo he pecado, lo malo ante tus ojos yo cometí”. Salmo 51 (50) verso 5

La pregunta viene a ser: ¿Estoy dispuesto a reconocer mi pecado? Y esto no solamente se hace como algo ficticio o sin causa; esto se hace con la plena seguridad en que Dios estará allí para ayudarnos en el proceso con el que empieza una vida nueva y distinta a la que estábamos acostumbrados.

Al reconocer que fallamos, nos abrimos a la inagotable fuente de vida que nos lleva como barco, al soplo de su Espíritu sobre el inmenso mar. No importa cuán pequeño sea nuestro bote, dejémonos conducir por el viento de Dios.

Seamos transparentes y clamemos a Dios por nuestra libertad. Dios sí escucha, y si confiamos plenamente en su poder, veremos que él está siempre dispuesto a tender su mano en el momento menos esperado. Cuando todo nos ha fallado, cuando nuestras fuerzas se acaban y sintamos que no hay más que hacer que esperar la muerte, es entonces que debemos de lanzar nuestras voces hacia él, clamando su misericordia, dejando que nuestro corazón endurecido por el pecado, sea removido por las manos del Padre y en su lugar nos coloque uno nuevo de esponja que sepa absorber la grandeza de su amor libertador.

¿Por qué dejar que el Cochino siga controlando nuestro corazón? ¿Por qué dejamos que nuestras vidas vivan un Egipto eterno cuando la libertad está a un lado nuestro? ¿Por qué dejamos que esas cadenas nos mantengan aprisionado y no solamente a nosotros individualmente, sino que también a nuestra familia entera?

No es posible que podamos vivir en un mundo en el que solamente existen lamentos y lloriqueos. No podemos dejarnos engatusar por los deseos del enemigo que trata de controlar nuestra vida diciéndonos que nunca podremos ser libres. ¿Por qué? ¿Por qué no tenemos el valor suficiente para afrontar nuestra realidad y declarar a viva voz que hemos pecado y que necesitamos de Dios en nuestras vidas?

Es que el dolor, el sufrimiento y las oscuridades que vivimos a diario no nos permiten ver con claridad la grandeza del Padre que siempre está dispuesto a tendernos la mano. Estamos completamente cegados y las escamas del pecado no permiten ver la claridad del amor de Dios en nuestro corazón.

Es cierto que nuestro pecado es “grande” y que debemos de vivir una consecuencia por nuestras acciones; pero la realidad es que si el pecado en nuestras vidas es grande, mucho más grande es el amor de Dios para nosotros y que si la consecuencia del pecado es la muerte, entonces la consecuencia del amor de Dios es la alegría de una vida eterna.

No permitamos que esa realidad sea aniquilada por las fuerzas del Faraón en nuestras vidas. Dejémonos conducir por la vida del Padre hacia nuestra libertad. Hoy salgamos de las tinieblas de ese Egipto y tomados de la mano de nuestro libertador, vayamos hacia la luz de la Verdad.

Solamente confiando plenamente en él, es como viviremos la verdadera vida. Sí, una vida plena que nos conducirá hacia la tierra prometida en donde mana la miel y la leche sin adulterar, en donde hay verdes campos para pastar y ríos cristalinos para beber. “Confía en el Señor, con todo el corazón, y no te fíes de tu propia sabiduría. En cualquier cosa que hagas, tenlo presente: él aplanará tus caminos… ten el temor de Yahvé y mantente alejado del mal. Eso será un remedio para tu cuerpo, y allí encontrarás el vigor.” Prov 3: 5-8

Bendiciones

René Alvarado

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El amor de Dios en medio de su pueblo: Primera parte

La esclavitud

Dios ha creado el universo y todo lo que existe dentro y fuera de él. En medio de su magnífica creación, se dio cuenta que algo hacía falta, que todo lo maravilloso que hizo no estaba completo sin la presencia de un ser que fuera semejante a él. Así lo fue. Creo de la nada al hombre y del hombre a la mujer. Entonces se dijo así mismo: “El universo es ahora completo, pues he creado al que será el heredero del Reino”; y la Biblia nos cuenta en Génesis 1: 26-31 que vivían muy felices dentro del plan perfecto de Dios para sus vidas. Nada les faltaba y nada les sobraba. Todo era pulcro y radiante. Podía convivir con otros seres, las bestias terrestres, las aves del cielo y las criaturas del mar. ¿Qué les faltaba? ¡Nada! Y más sin embargo, el hombre hecho imagen y semejanza de Dios en su Espíritu, fue creado con cuerpo material y esa carne se encargó de llevarlo de la libertad al libertinaje. No se conformó el hombre con tener lo suficiente (que era todo), quería más y entre más tenía más poder obtenía.

Tristemente eso es lo que vivimos nosotros mismos. Somos creaturas hechas por las manos de Dios y en nuestro interior está la gracia del Espíritu de amor que nos brinda libertad y por supuesto, por otro lado está nuestra humanidad (la carne) nos aleja de esa libertad y nos conduce por el camino del libertinaje. Dios nos creo, con libre albedrío

Luego que el hombre (y la mujer también), con pleno conocimiento de las consecuencias, tomó la determinación de comer de ese fruto prohibido, adquirió la responsabilidad de las consecuencias de su acción. Aquí no analizaremos si fue una manzana o una pera, pero nos concentraremos solamente en el acto que separó al hombre del amor de Dios.

Cuando él comió, descubrió que no solamente existe la luz, pero que también existe la oscuridad y las tinieblas. En su aceptación de aquel fruto, descubrió su propia desnudez y su pequeñez ante la grandeza de su creador. ¿Qué fue lo que lo llevó a descubrir todo aquello? No es que Dios lo tuviera oculto y que no quisiera que él fuera descubriendo todos los aspectos de la creación, pero más bien fue su propia naturaleza que lo indujo a la curiosidad y en ella se dejó caer y al reaccionar supo en su corazón que había traicionado a Dios y que con su acto abusó del amor tan grande que el Padre había depositado en él.

En ese momento, al verse descubierto, entendió a plenitud que su tiempo estaba contado, que pasó de un ser inmortal a uno mortal (Sir 18: 8-9) que su vida terminaría que lo que viviera le costaría. Ya nada sería gratuito; con sacrificio se alimentaría y con el sudor de su frente se mantendría. Claro que lo único que permaneció gratuito fue el amor incondicional de Dios para él y si no hubiese sido así, Dios Padre lo hubiera exterminado desde el principio. No fue así. A través del tiempo demostró una y otra vez que su amor es por siempre; perdonando nuestras faltas, sanando nuestras heridas y llevándonos sobre sus hombros cuando cansados del camino nos debilitamos.

Es maravilloso ver como el Padre no sé aparta de nuestro lado aun así nosotros nos alejemos de él. Siempre hemos escuchado ese dicho: “Bendito sea Dios pues encontré a Jesús”. Es que Jesús nunca estuvo perdido. El mismo hombre es quien se ha separado de él y cuando todo le va mal entonces el culpable es Dios.

La realidad de todo es que somos nosotros los que nos apartamos de él con nuestras actitudes y como resultado de ello, nos hacemos esclavos del pecado. Ahora qué, no por eso Dios se aleja de nuestras vidas, al contrario, él siempre está en la búsqueda y a la espera de sus hijos descarriados. Esto está bien claro en la parábola del hijo pródigo. Somos cada uno de nosotros esos hijos que tomamos la decisión de irnos al lodo y más sin embargo en medio de ese mugrero, Dios escucha nuestros ruegos y suplicas.

Dios nos da la oportunidad de conocer la vida, para que veamos lo que mejor nos conviene. Ser libres nos permite escoger entre estar encadenados al libertinaje del pecado o al conocimiento de la Verdad que nos hace libres (Jn 8: 34) Ahora bien, tenemos que discernir sobre esa Verdad de la que habla Jesús. Realmente la Verdad es su amor infinito y si conocemos y vivimos en ese amor entonces seremos verdaderamente libres para perdonar, para aceptar a los demás tal y como son y sobre todo para que nuestras vidas sean consagradas totalmente al Señor en las buenas y en las malas.

No podemos ir por la vida simplemente quejándonos de todo aquello que nos ocurre por consecuencias del mismo abandono o separación de esa Verdad. No debemos por ningún motivo dejarnos dominar por las cadenas que venimos cargando por los años que hemos vivido separados de su amor.

“En verdad, en verdad les digo: el que vive en el pecado es esclavo del pecado. Pero el esclavo no se quedará en la casa para siempre; el hijo, en cambio, permanece para siempre. Por tanto, si el Hijo los hace libres, ustedes serán realmente libres”. Jn 8: 34-36

Veamos lo que esto nos dice: “Pero el esclavo no se quedará en la casa para siempre” El pecado no tiene y nunca ha tenido dominio sobre la creación de Dios. El problema ha sido que la misma creación (hablo del hombre), ha creído que el pecado es parte de su existir y que no hay nada en esta vida que se pueda hacer para salir o mejor dicho para romper con esa cadena que adquirimos desde el día de nuestro nacimiento (lo que conocemos como el pecado original.) Eso nos lleva no solamente a mentalizarnos psicológicamente a ello, pero también nos lleva a convivir con ese pensamiento. Si bien es cierto que por naturaleza el hombre (y la mujer también) es pecador, también es cierto que podemos salir de esa condenación si creemos en su amor. Es por eso que Jesús habla de que el esclavo no se quedaría en esa oscuridad, más bien, él saldría a la luz de una verdadera libertad.

En el siguiente párrafo: “el hijo, en cambio, permanece para siempre”, nos dice que no importa cuán esclavos del pecado hemos sido, que el amor eterno del padre nuca se separará de nosotros. Eso es fácil de comprender y no necesitamos ser expertos o exégetas para comprender que él, siempre nos acompaña como un verdadero y fiel esposo que se adhiere a la promesa hecha en el día de la boda: “en lo bueno y en lo malo; en la salud y en la enfermedad y en la abundancia y en la pobreza”; promesas que muchos de nosotros tomamos mientras estamos bien y que cuando las cosas comienzan a hacerse agrias, nos hacen pensar dos veces si seguir o no con el compromiso hacia nuestras parejas. Dios en su Hijo Jesús ha prometido nunca abandonarnos y de verás que eso es grande de su parte pues nosotros nos comportamos como esposas infieles que aunque lo tenemos todo con él buscamos las cosas de afuera, prostituyéndonos por las calles del pecado. Aun así él permanece siempre fiel en su amor y sobre todo nunca pierde la esperanza y la fe de que un día regresaremos de nuevo al hogar de donde un día salimos. “Se levantó, pues, y se fue donde su padre. Estaba aún lejos, cuando su padre lo vio y sintió compasión; corrió a echarse a su cuello y lo besó”. Lc 15: 20

Que tremendo es todo esto. Ahora reflexionemos en el último párrafo: “Por tanto, si el Hijo los hace libres, ustedes serán realmente libres” Si verdaderamente creemos en sus promesas, entonces debemos de creer que si él nos dice que permanecemos en él, entonces no importa que tan hundidos estemos en el fango, que él tiene el poder para sacarnos de ese lugar. Debemos de ser inteligentes como Pedro que un día se atrevió a caminar sobre el agua y en el momento en el que dudó, clamó con fervor al Señor “¡Jesús ayúdame!” y sin más Jesús atendió (Mt 14: 30-31)

¿Cómo podemos decir que creemos en él cuando nos dejamos hundir por nuestras tinieblas? Si se nos preguntara en este momento si creemos en Dios, estoy seguro que la gran mayoría responderíamos que sí; y si la pregunta fuera si creemos que él nos ama, nuevamente la respuesta sería abrumadora: “¡Claro que sí!” Pero la pregunta que se nos hace más difícil responder es la que nos pregunta: “¿Amas tu a Dios?” Por supuesto que la respuesta va a ser de la boca para fuera por tanto que nuestras acciones son completamente diferentes de lo que decimos.

Cómo pretendemos decir que somos libres porque Jesús nos ha dado la verdadera libertad cuando no vivimos de acuerdo a esa libertad que decimos tener. Es qué vivir libres en Jesús es abrirnos al perdón y la reconciliación. Veamos cómo es que al vivir con odios y rencores, con iras y desprecios, que son enfermedades interiores, nos llevan a enfermedades físicas. La verdad es que las dos están unidas una con la otra. Un día una hermana que cayó enferma de cáncer y ya a punto de morir, se abrió a la reconciliación y al momento en que perdonó, sanó de su cáncer. No es una historia que me estoy inventando en este momento. Para llegar a esa sanidad, ella tuvo que vivir su propio Egipto; al principio se comportó como el Faraón con terquedad y rebeldía. Le decían que debía de perdonar a aquella persona que le había dañado y que eso le daría el descanso que tanto estaba ansiando. Luego de las plagas que iban una a una acabando con su vida, llegó a encontrarse con ella misma en la oscuridad de su alma y al llegar el momento culmen, al instante de su muerte, se dio cuenta que había vivido por años encadenada al peor de los pecados y que estaba encadenada y entonces pasó de ser Faraón a ser hija de Dios. Fue entonces que aceptó que Dios le quitará esas cadenas y ahora después que le dijeron que solamente le restaban unos días de vida, ella vive anunciando el poder de Dios.

Eso es lo que nosotros debemos de vivir a cada instante en nuestras propias vidas. ¿Cómo no creer en su amor? ¿Cómo no rendirnos a él? El es nuestro refugio y nuestra fortaleza. El siempre está con nosotros, es nuestra Roca y Salvación. Porque él es grande y la razón de todo nuestro ser. No podemos ir proclamando que él es el Señor libertador si no vivimos un verdadero señorío en nuestras vidas. Es fácil ver lo que viene de la carne y para la carne todo es fácil, pero si decimos que amamos a Dios, entonces los poderes de la carne no tienen dominio sobre nuestras vidas.

Nos dice Juan 8: 47: “El que es de Dios escucha las palabras de Dios; ustedes no las escuchan por qué no son de Dios” Cuando nos dejamos conducir por la carne y sus muchos pecados, y aun así nos atrevemos a decir que no nos preocupamos pues Dios de todas maneras nos ama, entonces estamos simplemente diciendo que nuestro dios es el Cochino pues a él si le gustan todas aquellas acciones que nos separan del amor del Padre.

¿De quién somos hijos? ¿Cuáles son nuestras actitudes y acciones hacia la vida y hacia los demás? Por supuesto que esto no es fácil. Todo tiene un esfuerzo y sacrificio, pero cuando ese esfuerzo y sacrificio se hace en pos de la libertad en Cristo, entonces todo lo demás viene por añadidura.

Reconocer que somos esclavos del pecado, es el primer paso hacia nuestra libertad. No pretendamos pedir nuestra libertad, cuando no estamos dispuestos a reconocer que hemos fallado a su amor. Recordemos nuevamente al hijo prodigo: “Finalmente recapacitó y se dijo: "¡Cuántos asalariados de mi padre tienen pan de sobra, mientras yo aquí me muero de hambre! Tengo que hacer algo: volveré donde mi padre y le diré: Padre, he pecado contra Dios y contra ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus asalariados”

Eso es, debemos de recapacitar y ver nuestras realidades; preguntarnos cómo está nuestra vida y ver lo que hemos hecho con ella. ¿En dónde nos encontramos en este momento? ¿Qué necesitamos hacer o decir para devolvernos al Padre? Cada uno de nosotros sabemos la respuesta correcta a estas preguntas.

Nuevamente, podemos pensar que todo es difícil pues el hecho de cambiar nuestras rutinas significa que nuestros placeres dejarán de tomar control sobre nosotros y más aun cuando hemos vivido años esclavizados a esa cadena del pecado (cualquiera que este sea en nuestras vidas) Pero debemos reconocer que cuanto más pensemos en lo difícil que es, entonces será así. La realidad es que todo esto es fácil si nos dejamos conducir por el mismo amor de Dios. Jesús dijo: “Carguen con mi yugo y aprendan de mi, que soy paciente y humilde de corazón, y sus almas encontrarán descanso. Pues mi yugo es suave y mi carga liviana”. Mt 11: 29-30

Por supuesto que encontraremos baches en el camino, que la lucha será fuerte pues el enemigo no querrá que nos apartemos del pecado. Aun en nuestro propio hogar habrá conflictos que nos tratarán de separar nuevamente de su libertad, para volver al libertinaje. No permitamos que esas luchas nos hagan caer nuevamente en las garras de esa esclavitud de la que un día salimos; dejémonos conducir por el Señor que es a final de cuentas, el verdadero camino, verdad y vida. Jn 14: 6

La próxima semana hablaremos de la “Liberación.” Puedes leer estos otros dos blogs que te pueden ayudar en tu proceso cuaresmal: Cuaresma parte uno y Cuaresma parte 2

Bendiciones

René Alvarado

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De alabanza a la contemplación

Ya no podemos dejar que las situaciones adversas detengan nuestra jornada hacia nuestro Shalom; debemos de continuar y es precisamente por medio de la oración como vamos a lograrlo. Recordemos que en la clase pasada vimos como por medio de la oración, buscamos no como Dios me puede agradar a mí, sino cómo estoy siendo fortalecido en mi misión de alcanzar almas a sus pies. Veamos el ejemplo de Martha y María, las hermanas de Lázaro a quien Jesús resucitó: “…Tenía una hermana llamada María, que se sentó a los pies del Señor y se quedó escuchando su palabra. Mientras tanto Marta estaba absorbida por los muchos quehaceres de la casa. En cierto momento Marta se acercó a Jesús (en quejabanza) y le dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para atender? Dile que me ayude.» Pero el Señor le respondió: «Marta, Marta, tú andas preocupada y te pierdes en mil cosas: una sola es necesaria. María ha elegido la mejor parte, que no le será quitada.»”Jn 6:27Jn 12:31:He 6:2

Lo primordial de nuestra oración no es el tanto hablar, sino más bien, el saber escuchar su voz que clama en el desierto de nuestras vidas. A nosotros los servidores se nos va el tiempo en hablar tanto de Dios a los demás por medio de conejos, digo “consejos”, que se nos olvida que es todo lo contrario, que debemos de hablar más con él que hablar de él. Es como aquella muchacha que tenía dos enamorados, uno de ellos era su novio y el otro su amigo. El novio siempre hablaba a todos sus amigos sobre la maravillosa novia que tenía, mientras que el amigo se dedicaba todo el tiempo a hablar con ella. ¿Con quién se quedo la muchacha? Pues con el amigo. Lo mismo sucede con el servidor que pasa el tiempo hablando de Dios olvidándose de hablar con él.

Una vez más lo repetimos, cuando se dice de hablar más con él, no es necesariamente para que aprovechemos el tiempo para la quejabanza. Este tiempo es importante para que guardemos un poco de silencio y sepamos escuchar su voz latente en nuestro interior y luego anonadados, le respondamos con alabanza.

Cuando Dios habla, no es para que transformemos la vida de los demás pues eso de por si es nuestra misión, por medio del testimonio; cuando nos habla es más bien, para que podamos experimentar su fortaleza en medio de todo lo que “sufrimos” en el servicio. Es precisamente de esto en lo que nos enfocaremos en esta clase.

¿Cómo le haremos para alcanzar la cúspide de nuestra oración? Pues, para comenzar hay tres puntos importantes que debemos de considerar: La alabanza, la adoración y la contemplación.

Es bueno mencionar que el método que usemos personalmente, puede ser muy distinto al que aquí nos referimos, pues cada uno de nosotros llevará una vida de oración muy diferente de otras personas y, la experiencia a su vez, será distinta una de la otra.

Debemos notar también que el deseo de orar debe de ser sincero (Del lat. Sincērus = puro, sin mancha), exponiendo todo lo que somos al Padre. Recordemos que podemos engañar a muchas personas, e inclusive podemos hasta engañarnos a nosotros mismos, pero a Dios nunca lo podremos engañar. Él nos conoce mejor que nuestras propias madres. Dice su palabra: “Escúchenme, islas lejanas, pongan atención, pueblos. Yahvé me llamó desde el vientre de mi madre, conoció mi nombre desde antes que naciera” Is 49:1. Por lo tanto seamos sinceros ante la presencia del Señor.

La alabanza

Es la manera usual en la que empezamos nuestro diálogo con el Padre. Es aquí en donde comenzamos a calentar el motor del vehículo que nos llevará hacia la presencia de Dios. “La alabanza es la forma de orar que reconoce de la manera más directa que Dios es Dios. Le canta por él mismo, le da gloria no por lo que hace, sino por lo que él es” NC 2639. Es a través de los cánticos y de nuestra unión en la alegría del espíritu, como podemos dar inicio a una oración profunda, agradeciendo al Señor su inmensa misericordia por cada uno de los momentos en los que él ha obrado por nosotros.

Es éste el paso que necesitamos muchos de nosotros, para quebrantar el hielo de los corazones. La alabanza es la manera en la cual integraremos nuestro espíritu con el Espíritu del Padre, preparándonos interiormente con el deseo de dialogar con él y el deseo de visualizar su rostro (Fil 4: 4-7) Como nos dice el Santo Job: “¡Ojalá que mis palabras se escribieran y se grabaran en el bronce, y con un punzón de hierro o estilete para siempre en la piedra se esculpieran! Bien sé yo que mi Defensor vive y que él hablará el último, de pie sobre la tierra. Yo me pondré de pie dentro de mi piel y en mi propia carne veré a Dios. Yo lo contemplaré, yo mismo. Él es a quien veré y no a otro: mi corazón desfallece esperándolo” Job 19: 23-27

Desde el momento de la alabanza, nuestras almas empezarán a disfrutar de la presencia del Padre en el Espíritu Santo, lanzando nuestra oración al Señor en una acción de gracias y llenando nuestro ser de un gozo tal que podremos desde el mismo inicio experimentar a Dios obrando desde ya, en nuestras vidas (Sal 68: 33-36; Ex 15: 11-18). Es aquí en donde empezamos a dejar por un lado todo aquello que no nos permite adórale a plenitud, como ese odio o rencor, esa ira, esos celos, esas vanaglorias, etc., es decir nuestras oscuridades.

La adoración

Es la primera actitud de nuestro espíritu al reconocer que hablar con el Padre a través de Jesús, lo hacemos libre de todo pensamiento material y que lo reconocemos en el silencio de nuestros corazones, un momento lleno de entrega y humildad, aceptando su Espíritu de amor y bondad en lo más profundo de nuestro ser, teniendo en cuenta que somos sus hijos amados.

Es éste el momento en el que el Espíritu conduce nuestras almas a la exaltación del Padre. Es el tiempo en el que lanzamos palabras llenas de humildad, reconociéndolo como el verdadero Dios; como el verdadero Señor de nuestras vidas; como el que nos muestra su imagen preciosa, con los brazos abiertos y diciendo a nuestros corazones “¡Hijo te amo, hija te amo!“

Podemos reconocer a través de la adoración, que él está verdaderamente ahí al lado nuestro y que con nuestras palabras, exaltamos su nombre alabándolo y glorificándolo en lo más íntimo de nuestro ser (Sal 96: 1-7)

Adorarlo es hacerlo nuestro verdadero Padre, es saber escucharlo y saber atender a su voz en nuestros corazones; Es poder palparlo y abrazarlo en medio de nuestras penas, dolores y sufrimientos; Es decirle un “¡Te alabo y te exalto, porque tú eres mi Dios y mi Señor! “ Es poder derramar lágrimas de alegría; es extender nuestros brazos y cantarle aleluya desde lo más profundo de nuestro corazón; Es poder decirle Abbá papito; es injertarnos en toda su grandeza y proclamarlo Rey de reyes y Señor de señores.

“Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la «nada de la criatura», que sólo existe por Dios. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en la Magnífica, confesando con gratitud que él ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo. La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo.” NC 2097 Ez 16:60; He 13:34

La contemplación

Es el momento en el que profundizamos en nuestro diálogo con el Padre, el instante en el que contemplamos el rostro del Señor.

Hablar de contemplación significa que, nos dejaremos llevar por la presencia de Dios, experimentando el estar a su lado, desde el punto más profundo del corazón, en el silencio de nuestras almas. Jesus_078

Es por ello que muchos de nosotros no alcanzamos éste nivel de oración. Nos esforzamos en pensar como Dios nos va agradar y no guardamos el silencio necesario. Contemplarlo es vernos anonadados ante su presencia, es no pensar en “yo y Jesús“, sino en el Jesús total.

En la oración de contemplación, buscamos siempre a Jesús a quien no se le tiene que dirigir palabra alguna para poder disfrutar de su presencia. Más bien, se trata de verlo y de escuchar su voz en nuestro corazón (Hc 2:25-28) Porque si es cierto que a Dios no se le puede ver, también es cierto que lo podemos contemplar a través de ver a Jesús, pues “él es la imagen del Dios que no se puede ver” Col. 1: 15.

Es en éste momento en el que podremos experimentar su real grandeza, dirigiéndose a nosotros con amor y ternura. Es poder ver su imagen reflejando su Luz eterna sobre nosotros, sembrando en nuestros corazones un espíritu de paz y de armonía.

Qué más se podrá decir de este momento tan especial, si no lo vivimos, si no lo experimentamos nosotros mismos, nunca podremos descifrarlo a plenitud.

Entonces diremos que la contemplación es el momento más importante dentro de la oración, pues ella nos lleva directos a la presencia de Dios por medio de Jesús a través del Espíritu Santo.

Para terminar esta sección, tenemos que recordar dos aspectos importantes dentro de la vida del servidor de Dios: 1. Que somos sus hijos y 2. Que tenemos que vivir una vida constante de comunicación con él. Voy a recordar nuevamente esto: “No podemos ser fieles servidores, cuando solamente nos dedicamos a hablar de Dios a los demás” Por el contrario, nuestro deber como cristianos servidores es el de tener un diálogo constante con el Padre, para poder llevar su mensaje de salvación a la humanidad. Tenemos que vivirlo y disfrutarlo en la oración, para trasmitir esa misma alegría a los corazones que están en necesidad de experimentar la paz y la alegría del Señor.

Muchos servidores dentro de la renovación carismática, tienden a olvidar que la oración es lo más importante de sus vidas. Olvidan sobre todo que cuando se ora el Espíritu de Dios se derrama, especialmente sobre aquellos que están dispuestos a dejarse llenar de él. Es que solo nos gusta la euforia, el bullicio del momento y cuando nos dicen: “Hermanos, inclinemos nuestro rostro y cerremos esos ojos hermosos que el Señor nos regaló, vamos a orar”, es triste ver como aquellos servidores se ponen a hablar allá atrás de las ovejitas. ¿Qué hablarán? O más bien dicho ¿De quién hablarán?

La realidad es que, aunque el Espíritu del Padre, es dicha y felicidad, también y más aun es gozo y paz interior. Ese mismo gozo nos hace levantar nuestras manos y declarar con firmeza que confiamos plenamente en su amor. Que no hay nada ni nadie que tiene el poder para realizar en nuestras vidas todo aquello que anhela nuestro corazón. Es ahí precisamente en el que muchos caemos, porque no comprendemos que para que él obre, hay que dejarnos doblegar por ese Espíritu de amor.

Es por eso mismo que Dios nos dice a través del profeta Isaías: “A ver ustedes que andan con sed, ¡vengan a las aguas! No importa que estén sin plata, vengan;… Atiéndanme y acérquense a mí, escúchenme y su alma vivirá.” Is 55: 1-3

Lo que sucede creo, es que, muchos tenemos miedo de abrirnos a él. Esto es un tanto ridículo pues él ya conoce de qué pata cojeamos. (Mt 6: 6) Es por ello que les cuesta adentrarse a esa paz y amor que se da mediante la oración y especialmente cuando hay que escuchar su voz que con claridad quiere llegar a nuestro interior. Los miedos, las angustias y toda basura que llevamos anidados en el corazón, no permiten adorarlo, pues los gritos de desesperación pidiendo sane nuestros dolores y sufrimientos, opacan el Espíritu de Dios que quiere fundir su plenitud, para extirpar nuestras dolencias y regalarnos la tranquilidad deseada.

Démosle una oportunidad al Espíritu de Dios que produzca en nosotros aquellos dones, frutos y carismas espirituales, para que un día alcancemos Shalom. No permitamos que el enemigo venga a quitarnos lo que ya por el bautismo hemos recibido como regalo de Dios y venzámoslo por medio de la oración y entonces nuestras almas vivirán.

“Vivan orando y suplicando. Oren en todo tiempo según les inspire el Espíritu. Velen en común y prosigan sus oraciones sin desanimarse nunca, intercediendo a favor de todos sus hermanos” Ef 6:18

En el amor de Jesús

René Alvarado

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El orar en Espíritu y en verdad

 

Cuando leemos las Escrituras, encontramos muchas maneras en las que se nos introduce o se nos enseña a orar. Una de ellas es la oración del Padrenuestro. Otra es la que como Iglesia hemos rezado por siglos y la cual nos ha ayudado en muchas maneras como lo es, el Ave María y usualmente lo rezamos en el Santo Rosario. Pero una de las mejores maneras de oración es el de orar en Espíritu y verdad. (Jn 4: 23)

¿Pero qué significa ese adorarlo en espíritu y verdad? Pues significa que estamos vinculados a él, en conciencia, pero no obligados a él. Es decir, que nuestro ser interior estará unido a él, pero sin ser forzados. Y el mismo Señor Jesús nos lo enseñó, dándose a sí mismo y mostrándonos su vinculación con el Padre, no forzadamente, sino que en una manera humilde, no obligado, pero con el libre deseo de hacerlo.

Por otro lado tenemos que estar conscientes que al adentrarnos a la oración interior, estamos aceptando voluntariamente tener ese encuentro personal con Jesús, así como él lo tuvo con su Padre. Veamos por ejemplo el Evangelio de San Lucas 22: 39-42: “Después Jesús salió y se fue, como era su costumbre, al monte de los Olivos, y lo siguieron también sus discípulos. Llegados al lugar, les dijo: «Oren para que no caigan en tentación». Después se alejó de ellos como a la distancia de un tiro de piedra, y doblando las rodillas oraba con estas palabras: «Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Entonces se le apareció un ángel del cielo para animarlo. Entró en agonía y oraba con mayor insistencia. Su sudor se convirtió en gotas de sangre que caían hasta el suelo.”

Qué hermoso encuentro de Jesús con Abbá papito. Se debe llegar a tal punto que podamos dialogar con él, de tal manera, que en nuestro interior podamos descubrir el deseo fecundo del Padre para nuestras vidas. Y claro eso significa sacrificio y entrega total, aceptando lo que él disponga y no lo que nosotros queramos de él. Además, Jesús en su oración profunda, nunca escuchó del Padre decir: “Mira Hijo, te voy a decir lo que debes de decirle a los que te van a crucificar…” Dios no trata con nadie de esa manera. La misma experiencia de la Pasión sería la que daría la pauta y el testimonio de lo que Dios ha querido siempre para su pueblo, la salvación de sus almas.

En nuestra oración buscamos no como Dios me puede agradar a mí, ni buscamos lo que Dios le quiere decir a alguien más por mi conducto, sino: como yo puedo agradar a Dios. Además recordemos que a Dios no lo debemos de buscar solamente en la algarabía (bullicio desordenado) o, en medio de la euforia, más bien, debemos buscarlo en el silencio de nuestras almas, ya que es ahí en donde verdaderamente podremos escuchar su Palabra. “La oración de fe no consiste solamente en decir «Señor, Señor», sino en disponer el corazón para hacer la voluntad del Padre” (Mt 7: 21)

Eso es precisamente lo que hizo Jesús, doblando rodillas y rostro postrado en tierra. Recordemos que Jesús fue hombre carnal (Sarx), que experimentaba como nosotros dolor ya sea físico o corporal. ¿No es cierto que cuando nos hacen daño, sufrimos? Más sin embargo, únicamente aquellos que han estado a punto de ser asesinados, quizá con una pistola apuntada en su rostro o su corazón, después de haber sido torturado, podrá comprender el momento tan crítico que el Señor atravesó en ese huerto. Solamente la fe proyectada en su humanidad, logró que el mismo Espíritu del Padre le diera las fuerzas necesarias para sobre llevar a aquel instante de angustia.

Jesús, supo siempre desde su niñez, a lo que se había comprometido. Isaías en el capítulo 6 y verso 8 nos habla al respecto: “Y oí la voz del Señor que decía: « ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?» Y respondí: «Aquí me tienes, mándame a mí”. Él sabía exactamente el propósito de ese instante al que llamamos Kénosis, es decir ese desprendimiento de su divinidad e igualdad con Dios Padre. Aun así sabiendo su misión, experimentó el sentirse abandonado no solamente por los que aunque caminaron con él, nunca supieron el verdadero valor, ni mucho menos el significado del nacer de nuevo en el Espíritu, sino que también en cierta manera percibió a plenitud el desprendimiento del Espíritu, para experimentar la carne que forma nuestra humanidad.

En ese proceso, Jesús oró con mucho más ímpetu, aunque la carne lo dominaba por instantes, él confió que el Espíritu del Padre respaldaría su accionar.

“La carne es débil, pero el Espíritu es fortaleza”. Creo que esa misma es nuestra lucha. Nuestra carne es débil y por lo tanto nos dejamos conducir por la misma y nos olvidamos que en medio de nuestros problemas o situaciones dolorosas, el Espíritu del Padre es quien está ahí, siempre dispuesto a atendernos en los momentos más críticos de nuestras vidas. Es por ello que muchos se alejan, porque no saben apreciar la gracia de Dios en medio de sus desiertos o huerto de sus pasiones. Es que cuesta doblar rodillas y postrar nuestro rostro en tierra, humillados ante su bendita presencia para decir: “Padre, que en medio de lo que estoy sufriendo, tu nombre sea glorificado”.

Hay que soltarnos al Espíritu de bondad, desistiendo de nosotros mismos para que el Señor, ilumine nuestro ser, siendo él, el que nos introduzca a la verdad total y, sobre todo, para que en medio de nuestra oración, sepamos a plenitud el destino de nuestra misión.

Jesús nos enseña a orar

“El Hijo de Dios hecho Hijo de la Virgen aprendió a orar conforme a su corazón de hombre”. NC 2599

Jesús oró en todo momento. Antes de un milagro (Mt 15: 35-36); Durante su martirio en la Cruz del Calvario (Mc 15: 33-34). El Señor nunca dejó la comunicación con el Padre. Inclusive en los momentos en que pareciera que no mucho le interesaba los dolores de los demás, él siempre estuvo orando (Jn 11: 21-22; 38: 44)

El Señor siempre oró confiado en que el Padre lo escuchaba siendo toda su oración llena de entrega y humildad, dejando que fuera Dios mismo, quien obrara desde antes que se lo pidiese (Jn 11: 41-43). Sería interesante saber cuántos de nosotros somos humildes y entregados al diálogo con Dios. Claro alguien dirá pro ahí que son humildes por el hecho de no tener dinero. Todos los que conocemos del amor del Padre sabemos que la falta de dinero no nos hace serlo, por el contrario hay tantos pobres de dinero que son más orgullosos y soberbios que algunos acomodados en sus riquezas. Más bien, debemos de recordar lo que nos dice el Evangelio de San Mateo en el 5: 3 “Felices los que tienen el espíritu del pobre, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.

A pesar de su humanidad, Jesús nunca se dejó llevar por las circunstancias que le rodeaban, ni por los problemas, cansancios ni dolores (Mc 4: 35-40) Él siempre sostuvo la comunicación con el Padre hasta el máximo, dando su propia vida por obedecerle. De la misma manera nuestra vida de oración debe de consistir en entrega y sacrificio, en obediencia y en amor[2] .

Jesús, nos enseña que debemos de confiar plenamente en el Padre, que nunca vengamos a él, sin creer que lo que necesitamos, ya nos lo ha concedido (Mt 6: 6)

Además el Señor también nos enseña que debemos tratar de alejarnos del bullicio del mundo. Que constantemente busquemos los lugares más silenciosos. Él, aprovechó a plenitud esos momentos a solas con el Padre, compartiendo su oración humana, en medio de sus debilidades y angustias, (Lc 22: 41-42) pidiendo constantemente por cada uno de sus seguidores y por las necesidades de su pueblo (Jn 17: 9-11). Una vez más insistimos, no para que Dios nos diga lo que a otros les pasa, más bien, es para que por medio de nuestra oración, las necesidades de los demás, sean atendidas por Dios.

Jesús nos pide que dediquemos tiempo para nuestra oración personal. Que por un momento nos apartemos de lo que nos rodea y que sin desanimarnos doblemos nuestras rodillas para hablar con el Padre que escucha y que atiende a nuestras súplicas (Mc 14: 37-38)

Uno de los aspectos más importantes de la oración de Jesús es que nos guía a la presencia del Padre a través de la oración de contemplación, es decir que nos lleva a un acercamiento más directo con Dios, hasta el punto tal, que lograremos visualizarlo en el mismo Señor Jesucristo. (Jn 14: 7-14; Col 1:15)

Si verdaderamente deseamos llegar a éste instante, debemos reconocer que a Dios se le busca en los buenos y en los malos momentos. Hay quienes lo buscan solamente cuando se encuentran enfermos o porque sus hijos tienen problemas, etc., olvidándose de él cuando se encuentran bien.

Es por ello que se hace muy difícil para muchos de nosotros lograr comprender del por qué estamos en tal situación (de enfermedad o dolor), y por más que pedimos al Padre que nos sane, es como que él no nos escucha. Pero debemos de aprender a perseverar en esos momentos de angustias, penas o enfermedades, sin preocuparnos del por qué Dios no nos atiende, más bien dándole gloria por los momentos difíciles que atravesamos. Veamos nuevamente a Jesús en el huerto, tres veces oró la misma oración: “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa”. Aun así no recibió respuesta audible del Padre; sin embargo, reconoció en su interior que el Padre estaba ahí, junto a él, y eso lo animó a levantarse y con fortaleza espiritual dijo: “…pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.

Un ejemplo bien hermoso que tenemos es el de Santa Rosa de Lima, quien oraba de la siguiente manera: “¡Padre, aumenta mis dolores, pero con la misma medida, auméntame tu amor! “ Su bella oración nos enseña que tenemos que ir más allá del tiempo o el momento en el que nos encontramos; y tomados de las manos del Espíritu Santo, es precisamente en ese instante en el que verdaderamente nos acercamos más y más al Señor.

No se trata simplemente de lanzar una oración de flecha: “¡Ayúdame Dios mío!”, o que al comenzar nuestra oración, nos de sueño y nos quedemos dormidos, diz que descansando en el Espíritu. Si nos dormimos en los momentos en los que todo nos sale bien, ¿qué pasará cuando nuestra oración sea llevada por la necesidad de adorar y ensalzar su bello nombre?

Santa Teresa la Grande, oraba en todo momento para vencer las tentaciones de la carne. Un día está en su oración cuando le dieron ganas de ir al baño a hacer del dos. Entró pues al sanitario y sentadita empezó a adorar al Padre diciendo: “Mi alma te alaba mi Dios y mi Señor…” Cuando en eso entra el Diablo y le dice: “Pero mira nada más, cómo tu orando, en gran alabanza a Dios en medio de estos olores; este no es el lugar indicado para tu adoración.” Entonces Teresa le responde: “Mira Diablo, todo lo que sale de mi pecho, va para Dios y todo lo que sale de mi estomago, va para ti.” En ese momento el Diablo se retiro.

Jesús oró con gran intensidad en el Huerto hasta sudar sangre dijimos y aun así la Escritura no nos dice que Dios le respondió, pero el Espíritu le acompañó. El Señor siempre supo que ese Ruah del Padre ya moraba sobre él, y que sería aquel soplo Jesus_067quien le daría la fortaleza para continuar su Pasión.

Es curioso escudriñar los instantes en los que Jesús orando se comunicaba con el Padre. Cuántas veces pidió por él mismo y cuantas por el pueblo. En nuestro balance, ¿Cuántas veces le pedimos a Dios por nuestros problemas y cuántas veces pedimos por las necesidades del mundo? ¿Cuántas veces estamos como la llorona? Siempre en quejabanza y no en verdadera alabanza.

Cuando Jesús fue llevado al matadero, fue maltratado y abusado físicamente y más sin embargo nos damos cuenta a través de las Escrituras que nunca se quejó, excepto una en la que preguntó a aquel soldado del por qué le había pegado. (Jn 18: 22-23) Es que él sabía perfectamente que en medio de aquel dolor, de todo sufrimiento, el poder y la gloria de Dios se manifestaría por medio de su Espíritu de amor. Eso le animó a levantarse después de caer tres veces y de soportar aquellos clavos que poco a poco penetraban sus manos y sus pies. Aun así, ya clavado, nunca dejo de misionar, siempre fiel y obediente salvando a un mal hechor de todos sus pecados, bebiendo de aquel vino agridulce, que significaba las amarguras que cargaba en sí de la humanidad y finalmente, el proceso de experimentar hasta su último aliento aquella Kénosis y sentirse abandonado por él mismo: “…y a esa hora Jesús gritó con voz potente: «Eloí, Eloí, lammá sabactani», que quiere decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»”

Ese es el drama de la oración. Pensar por un momento que Jesús se sintió abandonado y lograr por encima de eso la victoria sobre el pecado. ¿Cuál es el drama de nuestra oración? ¿De qué pata nos estamos quejando? Analicemos seriamente nuestras vidas y pongamos sobre una balanza el peso de la oración y el peso de nuestra quejabanza. ¿Qué pesa más? ¿El Espíritu de amor o nuestras propias necesidades?

Por supuesto que no solamente en la tristeza se encuentra al Señor. También lo encontramos en medio de la alegría. Cuando los hermanos vienen a mí en búsqueda de oración, y vienen con cara de chucho a medio morir, les advierto que para que Dios responda a su petición deben de venir alegres pues en precisamente el venir así como Dios sabe que en medio de toda oscuridad, su nombre será enaltecido, pero si venimos hasta con la lengua de fuera, entonces la respuesta de Dios dilatará hasta que mostremos que creemos sin ver.


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