En el evangelio de San Lucas, capítulo 4 versos 14 al 19 nos dice: “Jesús volvió a Galilea con el poder del Espíritu. Llegó a Nazaret, donde se había criado, y el sábado fue a la sinagoga, como era su costumbre. Se puso de pie para hacer la lectura, y le pasaron el libro del profeta Isaías. Jesús desenrolló el libro y encontró el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí. Él me ha ungido para llevar buenas noticias a los pobres, para anunciar la libertad a los cautivos y a los ciegos que pronto van a ver, para poner en libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor”.
En este pasaje nos damos cuenta de la unción espiritual que Jesús obtuvo el día de su bautismo. Hay varias cosas que vamos a analizar en este párrafo, pero antes que nada debemos de escudriñar un poco más el mismo hecho del bautismo. Ya hemos discutido en varias ocasiones el sentido general del mismo en Jesús, pero en esta ocasión debemos de analizarlo desde el punto de vista de nuestro propio bautismo.
Dijimos que cuando a nosotros nos llevan a la pila bautismal, son nuestros padres y padrinos los responsables de que nuestras vidas estén encarriladas a una vida recta en el mismo amor de Dios. ¿Pero qué ha pasado? Nuestras vidas tomaron rumbos diferentes, en los que algunos fuimos desviados por las circunstancias que nos rodeaban. Algunos, llevados por el dolor o la tristeza, cayeron en las garras de la tentación del odio y del rencor, de las ansias de venganza y por lo tanto sintiéndose abandonados, cayeron en depresión y apatía espiritual.
Jesús mismo en su humanidad, experimentó una sensación de entusiasmo al escuchar aquellas palabras que bajaban del cielo: “Tú eres mi Hijo, hoy te he dado a la vida”. Lc 3: 22 Pero al igual que nuestros familiares, después de la fiesta, viene la cruda. Jesús fue llevado por ese Espíritu recibido, al desierto de su vida. Fue ese instante de 40 días y 40 noches en las que se le revelaría el destino en el que sería atravesado, el cual él mismo había escogido. Recordemos que el Señor antes de su bautismo, fue preparado para su sacrificio por su misma Madre. Ella le dio el conocimiento de todo aquello que lo llevaría a dar la vida por la humanidad. Lc 2: 40. Lc 2: 52
El desierto de Jesús, representa en nosotros, todo aquello que va sucediendo en nuestras propias vidas. Cuánto dolor no hemos experimentado, sintiéndonos sedientos de una mejor vida, hambrientos de amor. A cuántos nos hizo falta un abraso o un beso; quizá nunca escuchamos aquella frase anhelada en el corazón: “Te amo”. Posiblemente lo que experimentamos fue violencia, abandono, y por lo mismo hoy día sufrimos aun las consecuencias de aquel desierto por el que fuimos conducidos después de haber sido bautizados.
Veamos a nuestro alrededor y nos daremos cuenta que aun llevamos con nosotros, aunque muy escondido dentro de nuestro corazón, aquellas desconfianzas, aquellos miedos de sentirnos nuevamente abandonados en la soledad. Es por ello que algunas mujeres sufren violencias de parte de sus compañeros de vida, porque tienen miedo de estar solas, de que nadie las alimente o les de techo, poniendo las mismas cantaletas de, “qué pasará con mis hijos sin su padre”, como escusas para no salir adelante como verdadera hija de Dios.
Cuántos hombres usan el alcohol como excusa para no recordar su pasado, en el que quizá fueron violados, maltratados o abandonados por aquel padre que supuestamente debía de haber estado allí para cuidar de ellos.
Las tentaciones por las que Jesús fue pasado en su desierto, son las mismas que nos persiguen hoy día en los nuestros. Hay que recordar que al igual que nosotros, Jesús tuvo puesta la vestidura de la misma humanidad, experimentando las mismas necesidades que nosotros. En el Gaudium et Spes 22 párrafo 3, nos dice: «El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado».
El Papa Juan Pablo II afirmaba en su catequesis “Jesús verdadero Dios, verdadero hombre” en la sección “semejante en todo a nosotros, menos en el pecado”, en el numeral 3 nos explica la humanidad del Señor: “Él experimentaba verdaderamente los sentimientos humanos: la alegría, la tristeza, la indignación, la admiración, el amor. Leemos, por ejemplo (nos dice el Santo Padre), que Jesús “se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo” (Lc 10: 21); que lloró sobre Jerusalén: “Al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: ¡Si al menos en este día conocieras lo que hace a la paz tuya!” (Lc 9; 41-42); lloró también después de la muerte de su amigo Lázaro: “Viéndola llorar Jesús (a María), y que lloraban también los judíos que venían con ella, se conmovió hondamente y se turbó, y dijo ¿Dónde le habéis puesto? Dijéronle Señor, ven y ve. Lloró Jesús…”” (Jn 11: 33-35).
Siendo Jesús el hombre verdadero, aun sabiendo su destino, se dejó conducir a ese desierto y fortalecido por la presencia de ese Espíritu de amor, logró vencer aquellas tentaciones que el enemigo sutilmente le proponía. Pero después de vencer aquellas tentaciones, Jesús no dijo: “Que chulo, ahora ya todo va a ser de color de hormiga”. Qué bueno hubiese sido para el Señor que ya nada más le atormentara. No fue así. Con el mismo valor con el que venció en el desierto, toma la decisión de agarrar al toro por los cuernos y se presenta en la ciudad en donde creció. Es allí en donde da principio a su ministerio, anunciando al mundo entero a lo que ha venido.
¿Fue eso fácil para Jesús? Mmm. Alguno podremos decir que sí porque era Dios mismo, pero otros dirán que no porque saben lo que esto significa en carne propia. Miremos el valor del Señor al entrar en aquella Sinagoga y atreverse a tomar el rollo de Isaías y leer en el capítulo 61 y verso 1 y terminar diciendo: “Hoy se cumplen estas palabras proféticas y a ustedes les llegan noticias de ello” Lc 4: 21 La gente dice la Escritura que se le quedaban viendo admirados de la forma en la que hablaba y mientras unos lo alababan, otros criticaban. Al final nos relata el texto, que lo sacaron de la Sinagoga y llevándolo a un cerro (como prediciendo el lugar en donde sería crucificado), lo querían apedrear, pero que él, pasando en medio de ellos se fue.
Bien, ahora expliquemos la lectura que leímos al principio. Hay tres aspectos importantes en los que Jesús basaría su ministerio. Primero dice el verso 18: “El me ha ungido para llevar buenas noticias a los pobres” En las clases pasadas hemos estado hablando sobre los principios de la enseñanza social católica, teniendo como primer principio, la “dignidad de la persona”. Jesús vino en búsqueda de aquellos que siendo marginados por la sociedad, son abusados y pisoteados, devolviéndole la dignidad, para que en medio de su pobreza, ellos pudieran conocer que Dios los amaba y no solamente de palabra, de la boca para afuera, sino que, dándose así mismo, partiéndose en la Cruz del Calvario, demostrándoles que sí, que verdaderamente hay esperanza en su amor.
No solamente a los pobres por no tener dinero, pero también a aquellos que sufren por ser mujer o por ser niño, por aquellos que por su decisión de ser diferentes a los otros, son abusados, maltratados o abandonados. Cuando Jesús caminaba en medio de aquellas poblaciones, se daba cuenta de las necesidades de las gentes. A cuántos no sanó; miremos como ejemplo a aquel hombre que llevaba ya treinta y ocho años junto a la piscina de Betesda. Me imagino que a este hombre lo llevaban sus familiares y lo dejaban allí tirado y abandonado. ¿Por qué no se quedaban para ayudarle a meterse cuando el ángel movía las aguas? Porque quizá habían cosas “más importantes” que hacer que perder el tiempo en espera de un “ángel” para darle solución al problema que les aquejaba. Quizá le decían: “Tu invalidez no es nuestra, por lo tanto es tu problema”. Jesús se dio cuenta de ello porque sabía a lo que había venido y sin meterlo en el agua, lo sanó, devolviéndole su dignidad.
En el segundo punto nos dice la Escritura: “…para anunciar la libertad a los cautivos”. Cuántos de nosotros no vivíamos encadenados a aquel vicio, a aquella violencia doméstica; cautivos a esos celos incontrolados que han llevado a muchos a la violencia, culminando con el asesinato; a aquella alimentación desordenada, sufriendo de bulimia u obesidad; aquellos que viven apresados en el homosexualismo y el lesbianismo; por aquellas mujeres encadenadas a la prostitución y al aborto; por aquellos niños que sufren las cadenas de padres alcohólicos y drogadictos, convirtiéndose ellos mismos en la misma estampa de sus padres. Jesús vino por todos ellos y por nosotros también.
El Señor no se aparta de ellos, siempre está allí, no para criticar del porque son o no son, más bien, para ir más profundo en su interior y devolver a cada uno, la verdadera libertad a la que todos hemos sido llamados a experimentar. Veamos como ejemplo al otro paralítico, aquel que bajaron por el techo. Los que lo acarrearon lo trajeron por una razón solamente, ¿no es cierto? ¿Qué era esa razón? Pues el de que lo levantara de su camilla. Pero Jesús que conoce la cantidad de nuestras cadenas, trata primero con las que tienen el candado principal, antes de liberarnos de nuestra enfermedad física: “Amigo, tus pecados quedan perdonados”. Lc 5: 20 y al final le dice: “Yo te lo ordeno: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”. Y al instante el hombre se levantó a la vista de todos, tomó la camilla en que estaba tendido y se fue a su casa dando gloria a Dios”. Lc 5: 24-25
Jesús inundado con el poder de aquel Espíritu recibido en el bautismo, tiene tanto el poder para vencer las tentaciones, como para darnos libertad a los que vivimos cautivos de la vida.
En el tercer punto: “…y a los ciegos que pronto van a ver, para poner en libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor”. Él vino para ser testigo del amor de Dios. No como testigo jurídico que es llamado para atestiguar como acusador o como defensor, más bien, en el hecho real de su desprendimiento del Padre, de quien proviene para brindarnos lo que hay en Dios para nosotros. “El Hijo de Dios se hizo hombre para que el hombre, todo hombre, se haga hijo de Dios”. Cuando la Palabra habla sobre “…los ciegos verán”, no nos habla sobre los que siendo faltos de vista física, fueron sanados por él. No esto significa que vino para darle visión a aquellos que encontrándose ciegos espiritualmente, no lograban ver la luz del amor de Dios en sus vidas. Por eso aquella canción nos dice: “Enciende una luz en la oscuridad y déjala brillar. No la puedes apagar ante tal necesidad…” Esa es luz que Jesús viene a prender en lo más íntimo de nuestro ser. Cuántas veces no hemos experimentado oscuridad en nuestras vidas y cuando todo está oscuro no vemos para donde vamos y menos podemos visualizar el punto exacto en donde está el amor del Padre. Para eso precisamente vino Jesús. Él se despojó de su igualdad con Dios[3] para experimentar en su Bautismo la realidad del hombre que se consume en la ceguera a la cual le lleva el mundo. Vino para ser testigo de la verdad, es decir del verdadero amor que transforma vidas.
Jesús vino con ese propósito, pero una vez más es bueno decirlo, esta parte de su ministerio lo hizo, solamente después de ser bautizado y probado en el desierto. Hoy día sabemos eso porque lo leemos en las Escrituras, pero nos cuesta comprender el hecho porque solamente lo leemos o lo escuchamos como una simple poesía y es por lo mismo que no ponemos en acción esa gracia de Dios derramada en nuestras vidas como fuente de agua que da vida.
Todo esto suena bonito. ¿Qué le trajo esto a Jesús? Nada más que críticas, acusaciones, persecuciones, su Pasión y por último la Cruz. Es precisamente ahí en esa Cruz en la que él demostró en su plenitud, el ser, el verdadero testigo de la verdad. Su misma humanidad lo hizo experimentar dolor y sufrimiento e inclusive, supo comprender en el instante de la Cruz, aquel momento en el que se sintió en la más grande de las soledades, sí, en aquel desierto en donde venció la tentación. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?… Pero Jesús, dando un fuerte grito, expiró” Mc 15: 33-37 Mientras que en el evangelio según San Juan leemos: “Jesús probó el vino (amargo) y dijo: «Todo está cumplido.» Después inclinó la cabeza y entregó el espíritu”. Jn 19: 30
Primero se experimenta lo amargo de la vida y luego después de haber cumplido lo que Dios nos ha encomendado, es entonces que nuestro espíritu vuelve nuevamente a él, es decir, a Shalom.
A eso precisamente estamos llamados cada uno de nosotros. Primero que nada a darnos cuenta que no se trata solamente de apuntar con el dedo a nuestros padres y padrinos por no habernos llevado de la mano por los caminos correctos. Tenemos que entender que se trata de vivir en carne propia como Jesús, la experiencia de nuestro bautismo, dejando que el Espíritu de Dios que ya vive en nosotros como el templo de Dios que somos, nos conduzca hacía el mismo amor que un día recibimos en medio de nuestros propios desiertos y madurando en ese mismo amor, confiemos plenamente que después de ser perseguidos y maltratados, un día llegaremos (muy pronto), a nuestro destino que es la cruz y que de allí nuestro brinco será para la vida eterna.
Esto no es nada fácil. Lógicamente debemos de estar compenetrados que el proceso es largo y lento, entendiendo que nada de eso se compara con la corona que un día recibiremos allá en la gloria eterna, los que permanecimos, perseveramos y vencimos las tentaciones en medio de aquel desierto de la vida.
Jesús hoy día está sentado a la derecha del Padre en espera que nosotros lleguemos como el hijo pródigo. ¿Estaremos listos? Para ello ya sabemos lo que hay que hacer… Simplemente amar y dejarnos amar.
Pan de Vida, Inc.