Estamos llamados a evangelizar

Introducción a los evangelios

En el Evangelio de San Mateo en el capítulo 28 del verso 18 en adelante, Jesús nos hace la invitación a evangelizar en una manera muy especial: “Jesús se acercó y les habló así: «Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra.  Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia.»” 

Es interesante en la forma en la que Jesús nos pide el anunciar la
Buena Nueva. Pero para que nosotros podamos comprender este mandato, tenemos primero que nada, empezar a experimentar por nosotros mismos esta Nueva Buena en nuestras propias vidas.

Tenemos que saber que desde el momento en el que fuimos bautizados dentro de nuestra fe, estamos llamados a llevar el Evangelio de amor y redención a la humanidad. ¿Pero, cómo lo haremos? Pues envolviéndonos en todo lo que la Iglesia nos permite, de acuerdo a nuestras capacidades. Recuerda, no estoy diciendo de acuerdo a nuestra inteligencia, sino más bien de acuerdo a nuestros carismas y dones espirituales.

En la cita que mencionamos anteriormente, nos enfocaremos en algunos puntos muy importantes, para poder comprender el llamado a evangelizar. Empecemos por el primero: “Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra…”  Jesús siendo uno con el Padre (Jn 14:6-9), tiene autoridad sobre la Iglesia que se adhiere a él en un mismo espíritu, y en su autoridad, nos invita a evangelizar no solamente como un mandato por obligación, si no qué, con su propia experiencia, enseñándonos a llevar una vida recta, para por medio de nuestras vidas, podamos de la misma manera dar ejemplo de seres que viven a plenitud la experiencia de haber sido evangelizados. Ese mismo poder, Jesús nos lo da a nosotros, los que creemos verdaderamente en él y que nos dejamos envolver de su amor. Recordemos que su autoridad es obtenida por su relación con el Padre y su deseo absoluto de llevar la Buena Nueva a la humanidad, sacrificando su vida por amor al Padre y a cada uno de nosotros. Ese es su poder. El poder de amar como el Padre nos ama, demostrándonos que si lo hacemos por amor y confiamos plenamente en su poder, obtendremos victoria.

Su poder no es autoritativo, aunque él pudiese hacerlo así. Bien pudiera Jesús haber tomado un látigo y a latigazo limpio, obligar a los apóstoles a evangelizar, infundiendo el miedo en sus corazones, para que ellos a su vez infundieran el miedo a los que iban a ser evangelizados, pero como nos dice la Escritura: “y sabrán todas estas gentes que Yahvé no necesita espada o lanza para dar la victoria, porque la suerte de la batalla está en sus manos.»” 1 Sam 17:47

La segunda frase que estudiaremos es la siguiente: “Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el  Nombre  del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” En la primera Jesús nos dice quien es él y su autoridad tanto en el Cielo como en la tierra, expresando su concordancia con lo que él mismo nos enseño al rezar el Padre nuestro, “haciendo la voluntad de su Padre tanto en el Cielo como en la tierra” Mt 6:10 En la siguiente parte, nos da su mandato, de hacer que “todos los pueblos” sean sus discípulos, pero la pregunta del siglo es ésta: ¿Cómo lo voy a hacer? Bueno esa es una pregunta muy fácil de responder, ya que implica nuestro sincero deseo de hacer la voluntad del Padre. Ahora que es ahí en donde irradia nuestro problema. Nunca queremos hacer la voluntad del Padre cuando él nos pide que sacrifiquemos nuestras vidas, por su amor. No nos gusta la idea de salir y compartir con el vecino, en nuestros trabajos, en la escuela, y mucho menos queremos compartir la Buena nueva con nuestra propia familia.

Pensemos por un momento lo que Jesús hizo por cada uno de nosotros, al compartir su amor en una entrega total que lo llevó al madero. Así nos ama y así de esa manera se dio así mismo como último sacrificio para enseñarnos la manera en la que debemos de evangelizar, llevando su Palabra de amor y salvación y a su vez trayendo almas a sus pies.

Es necesario pues, que nos despojemos de todo nuestro interior y que rechacemos los miedos, los temores al fracaso y digo “al fracaso”, porque muchas veces pensamos que somos ineptos, que no sabemos hablar y que no tenemos sabiduría para poder compartir lo que Cristo ya hizo por nosotros en la Cruz del Calvario. Mira por ejemplo a Moisés, él tenía preparación secular, digamos que llegó a estudiar en la universidad de Los Angeles (UCLA), estaba bien preparado para las cosas del mundo secular, pero cuando fue llamado por el Señor, todo lo que aprendió en la universidad, quedo hecho papilla, pues Dios no pedía de él sabiduría humana, más bien Su petición fue el de ir y rescatar al pueblo que vivía bajo la esclavitud en Egipto. Moisés le puso pretextos a Dios, diciéndole que él no podía hacer lo que le pedía, pues no era muy elocuente y que hasta tartamudeaba: “Moisés dijo a Yahvé: «Mira, Señor, que yo nunca he tenido facilidad para hablar, y no me ha ido mejor desde que hablas a tu servidor: mi boca y mi lengua no me obedecen.» Le respondió Yahvé: « ¿Quién ha dado la boca al hombre? ¿Quién hace que uno hable y otro no? ¿Quién hace que uno vea y que el otro sea ciego o sordo? ¿No soy yo, Yahvé?  Anda ya, que yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que has de hablar.» Pero él insistió: «Por favor, Señor, ¿por qué no mandas a otro?» Esta vez Yahvé se enojó con Moisés y le dijo: « ¿No tienes a tu hermano Aarón, el levita?  Bien sé yo que a él no le faltan las palabras. Y precisamente ha salido de viaje en busca tuya y, al verte, se alegrará mucho. Tú le hablarás y se lo enseñarás de memoria, y yo les enseñaré todo lo que han de hacer, pues estaré en tu boca cuando tú le hables, y en la suya cuando él lo transmita.  Aarón hablará por ti igual que un profeta habla por su Dios, y tú, con este bastón en la mano, harás milagros.»” Ex 4:10-17

¿Cuántos pretextos le hemos puesto a Dios para no hacer su voluntad? Que otros prediquen, que otros sean los que evangelicen a mi familia, a mi comunidad. Además es responsabilidad del sacerdote y de las monjas de hablar de Dios y nos quedamos siempre esperando a que nos atiendan y nos enojamos cuando el clero no hace como nosotros les pedimos, cuando no nos atiende el padre de la parroquia y es entonces que decidimos ir en búsqueda de otros lugares en los que supuestamente nos atenderán mejor. Jesús vino a servir y no a ser servido nos dice su Palabra (Mc 10:45) y lo demostró a tal grado que su amor todavía persiste en medio de nosotros.

Debemos de compenetrarnos en su amor, experimentar su dolor, para poder comprender del por qué él nos pide que hagamos de todos los pueblos sus discípulos. No podemos traer almas a sus pies, cuando nosotros no hemos venido a él. Cuando sabemos de un vecino que se fue a la guerra, oramos para que todo le vaya bien, pero no sabemos en nuestra propia carne lo que la familia está atravesando al tener a ese hijo o padre en el frente de batalla. Si él muere, solamente decimos “pobrecito, dio su vida por amor a su país” y lo dejamos hasta ahí. No entendemos el dolor profundo que esta familia experimenta en este momento, hasta que eso sucede con nuestra propia familia. Es entonces que podemos comprender ese dolor al perder a nuestro ser querido. De la misma manera no podemos hacer que todos los pueblos sean discípulos del Señor cuando nosotros mismos no estamos viviendo ese discipulado.

Recuerda que no es el conocimiento de la letra, lo que te forjará sabio, ni tampoco el ser un gran orador o que manejes bien el verbo, todo lo contrario, pues si tienes todos estos conocimientos humanos, pero no te sueltas en la sabiduría del Señor, de nada te servirá. Dios te ha dado dones y carismas, lo dijimos anteriormente y cada uno de nosotros tiene uno en particular, ya sea este de hablador como yo, o que cantes (no como yo) o que se te facilite escribir o pintar o que te sientas cómodo moviendo una silla, tomando una escoba y ayudando a limpiar el Templo, etc. Todo esto ponlo al servicio del Señor, pues la recompensa será grande, la vida eterna.

Ahora moviéndonos al último párrafo de la lectura: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia” Mira solamente que promesa tan especial nos hace Jesús. Él nunca nos dejará abandonados a nuestros propios destinos. Jesús que no tenía en donde recostar su cabeza (Lc 9:57), que caminó sólo en el desierto (Lc 4:1-13) y que en el momento de su aprensión, fue abandonado por todo el mundo especialmente los más allegados a él (Mt 26:56), nos promete que nunca nos dejará en las mismas condiciones en las que nosotros lo dejamos a él cuando no hacemos su voluntad y trabajamos solamente para satisfacer nuestros propios egos personales, para vanagloriarnos de lo que hacemos en la Iglesia y no necesariamente, para darle honor, honra y gloria a aquel que nunca nos abandona.

Ese es el Señor para nosotros, pero lo que debemos de preguntarnos en este momento es: ¿Soy yo verdaderamente para el Señor? ó simplemente hago lo que hago sin estar consciente de su amor.

Claro que hay que comprender que en ocasiones, la vida rutinaria que llevamos, no nos permite servirle verdaderamente y a veces por cuestiones de compromisos seculares, no podemos experimentar la presencia de Jesús a nuestro lado. Especialmente cuando estamos viviendo una enfermedad, o un problema de violencia doméstica, nos preguntamos si en realidad esa promesa del Señor es verdaderamente real. Eso nos va hundiendo en nuestro interior y va ahogando lo mucho que queremos servirle. Pero es que no queremos profundizar en su promesa. Dios está constantemente ahí junto a nosotros, experimentando nuestro propio dolor y sufrimiento, derramando lágrimas por ti, y aun nosotros nos sentimos abandonados y en lugar de acercarnos a él, mejor buscamos todo tipo de experiencia exterior, en vicios como el alcohol, las drogas, las pasiones desordenadas, las infidelidades y hasta los golpes a nuestros seres queridos. No encontramos paz, porque nos sentimos abandonados por Dios. Lanzamos una mirada al Cielo y preguntamos: “Dios mío, por qué no me respondes, ¿es acaso que estás sordo?” A lo que Yahvé te responde: “¡No hijo, no estoy gordo!” Es que su mano está sosteniéndonos en cada tropiezo que damos. Es como nuestros hijos cuando empiezan a caminar: los tomamos fuerte de sus manitas y poco a poco los vamos soltando hasta que empiezan a dar pasos por ellos mismos, pero cuando tropiezan, vamos inmediatamente a levantarlos y a contemplarlos y ellos a su vez se sienten protegidos y su llanto dura solamente un instante, pues experimenta el amor de sus padres. Lo mismo es con el Señor, él es nuestro Padre que nunca nos abandona y “aunque nuestros pies tropiecen con piedra alguna, no debemos de temer, pues él está ahí para sostenernos” Sal 91

Leamos en la carta de San Pablo a los romanos: “¿Qué más podemos decir? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?  Si ni siquiera perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos va a dar con él todo lo demás? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Acaso las pruebas, la aflicción, la persecución, el hambre, la falta de todo, los peligros o la espada?  Pero no; en todo eso saldremos triunfadores gracias a Aquel que nos amó.  Yo sé que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni las fuerzas del universo, ni el presente ni el futuro, ni las fuerzas espirituales, ya sean del cielo o de los abismos, ni ninguna otra criatura podrán apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” Rom 8:31-37

Dios en su Hijo Jesucristo, nunca nos abandonará en nuestro trabajo de evangelización y por muy duro que esto nos parezca, él siempre estará a nuestro lado, pues su promesa es justa, ya que él es justo.

Para que nosotros podamos comprender lo que el Señor nos promete, debemos de estar compenetrados en la lectura asidua de la Biblia, profundizando y reflexionando a plenitud todo lo que él hizo por cada uno de sus amados. En realidad eso es la Biblia, especialmente cuando hablamos del Nuevo Testamento y más aun cuando nos enfocamos en la lectura de los Evangelios.

En ellos Jesús nos da una clara visión de lo que significa evangelizar, siendo obediente al Padre en todos los aspectos y aunque los cuatro Evangelios nos apunten a Jesús en diferente manera (esto lo estudiaremos en la próxima clase), los cuatro nos invitan a adentrarnos en nuestra misión evangelizadora, proclamando su Palabra de amor, no solamente leyendo la Biblia, si no qué poniendo en acción lo que ahí leímos.

Recordemos que la palabra Evangelio, viene de la palabra griega “Euanglion” que significa “buenas noticias” y que tiene sus raíces en “ángel” y como todos sabemos ángel significa enviado o mensajero de Dios. Por lo tanto si dividimos ésta palabra griega en dos tenemos que “Eu” significa “Buena” “anglion” mensajero. Cuando la utilizamos en la lectura de la Biblia, está palabra significa “Buenas nuevas del Señor Jesús” Por lo tanto al leer la Biblia, nos estamos comprometiendo con el Señor Jesús a ser mensajeros de la Buena Nueva que primero que nada ha transformado nuestras propias vidas, y por lo tanto con nuestra experiencia, proclamaremos el Evangelio de salvación a la humanidad.

También hay que hacer referencia a un punto bien importante, que no se nos debe de olvidar: Jesús en los cuatro Evangelios, se entregó por amor hasta dar su propia vida como recompensa por el pago de nuestros pecados (Fil 2:6-11) Pedro también dio su vida por el Evangelio siendo crucificado de cabeza, pues no se sentía digno de morir como su Señor; Pablo mismo fue decapitado por causa del Evangelio; Esteban (Hc 7), quien murió apedreado por compartir la promesa de salvación. También podemos mencionar mártires modernos como: Monseñor Romero, Obispo de El Salvador, quien dio su vida, por denunciar injusticias sociales: “Señores gobernantes, les pido, les ruego, les imploro, ¡les ordeno que paren la violencia!” ¿Y cómo terminó? muerto. Martín Luther King quien lucho por los derechos de los Afro americanos, manifestando por sus derechos en una manera pacífica, también termino asesinado y así podemos mencionar a muchos otros que proclamando el Evangelio, experimentaron en carne propia lo que significa verdaderamente el anunciar la Buena Nueva, que leyeron en la Biblia y que sin más pusieron a trabajar, pues como nos dice Santiago en el capítulo 2 y verso 17: “Lo mismo ocurre con la fe: si no produce obras, muere solita”

¿Qué quiero decir con todo esto? Pues que el Evangelio que leemos en la Biblia es un Evangelio de acción y que esa acción nos llevará hasta el dar nuestra vida, con precesiones, con implicaciones que serán duras de aceptar, pero que al final de cuentas, nos llevará a la vida eterna y como Pablo nos dice: “No creo haber conseguido ya la meta ni me considero un «perfecto», sino que prosigo mi carrera hasta conquistar, puesto que ya he sido conquistado por Cristo.  No, hermanos, yo no me creo todavía calificado, pero para mí ahora sólo vale lo que está adelante, y olvidando lo que dejé atrás, corro hacia la meta, con los ojos puestos en el premio de la vocación celestial, quiero decir, de la llamada de  Dios  en  Cristo  Jesús. Nosotros tenemos nuestra patria en el cielo, y de allí esperamos al Salvador que tanto anhelamos, Cristo Jesús, el Señor.  Pues él cambiará nuestro cuerpo miserable, usando esa fuerza con la que puede someter a sí el universo, y lo hará semejante a su propio cuerpo del que irradia su gloria.” Fil 3:13-20

Qué bello es poder contar con la promesa del Señor, saber que él estará a nuestro lado y que una promesa más grande aun nos ha hecho, nuestra casa en el Cielo. Ah, pero esto será solamente para aquellos que verdaderamente vivan a plenitud lo que se lee en los Evangelios.
 
El Evangelio no se queda solamente en un sentir bonito y eso ya lo hemos repetido muchas veces, tampoco significa que tenemos que estar metidos todo el tiempo en el Templo y menos que nos dediquemos todo el día a rezar, todo lo contrario. El Evangelio es acción y por eso nosotros debemos de ser acción y predicar la Buena Nueva primordialmente, en medio de nuestro hogar, en nuestra comunidad y sobre todo en medio de nuestra sociedad, velando por las injusticias sociales, tales como las leyes de inmigración que afectan a nuestros hermanos que se encuentran sin documentos; velar por el derecho a la vida, luchar por mejorar las condiciones de nuestros hermanos que se encuentran hundidos en la pobreza, luchado por sus derechos y no aprovechándonos de ellos; velando porque nuestros hijos prosperen en medio de una sociedad que les pinta un mudo fantasioso, haciéndoles caer en vicios mundanos; comprometiéndonos a luchar en contra las injusticias religiosas, en medio de nuestra parroquia, en medio de nuestra Sede eclesiástica, velando por los intereses de los más afectados, demostrándoles con acción, que sí tienen a Cristo a su lado. Eso es el ser parte integral del Evangelio del Señor. Él nos lo demostró con hechos y nos pide que lo mismo hagamos por los demás.

¿Cómo lo lograremos? Con oración (no rezos vanos y vagos), con ayuno (no tratando de perder peso), pero sobre todo con nuestra entrega total al Señor de la Gloria eterna. Perseverando aun en la persecución y sin miedo de dar nuestras vidas por amor a Dios y al prójimo.

Es tiempo que la Biblia y los Evangelios sean más que lecturas bonitas que nos hablan de Jesús. Es el momento en el que nosotros los renovados en el Espíritu Santo, tomemos posesión de nuestros puestos y que preparados en la Eucaristía, proclamemos con valentía a un Dios de amor que nos dio a su Hijo a morir por cada uno de nosotros, y que al resucitar de entre los muertos nos da vida eterna. Pongámonos la armadura del Señor y proclamemos al mundo entero que Dios nos llama al arrepentimiento y a la conversión, espiritual, moral y social en medio de un mundo perdido por los vicios inculcados por hombres que llenos de odios y rencores y sobre todo llenos de soberbia, ambición y ansias de poder, llevan a la sociedad a la incertidumbre, a la pobreza, a la injusticia en contra de los más pobres y todo lo oscuro que esto acarrea.

No caigamos nosotros los renovados en los mismos vicios, más bien, seamos sobrios y presentémonos rectos ante el Señor. No busquemos y menos luchemos por puestos dentro de nuestra Iglesia. ¿Para qué? Eso nos lleva a la vanagloria y al despotismo, como sucede en medio de nuestras parroquias, que al pelear un puesto uno pone de cabeza al otro, peleándose como perros y gatos, demostrando que realmente lo que les interesa es tener su propia adoración y alabanza, como políticos que prometen y hasta matan a sus contrincantes, por ser mejores que ellos. Y aun así nos atrevemos a decir que somos renovados en el Espíritu de Dios.

Veamos también como caemos en esos vicios cuando dos grupos se pelean por la gente y hacen retiros o eventos de evangelización en las mismas fechas, tratando cada uno de tener la muchedumbre más grande. Eso no es el Evangelio. Por qué no nos unimos todos en el verdadero Espíritu y proclamemos juntos la Buena Nueva, trayendo almas a sus pies, usando todas herramientas posibles para lograr llevar a cabo el mandato del Señor de “ir por todas las naciones y hacerlos sus discípulos” Porque es triste ver como la Iglesia aun en su renovación, está llena de discípulos como Judas que por ambición entregó al Señor y no contento con ello, se quitó la vida. Él caminó con Jesús y vio sus milagros, escuchó del Maestro, enseñanzas profundas y más sin embargo ¿qué hizo? Lo entregó con un beso. Nosotros en la Iglesia actual hacemos lo mismo. Por obtener un puesto, por tener la mayor cantidad de gente, por quedar bien con los líderes, por querer un hueso, entregamos al hermano que verdaderamente evangeliza por amor al Señor sin importar consecuencias y cuando estas mismas suceden, entonces nuestras conciencias quedan manchadas, sucias por lo que hicimos y la mayoría, después de hacer el daño se alejan, no solamente del grupo, de la Iglesia, sino que de Dios.

Recordemos que evangelizar, es amar y si no amamos, nunca podremos llevar la Buena Nueva a la humanidad y mucho menos podremos hacer de los pueblos sus discípulos. 

Jesús nos envía, sabiendo que hemos comprendido su Palabra, sus enseñanzas y que sus milagros los vivimos en lo más profundo de nuestro corazón. Pero la clave de todo es el de “estar unidos” A los apóstoles los reunió en un mismo lugar y a todos los habló de la misma forma, no individualmente, por lo tanto nosotros debemos de unirnos en su Palabra, para poder ser los mensajeros del poder de Dios.

Que Dios Padre nos ayude a ser mejores evangelizadores y proclamadores de las Buena Nueva, para que el mundo crea que verdaderamente existe un Dios de poder, que los ama y desea su salvación. Amén

No olvidemos que nuestra Iglesia nos recomienda que la lectura de la Biblia, tiene que ser asidua, es decir que la Palabra debe de ser leída constantemente y que más que todo si somos principiantes, empecemos por leer los Evangelios.

René Alvarado

Sagrada Familia

Queridos hermanos de mi corazón: Que el amor y la paz de Cristo Jesús nuestro único y verdadero Señor y Salvador esté siempre con ustedes y que nuestra Madre María, los cubra con su manto santo, todos los días de sus vidas.

Estamos viviendo un tiempo muy tremendo en el mundo; en todos lados se oye puras palabras de desaliento y se ve el gran dolor que existe en medio de las sociedades.

Veamos por ejemplo como se vive en medio de las mismas familias. Es triste y ciertamente doloroso ver como los hogares se ahogan en el mar inmenso de la desolación. La amargura ha venido y ha cubierto sus almas con desaliento y oscuridad. Lo jóvenes cada día se alejan de la luz de Cristo, mientras los padres encubiertos en sus propios mundos, no les brindan la atención que sus muchachos necesitan.

En nuestros hogares, que supuestamente es lugar en el que debe de existir la coherencia y la sabiduría de padres hacia los hijos, es en realidad el terreno en donde existe el dolor, el llanto y el sufrimiento pues los mismos padres abusan de sus hijos en una forma psicológica, física y espiritual; Los esposos pegándole a sus esposas y viceversa, sin importarles los dolores que les causan a sus hijos.

Es por ello que mucho niños al verse desolados, buscan la calle como consuelo y es allí en donde se encuentran con otros muchachos que buscando un escape se envuelven en drogas, alcohol y prostitución.

Si esto sucede en medio de nuestras familias, imagínate como estará el mundo de alrevesado. Hoy vemos como niños se van a dormir sin saber si van a despertar pues la desnutrición los tiene más allá que por acá; y es que, los grandes líderes de los países “desarrollados”, crean desajustes económicos, para tener mejor control sobre los del “tercer mundo” (no sé en donde se quedaron los del segundo mundo), des estabilizando las sociedades que se ven obligados a entregarse a las fuerzas poderosas de los que tienen las riquezas y con ello arrastran a muchos que sin más se pierden por no tener oportunidades mejores en la vida.

El otro día hablaba con un hermano Mormón sobre la pobreza y el desarrollo de las familias en medio de una sociedad en la que no se miran avances económicos. Él me decía que la gente es pobre porque no da su diezmo a la Iglesia como él los otros miembros de su iglesia lo hacían. También me reputaba que la gente no quiere salir de su pobreza porque no sabe ahorrar. ¿Cómo es que podemos pensar de esa manera? Si bien es cierto que debemos de dar la décima parte de nuestras ganancias a Dios, eso no necesariamente nos hará ricos. Claro nunca nos faltará el pan sobre la mesa, pero no necesariamente nos convertirá en un Bill Gates. No podemos criticar a esas personas que viven en condiciones infrahumanas, ¿Cómo pretendemos pedirle a esa gente que de su diezmo cuando la miseria que ganan no les alcanza para comer? ¿Cómo pretendemos decir que esa gente no sobre sale porque no ahorra, si el patrón no le paga lo suficiente? ¿Cómo pueden esos niños ir a la escuela, cuando sus barrigas están hambrientas?

La realidad es cruda para los que la entendemos. Es por ello que debemos de descubrir en lo íntimo de nuestros corazones, la importancia que tiene para nosotros los que nos llamamos cristianos, la atención a nuestras familias, sin desatender a la familia de Cristo. Porque dando es como recibimos y si en mi hogar doy amor, en la calle mis hijos darán amor. No habrá para ellos necesidad de buscar ese amor en otros, ya sean personas o vicios. Eso mismo nos conducirá a dar nuestro diezmo a los necesitados, a los niños que duermen bajo los puentes, a llevar palabras de aliento a los jóvenes con pensamientos suicidas, llevar a los ancianos un corazón que sabe escuchar lo que llevan en su corazón, a brindar esperanza a los enfermos y paz y tranquilidad a los presos.

Es por ello que hoy te invito a que no seas parte del dolor, más bien, se parte de la solución. Nunca es tarde para arrepentirse de lo mal que hemos tratado a nuestros semejantes. Quizá por lo que te hicieron sufrir a ti, es por ello que tratas así a tu familia o por las ansias de poder, tratas como basura a los compañeros de tu trabajo. Recuerda hoy puede ser tu día y cuando celebres el día la Sagrada Familia, podrás con toda confianza recibir las grandes bendiciones que Dios tiene para ti.

René Alvarado

Dios al encuentro del hombre

En el principio, -nos dice la Biblia-, Dios crea el universo, la naturaleza y culmina con la creación más bella, el hombre. Es que él nos ha creado a su imagen y semejanza soplando sobre nosotros su aliento divino. Puso sobre nosotros el deseo ferviente de ser libres, de poder decidir por nosotros mismos el destino que queremos tomar, ya sea, junto a él, o alejado de él, dejando que descubramos por nosotros mismos las consecuencias de nuestra decisión.

Dios, nos fue nutriendo con su amor, con su profundo deseo de que siempre tuviéramos lo que íbamos a necesitar. Se preocupó de que nunca nos faltara el alimento, la ropa y el techo sobre nuestras cabezas. Ya bien lo repite Jesús en el evangelio de Mateo: “No anden preocupados por su vida con problemas de alimentos, ni por su cuerpo con problemas de ropa. ¿No es más importante la vida que el alimento y más valioso el cuerpo que la ropa? Fíjense en las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, no guardan alimentos en graneros, y sin embargo el Padre del Cielo, el Padre de ustedes, las alimenta. ¿No valen ustedes mucho más que las aves? ¿Quién de ustedes, por más que se preocupe, puede añadir algo a su estatura? Y ¿por qué se preocupan tanto por la ropa? Miren cómo crecen las flores del campo, y no trabajan ni tejen. Pero yo les digo que ni Salomón, con todo su lujo, se pudo vestir como una de ellas. Y si Dios viste así el pasto del campo, que hoy brota y mañana se echa al fuego, ¿no hará mucho más por ustedes? ¡Qué poca fe tienen!” Mt. 6: 25-30.

Deberíamos de estar agradecidos con Dios por todo lo que nos ha regalado, por la libertad que nos permite respirar su amor eterno (Jer 31: 3); Pero, ¿qué hemos hecho con esa libertad? La hemos convertido en un gran libertinaje, tomando ese regalo como un derecho obligado, como algo que tenemos por garantía, sin pensar por un momento que su gracia se manifiesta en nuestras vidas por medio de las experiencias ya sean buenas o malas. El problema es qué, esas experiencias nos ciegan y esto, no nos permite ver con claridad ese amor, enfocándonos más en el problema y no necesariamente en su gracia, lo que nos da la libertad para afrontar con fe, todo aquello que nos aqueja, confiando, que él, nunca nos abandona.

Poco a poco, nos hemos olvidado de quien verdaderamente es el creador del universo, de la naturaleza y creador de nuestras vidas. Estamos tan lejos de su presencia que para solucionar nuestros problemas, buscamos otros dioses a los que adoramos y a los cuales consagramos nuestras vidas como se entrega la esposa al marido en la noche de bodas. Estamos viviendo un tiempo de tanto paganismo; vivimos encadenados a los vicios del mundo, rechazando la voluntad del Padre, lo que nos impide reconocer que en medio de todo aquello que nos aqueja, está presente la omnipotencia de Dios para tomarnos, para rescatarnos y sobre todo, para que volvamos a la libertad con la cual hemos sido creados.

Con insistencia oímos hablar sobre el deseo de Dios de amarnos, para que, en medio de ese amor, experimentemos su bendita presencia, la que nos abrasa con ternura y compasión. Ahora que, podemos rebatir sobre los deseos de Dios, cuando no estamos experimentando el dolor o sufrimiento del prójimo. Es cierto, Quizá podemos desgastar todas nuestras fuerzas en trasmitir el deseo profundo de Dios y proclamar a los cuatro vientos lo mucho que él nos ama, cuando lo que verdaderamente queremos en la vida es una respuesta concreta al sufrimiento de nuestras vidas.

Si bien es cierto, la verdad es que, todo aquello que nos aqueja es muy real pues lo podemos palpar y quién entre nosotros podemos decir lo contrario. Pero, aunque pensemos lo contrario, debemos de reconocer que sí, que si hay un Dios que todo lo puede y que si le permitimos, él puede entrar en nuestras vidas y desde el lugar más íntimo de nuestro ser, puede cambiar nuestro llanto en canto. En el libro del Apocalipsis nos encontramos con una invitación muy especial: “Mira que estoy a la puerta y llamo: si uno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa y comeré con él y él conmigo. Al vencedor lo sentaré junto a mí en mi trono, del mismo modo que yo, después de vencer, me senté junto a mi Padre en su trono.” Ap 3: 20-21.

Recordemos que Dios en su gran amor, nos envía a su único Hijo Jesucristo, para que todo aquel que crea en él, no se pierda sino que tenga vida eterna (Jn 3: 16). Él ha venido para tomarnos, para sanarnos y para tomarnos sobre sus hombros, encaminándonos nuevamente a la libertad con la que fuimos creados.

Dios, no quiere que suframos, él nos dio la vida para ser felices, para que en medio de lo que nos aqueja, ya sea ésta, una enfermedad terminal o la pérdida de un ser querido, descubramos el amor eterno y misericordioso que está siempre dispuesto para obrar si así lo deseamos, en la intimidad de nuestro corazón.

Dios quiere una vez más, que nuestro corazón se abra para entrar en él. Ya no quiere que sigamos sufriendo. Dios viene a nosotros, como el Padre al encuentro del hijo que un día por la misma libertad que el Padre le otorgaba, tomó la decisión de apartarse de su lado. El Padre no esperó en la puerta, él fue a su encuentro y entre abrazos y besos, lo viste de traje real, le coloca el anillo de su amor, le perdona y le recibe con fiesta (Lc 15: 11-23).

Este es el momento adecuado para abrir el corazón. Hoy es el mejor instante para entregarle nuestra vida. Posiblemente para algunos de nosotros, no haya mañana. Como dice el Salmo 34 y verso 19: “El Señor está cerca de las almas que sienten aflicción y salva a los de espíritu abatido.”

Ya basta de seguir corriendo en la vida como tontos, buscando soluciones que no nos dan más que tristeza. Solamente pensemos en todos aquellos que por aliviar sus dolores, buscan el alcohol o las drogas; otros la prostitución y así se pierden en un mundo que les ofrece soluciones, pero que les cobra con la vida misma. Eso es lo que el diablo quiere para nosotros, que nos alejemos de aquel que tiene poder para obrar en nuestras vidas y que lo único que pide a cambio es simplemente, que creamos que él, nos ama con amor eterno. ¿Por qué nos cuesta entender esto? Es que por naturaleza somos tercos y, por ende, nos gusta sufrir.

La realidad es que, al seguir la corriente del mundo, nos privamos de la libertad a la que fuimos llamados. Dejamos que el enemigo tome el control de nuestras vidas, manipulándonos a su antojo, burlándose de nosotros y de nuestras familias.

Es el momento de soltarnos de la rama en la que nos encontramos sostenidos. Cuenta el abuelo Tacho, que un día caminaba un hombre por la orilla de un barranco muy profundo y que al caminar contemplaba las maravillas de Dios, cuando de repente, resbala, y cae al precipicio. Al ir cayendo, se encontró una ramita que estaba en medio de su caída. Sin pensarlo dos veces, el hombre se agarró de la ramita y con ella se pudo sostener. Al sentirse seguro, trató de subirse nuevamente a la cima del barranco, pero se dio cuenta que no podía pues estaba muy alto y tampoco se podía soltar porque al hacerlo se mataría pues, la distancia al precipicio era muy grande. En su desesperación, empezó a gritar: “¿¡Hay alguien que me pueda ayudar!? Después de un buen rato gritando, se acerca Jesús y le pregunta: “¿Quieres salvarte? (a que pregunta, si el hombre lo que quería es salvarse). El hombre le responde: “Si Jesús, quiero salvarme.” Entonces, suéltate. Le replica Jesús. “Pero si me suelto, me muero”, le responde el hombre. Es que para salvarse hay que soltarse a sí mismo, muriendo al pecado es como vivimos para la vida eterna. En vez de tomarnos de la rama del mundo, mejor tomémonos del árbol de la vida.

Ya no sigamos en las mismas. Dios viene hoy a nuestro corazón para darnos verdadera libertad. Hoy viene a nuestro encuentro, para que tengamos vida y ésta en abundancia. Esto lo podemos ver por medio de entender su Encarnación. “El, siendo de condición divina, no se apegó a su igualdad con Dios, sino que se redujo a nada, tomando la condición de servidor, y se hizo semejante a los hombres. Y encontrándose en la condición humana, se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte en una cruz. Por eso Dios lo engrandeció y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al Nombre de Jesús se doble toda rodilla en los cielos, en la tierra y entre los muertos, y toda lengua proclame que Cristo Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre.” Fil 2: 6-11.

Cuando nosotros tomamos la decisión de separarnos del árbol de la vida, entonces Dios llora de dolor, mientras el enemigo lágrimas de burla por lo que hace en nuestras vidas. Recordemos estas palabras: “Tanto amó Dios al mundo…” Tanto nos ama Dios que solamente está en espera que retornemos a él. Por lo tanto, debemos de reconocer que éste es el momento para romper con cadenas que nos tienen atados a las miserias del mundo, cegados por las mentiras que el enemigo hace a nuestras vidas. Ya basta de seguir buscando en donde no hay más que apariencias con costes inmensos, más bien con alegría en el corazón, busquemos el amor libertador del Padre que nos espera con los brazos abiertos para que retornemos a él.

Hoy debemos de sentirnos bendecidos por Dios. Hoy debemos vivir plenamente liberados y resueltos de adentrarnos de lleno al maravilloso encuentro de Dios vivo entre nosotros, buscando llenarnos completamente de su amor libertador. Vivamos no por vivir pues, de esa manera se vive cuando estamos encadenados al libertinaje. Más bien, vivamos nuestras vidas por amor a Dios y entonces veremos que al hacerlo así, viviremos en victoria.

René Alvarado

La Cristología en la humanidad de Jesús

 

Después que Jesús fue presentado al mundo, su vida corrió peligro. El entonces rey Herodes, empezó una cacería para matarlo, lo que se conoce como: “los santos inocentes.” Sus padres tuvieron que huir hacia Egipto y allí vivir un tiempo mientras pasaba aquella persecución.

Las Escrituras nos hablan muy poco de Jesús cuando era niño, con la excepción del relato que nos hace Lucas en el capítulo 2 y versos del 41 al 52, en el que nos dice que sus padres iban cada año a las fiestas de la Pascua. Cuando cumple 12 años, Jesús los acompaña y se pierde entre la multitud. Al buscarlo, lo encuentran en el Templo dando una cátedra de Biblia a los eruditos de su época. Ya desde niño, experimentaba en su corazón el querer estar en el lugar de su Padre, porque los dos comparten el mismo Espíritu de amor. “¿No sabíais que en los negocios que son de mi Padre me conviene estar?

Alguien podría decir qué, “de tal palo, tal hastía.” La realidad es que Dios en su humanidad, nunca se alejó de lo que siempre ha querido, nuestra salvación, pero, el hombre con su sabiduría humana, no ha querido esa salvación, siempre la ha rechazado. Aquellos hombres sabios en el Templo, tenían conocimiento de las Escrituras y de la Ley, pero sus vidas demostraban lo contrario a lo que Dios quería de ellos. Lo mismo sucede en nuestros días. Hoy tratamos de dar un significado científico a las cosas que son puramente de fe. Nos preguntamos si es que verdaderamente el plan de Dios es que el hombre se salve. Es que, ese proceso de salvación exige cambios radicales en nuestras vidas, los cuales no estamos dispuestos a realizar, porque estos nos apartan de nuestras comodidades. Creemos en las Escrituras, creemos que hay un Dios que tiene poder, pero aun así, no estamos dispuestos a dejarnos transformar por su amor.

Su bautismo:

La pregunta lógica sería: ¿Cómo entonces me dejo transformar por su amor? La respuesta la encontramos en el Evangelio de Juan capítulo 3 en el que nos habla del “nacer de nuevo”, y no simplemente nacer por nacer, como Nicodemo de cuestionaba a Jesús: “¿Cómo podré volver al vientre de mi madre?” Otra vez, el hombre siempre tratando de encontrar lógica a aquello que parece ilógico. Nos enredamos tanto en tratar de entender con la cabeza, lo que Dios quiere que comprendamos en el corazón.

La realidad es que, Jesús nos habla sobre el bautismo, el nacer de nuevo a una nueva realidad enfrascada en el Espíritu de amor. Es por ello que nuestro bautismo, el que realizamos por fe, no abre las puertas a nuestra salvación, la que ciertamente no es fácil, porque el ser bautizado por el agua y el Espíritu, nos reta a enfrentar las realidades de nuestras vidas, con valentía y dignidad.

Jesús mismo, experimentó el bautismo del agua y el derrame de ese Espíritu de amor: “Tu eres mi Hijo amado, en ti es mi placer.” El mismo Espíritu de Dios lo condujo al desierto, en donde atravesó momentos de tentaciones propuestas por el Diablo. Recordemos que en Jesús, ya habitaba la presencia del Espíritu del Padre, desde el momento en el que fue engendrado en el vientre de María, pero su bautismo, confirmaba la voluntad de su Padre, querer que él fuera el Salvador de la humanidad.

No fue fácil para Jesús su bautismo. Él sabía perfectamente lo que eso significaba para su humanidad, pero, permaneció siempre fiel, siempre creyó que su Padre nunca lo abandonaría y que siempre lo escuchaba: “Y Jesús, alzando los ojos arriba, dijo: Padre, gracias te doy que me has oído. Que yo sabía que siempre me oyes.” Jn 11: 41-42. Eso mantuvo viva la llama de la salvación en Jesús. Humanamente supo lo que significaba el dolor de los demás, porque él mismo, lo experimentó. Jesús mismo nos muestra con testimonio, la manera en la que debemos de actuar en la vida. El papa Juan Pablo II nos dice: “Primero que nada tenemos que reconocer que somos hijos de Dios y en eso, descubrir que si somos sus hijos entonces tenemos dignidad. Cristo, supo reconocer esto mismo en su propia vida y ello lo llevó a actuar en una manera firme y eficaz en contra de toda tentación de pecado en su vida. No es porque él fuera “bueno”, porque uno solo es bueno y ese es Dios (Lc 18: 18), pero para que nosotros mismos tomáramos su ejemplo de vida.” Jesús verdadero Dios, verdadero hombre.

Cada uno de nosotros por el bautismo recibido de Cristo por medio de nuestra Iglesia, estamos llamados a experimentar el mismo proceso de Jesús. Recordemos que el bautismo es el “nacer de nuevo” a una vida de fe, sin importar a donde ésta nos pueda llevar. En él (bautismo), nos hacemos hijos adoptivos de Dios y en nosotros, se hacen realidad todos aquellos aspectos que promulgan la presencia de Cristo encarnado. Pero ello, no es simplemente un sacramento de iniciación cristiana, al contrario se hace parte integral de nuestras vidas por la misma fe para convivir y compartir una vida plena compartiendo con otros, el amor de Dios.

«Los bautizados vienen a ser «piedras vivas» para «edificación de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo» (1 Ped 2: 5). Por el Bautismo participan del sacerdocio de Cristo, de su misión profética y real, son «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (1 Ped 2: 9). El Bautismo hace participar en el sacerdocio común de los fieles.” NC 1268

En su bautismo, Jesús comprendió la misión encomendada por el Padre, dejándose guiar por el mismo Espíritu de Amor. De la misma manera en nuestro bautismo, debemos de comprender que en el propio Espíritu, somos llamados a la misión de amar, la misma que se realiza en el hecho de nuestra docilidad, para responder con un sí rotundo, sin importar lo que esto pueda acarrear para nuestras vidas. Jesús en el Templo, toma el Rollo de Isaías y lee: “El Espíritu del Señor es sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado para sanar a los quebrantados de corazón; para pregonar a los cautivos libertad, y a los ciegos vista; para poner en libertad a los quebrantados; para predicar el año agradable del Señor. Y enrollando el libro, lo dio al ministro y se sentó; y los ojos de todos en la sinagoga estaban fijos en él.” Lc 4: 18-20

¿A dónde le llevó proclamar esa Verdad? Es que decir, “el Espíritu de Dios, está sobre mí,” tiene sus problemas; no solamente por el hecho de decir que está sobre mí, sino sobre todo en la acción a la que el Espíritu nos lleva a realizar. Aunque Jesús no necesitaba del bautismo, bien sabía que era necesario, pues éste, le prepararía para su Pasión y muerte de Cruz, porque en su acción se manifestaba todo aquel Verbo (presencia divina), que se conjugaba en la humanidad y a la que a sus contemporáneos le incomodaba, porque estaban acostumbrados a una vida ficticia, en la que demostraban ser muy religiosos, dando órdenes de puritanos, que ni ellos mismos eran capaces de realizar, encubiertos por la Ley de Dios. Tal, debe de ser nuestra manifestación de fe en el bautismo, ya que, este se demuestra con la participación activa en todos los aspectos de la vida cotidiana, en la manera en la que convivimos y compartimos con los demás; en el atender las necesidades de nuestros semejantes, sin importar quienes estos puedan ser, y sobre todo, poniendo especial cuidado con aquellos que nos hacen mal.

«Los bautizados «por su nuevo nacimiento como hijos de Dios están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia» (LG 11) y de participar en la actividad apostólica y misionera del Pueblo de Dios (Cf. LG 17; AG 7,23).” NC 1270

La realidad es que en el bautismo de Cristo, somos invitados a ser fieles servidores de la Verdad (Amor), la misma que se encarna en medio de nuestras rutinas diarias. Su bautismo, nos enseña que antes de emprender una misión en particular, hay que sumergirnos en su amor, el que nos empapa, nos renueva y nos purifica para poder resistir los embates de las tentaciones a las que somos sometidos diariamente. Definitivamente, no podemos ser emprendedores, sin antes no a ver reconocido que por medio del Bautismo, es como alcanzaremos la vida eterna. «Por consiguiente, el bautismo constituye un vínculo sacramental de unidad, vigente entre los que han sido regenerados por él.» NC 1271.

Su desierto:

En los Evangelios nos encontramos con ese momento en el que Jesús después de ser bautizado, fue conducido por el Espíritu de Dios hacia el desierto. En ese lugar nos cuenta la Escritura, Jesús experimentó la más grande de las soledades, días sin comer y noches sin dormir. En medio de la nada, sin nadie a quién acudir para solicitar un pedazo de pan o un jarro de agua. Sus únicos acompañantes fueron: la lagartija, la serpiente venenosa, los alacranes y todo tipo de insecto aclimatado al desierto. Aun así, permaneció el tiempo necesario, aquel que Dios Padre tenía predestinado para él. Tuvo hambre nos cuenta el Evangelio; más sin embargo, aun con el deseo de un taco, de una pupusa o de un tamalito, supo esperar y, aunque el enemigo vino a tentarlo, logró vencer pues Dios estaba con él.

Nosotros también vivimos desiertos en nuestras vidas, y aunque los nuestros no son literalmente en medio del mismo, nos encontramos con realidades similares y sobre todo, estamos rodeados de tentaciones a las que atribuimos nuestras caídas en el pecado. Estas situaciones a las que estamos expuestos y la manera en la que reaccionamos a ellas, nos llevan a pensar que Dios es un ser que se encuentra solamente en las tradiciones de nuestros abuelos y en vez de buscar soluciones prácticas de fe, nos envolvemos en todo aquello que ciertamente nos aleja de él.

Por otro lado debemos saber que el desierto de Jesús, representa el desierto del pueblo elegido por Dios como suyo. Los israelitas habían salido de la esclavitud y pasados por el Mar Rojo, fueron bautizados por las aguas que se abrieron y luego conducidos por el desierto. Claramente podemos ver como Dios manifiesta su deseo de salvarnos, pero que también desea nuestra purificación. Jesús no necesitaba de bautizarse, lo dijimos anteriormente, pero más sin embargo, lo hizo porque sabía en su corazón que portar cuerpo humano, significaba ser débil ante las tentaciones a las que sería sometido no solamente en su desierto, pero a través de todo su ministerio y muy en especial en el momento de su Pasión (de esto hablaremos más adelante).

Hoy reconocemos que el hombre desde el principio ha sido débil y ha estado en constante lucha contra las tentaciones. Es que el hombre en su terquedad, sigue luchando en contra de fuerzas que ya han sido derrotadas y que por lo tanto ya no deberían de sonsacar al creyente con miedos, incitaciones y caídas en el fango del pecado pues Jesús mismo en su humanidad nos demostró que sí, que verdaderamente sí se puede vivir sin pecar: “¿Por qué no reconocéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra. Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Éste era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira. Pero a mí, como os digo la verdad, no me creéis. ¿Quién de vosotros puede probar que soy pecador? Si digo la verdad, ¿por qué no me creéis?” Jn 8: 43-46.

En medio de las mentiras del mundo, la humanidad trata de dar soluciones a sus problemas, sin darse cuenta que en la mayoría de los casos, sus problemas son espirituales. En el instante que Jesús sintió hambre, el enemigo ve su debilidad humana y más sin embargo, reconoce que él, es el hijo de Dios y, como tal, podría decirle a esa piedra que se convirtiera en pan; pero la respuesta de Jesús fue directa y sin titubeo, “¡No solo de pan vive el hombre!” Es que el Diablo, comprende perfectamente que la carne siempre es débil y que por lo tanto ella está en búsqueda de aquellas cosas que le hagan “sentir bien.” Pero, aunque Jesús convirtiera la piedra en pan, eso no le daría la fuerza que necesitaría para sobre llevar su misión. Jesús siempre supo perfectamente en su corazón que solamente por medio del Espíritu, es como daría fuerza a su carne mortal.

Nosotros por el contrario buscamos que la cienciología, la hechicería, la santería, el vudú, el ocultismo, el espiritismo, la parasicología, (podemos seguir mencionando muchas otras), para llenar ese vacío que existe en nuestro interior. No hay lógica alguna en las soluciones que el mismo hombre ha creado, para apantallar el dolor y el sufrimiento de la vida misma. Queremos darle carne a lo que es espiritual. Es por ello que estamos en una constante búsqueda bajo el farol de la calle, la moneda que se nos cayó, cuando ella se nos perdió en la oscuridad de nuestras tinieblas. Esto trae la desesperación, y la misma se conecta con el eslabón de la discordia y esta a su vez trae consigo la apatía y la depresión, pues nuestros pensamientos no están centrados en lo que realmente nos dará la pauta para prender una luz en el lugar en donde perdimos la moneda, es decir, que estamos faltos fe.

El hombre se afana casi siempre en todo aquello que puede ver y tocar y aunque vea y toque de todas formas se queda ciego, pues lo que ve y toca hoy día, ya para mañana no sirve, pues, la vida continua girando para adelante y no se queda estancada en nuestro ego mortal, sino que más bien, da el tiempo para que lo aprovechemos en el instante adecuado. Es por ello que debemos de estar siempre atentos y enfocados no en el desierto de nuestras vidas, más bien, hay que enfocarnos en el oasis que podemos encontrar si sabemos cómo buscar. Eso mismo hizo Jesús al responder a aquellas tentaciones. Siempre sostuvo su fe, sabiendo que el Espíritu de su Padre nunca lo iba a abandonar: “Y respondiendo Jesús, le dijo: Vete de mí, Satanás, porque escrito está: Al Señor Dios tuyo adorarás, y a él solo servirás.” Lc 4: 8

Jesús logró vencer todo tipo de tentación, y no simplemente por el hecho de ser Dios mismo encarnado en la humanidad, sino más bien, por la misma confianza que tenía en el creador. Él sabía perfectamente que no sería abatido, pues afrontaba su realidad con fe, y en una constante oración. Nunca se preocupó por lo que iba a comer, o si bien, dormiría o no, aunque sea por una sola noche; todo eso lo que el hombre necesita para su existencia, él lo apartó y aún, en los momentos más duros, siempre siguió creyendo que si su hoy estaba nublado, mañana saldría nuevamente el sol.

Así es, el propio instinto humano es el de aferrarse a la vida y al tratar de sujetarse a ella, está dispuesto a cualquier cosa, sin importar las consecuencias que esto le pueda acarrear. A veces se paga un gran precio por confiar en que hay un Dios que todo lo puede. Nuestra confianza siempre ha sido en el mundo; la desesperación del hambre y la sed no nos permiten enfocarnos en lo que realmente vale y preferimos un plato de lentejas ahora mismo que un manjar el día de mañana (Gén 25: 34).

El Evangelio de San Mateo nos lo dice bien claro: “No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos? Que por todas esas cosas se afanan los gentiles; pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura. Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal” Mt 6: 31-34

¿Podrá existir el hombre sin la gracia del Dios altísimo en su interior? ¡Claro que no! Sin Dios Padre, Jesús mismo no hubiese alcanzado la victoria en el desierto y el clímax de su misión. Sin Dios Padre, nuestra Madre María, nunca hubiese sido la corredentora de la humanidad. Sin el amor del Padre, nunca podremos sobrellevar las penas y las angustias que nuestro desierto nos brinda, es más, ni siquiera podríamos existir.

No estamos solos, nunca lo hemos estado. De una u otra forma Dios nos acompaña y hace fiable aquella promesa de derramar en nosotros la gracia de su Espíritu de amor. Eso fue lo que hizo posible que Jesús se mantuviera firme hasta el final. Esa presencia de aquel Espíritu que nuca lo dejó; que nunca lo abandonó a las tentaciones del enemigo. Hoy día ese mismo Espíritu nos acompaña, siempre fiel y atento a nuestras necesidades. Él está en medio de nuestro desierto y aferrados a él, encontraremos las fuerzas y el ánimo de seguir adelante pues como dice San Pablo: “Ante esto ¿qué diremos? Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? Rom 8: 31

La Cristología en la Encarnación

 

El Papa Juan Pablo II nos habla en su exordio “Jesús verdadero Dios, verdadero hombre”, sobre la Encarnación como el “misterio central de nuestra fe y es también la verdad-clave de nuestras catequesis cristológicas.” El Papa basa su tesis en la escritura que dice: “El Verbo habitó entre nosotros” Jn 1: 1-14.

Esa Encarnación es la relación que Dios siempre ha querido para nosotros. Él quiso habitar en medio nuestro, no en una forma parcial o como centro de atención como un dios que se coloca en un simple pedestal. Por el contrario, Dios se hace carne (en griego sarx que significa el hombre en concreto, que comprende la corporeidad, y por tanto la precariedad, la debilidad, en cierto sentido la caducidad). El libro del profeta Isaías nos habla precisamente de esto: “…Toda carne es hierba”. Is 40: 6. Por lo tanto la Encarnación de Dios en su hijo Jesucristo, se hace una realidad en medio de la humanidad en forma humana, sin perder su divinidad.

También es cierto que es hombre cuando nace de Mujer y se muestra al mundo en su humanidad, con sentimientos, con angustias y tribulaciones.” Por ello, el Verbo debía de manifestarse en la tierra como parte total de su humanidad: desde el ser anunciado, llevando el mismo proceso de vida, hasta su entrega, en la Cruz del Calvario. Exordio Jesús verdadero Dios, verdadero hombre.

En la carta a los Filipenses, en el capítulo 2: y versos del 6 al 10 nos dice: “El, siendo de condición divina, no se apegó a su igualdad con Dios, sino que se redujo a nada, tomando la condición de servidor, y se hizo semejante a los hombres. Y encontrándose en la condición humana, se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte en una cruz.” Jesús, -nos dice la carta-, “no se apegó a su igualdad con Dios”, sino que se despojó de esa divinidad. Para entender esto, tenemos que analizar el significado de ese despojo. En el lenguaje original significa “arrancarse con dolor” (Kénosis del griego ekénosen y este del verbo kenóō cuyo significado es vaciar). Dios toma la decisión de desprenderse de sí mismo y se vacía de su divinidad, para tomar la condición humana.

Esta Kénosis la realiza de una forma sin igual, siendo su proceso en el todo humano, y realizado en María. Ya desde el AT, se viene anunciando este desprendimiento, el que podemos ver en Isaías 7: 14, en donde se anuncia que Emmanuel viene a morar entre nosotros. En el Evangelio de San Mateo nos encontramos con el significado de ese nombre: “He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, Y llamarás su nombre Emmanuel, que traducido es: Dios con nosotros.” Mt 1: 23

La anunciación:

La Biblia nos habla sobre esa mujer que desobedeciendo el mandato de Dios de no comer de aquel fruto prohibido, se dejó engañar por la serpiente (Gén 3: 1-13). De la misma forma la Escritura nos habla sobre la otra mujer que le daría la vida al Salvador del mundo y de cómo Dios en su gran sabiduría se usó de ella, para ser la portadora del amor que derramaría en nuestra vida (Lc 1: 26-38)

Si Dios nos promete vida eterna por el mismo amor que nos da, entonces entendemos que esa promesa se hace realidad en Cristo Jesús su Hijo amado. Pero para que se cumpliera esa promesa, tuvo Dios que elegir a un ser puro, que viviera a plenitud el significado del amor y sabiendo Dios desde el principio que la elegida sería María, dejó que el mismo Espíritu de amor la cubriera con su sombra, por lo tanto el Hijo que le nacería sería el verdadero Dios en medio de su pueblo, es decir Emmanuel.

Dios no eligió a María por su belleza, su porte o porque fuera “buena”. ¡No! Él la escogió porque vio en ella la profundidad del mismo amor que brotaba como esa cascada que se desprende del manantial nacido en lo íntimo de su corazón.

María es tan parte del plan perfecto de Dios para la salvación de la humanidad como lo es el mismo Jesús. El Evangelio de San Juan dice: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.” Pero, ¿cómo se haría carne el Verbo? No podía nada más aparecerse así porque sí. Si Dios quería encarnarse en la humanidad, entonces debería de hacerlo desde el mismo punto que el hombre lo hace. Él, debía concebirse en el vientre de una mujer, como el hombre. Debía de nacer de esa mujer que al momento de dar a luz, lo hace con dolor, pero con el gozo de saber que su Hijo, es ese Emmanuel encarnado, ese Dios entre nosotros.

Esta carne —y por tanto la naturaleza humana— la ha recibido Jesús de su Madre, María, la Virgen de Nazaret. Si San Ignacio de Antioquía llama a Jesús “sarcóforos” (Del gr. Σαρκο –sarco- y del gr. -φρος, -foros- de la raíz de φρειν, llevar = que lleva consigo la carne, con esta palabra indica claramente su nacimiento humano de una Mujer, que le ha dado la carne humana. San Pablo había dicho ya que “envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Gál 4: 4).” Exordio Jesús verdadero Dios, verdadero hombre.

María ha sido siempre un claro ejemplo del bello amor del Padre en nuestras vidas. Su verdadera humildad no le permitía consentir en el principio el hecho de que Dios viniera a ella para ser la portadora del Redentor, de ese Emmanuel, de Dios mismo entre nosotros. Cuántas mujeres de su época deseaban ser las madres del Mesías a quién esperaban con devoción para ser rescatados una vez más de la esclavitud a la que estaban siendo sometidos. Estas mujeres buscaban la vanagloria y que todos las vieran como las consagradas, como las grandes santas y para que por medio de su embarazo, pudieran tener un lugar especial dentro de la sociedad.

Al escuchar María las palabras que el ángel le anunciaba, se sintió conmovida hasta el corazón; ella no buscaba más que agradar a Dios en medio de su caridad y atención a los demás, sin preocuparse de lo que a ella le faltara, dando hasta lo que no tenía, siempre preocupada por los que eran más pobres que ella, por los marginados y abandonados de la sociedad. ¿Por qué lo hacía? ¿Por qué no trabajaba para aportar a su hogar que era pobre? Simple y sencillamente porque amaba a Dios y creía en él. Ella, veía el rostro de Dios en medio de todos aquellos que estaban enfermos y que nadie los atendía; Ella veía a Dios en los niños desamparados, en los ancianos que eran botados como basura, en los perseguidos, en los que por no poder pagar el denario al César, eran encarcelados y castigados, en los esclavos que ansiaban su libertad. A ella nunca le importó no comer con tal que otros comieran; ella se despojaba de su comodidad para que otros tuvieran comodidad, y por ello su recompensa fue el de ser escogida por el Señor para ser la Madre de aquel que vendría a salvar al mundo de la muerte del pecado, no porque ella lo pidiera, más al contrario porque Dios así lo quiso.

Eso mismo es Dios; él se despojó de sí mismo y en su humanidad, hizo lo que su Madre hacía. Es por ello que María pasaría a ser la mujer consagrada, la llena de gracia, la verdadera Madre del Dios vivo. Por su entrega, por su apertura a las necesidades de los demás y sobre todo por confiar plenamente en el anuncio recibido en su corazón, al no llenarse de vanagloria y salir gritando al mundo entero: “¡Mírenme, Dios me ha elegido para ser su Madre!” Por el contrario “todo se lo guardaba en su corazón” Lc 2: 19

En el instante en el que creyó en el mensaje, dobló rodillas e inclinándose hasta tocar el suelo dijo aquellas palabras que deberían de resonar hoy día, en lo más íntimo de nuestro ser: “Yo soy la esclava del Señor, que se haga en mi tu voluntad” Lc 1: 38

Qué tremenda expresión de entrega total la de María, siempre confiando enteramente en su corazón, que desde ese mismo instante Dios tomaría su vida y que de su mano, él la haría atravesar por valles oscuros, por sendas llenas de serpientes, por desiertos en los que junto a su marido serían llevados, siendo abandonados por la sociedad, esa que ciega, nunca se dio cuenta de que las profecías se hacían realidad en aquellos días en medio de sus ocupaciones y quejabanzas.

Cuánto no habrá experimentado nuestra Madre, al escuchar los mormullos de las otras mujeres, que al verla la criticaban por “haber metido la pata”, por no querer entender el tiempo en el que les debía de nacer el Salvador.

Lo tremendo de todo es que María en su silencio y conducida por el mismo Espíritu de amor, se encaminó a casa de su prima Isabel que siendo de avanzada edad, también quedó en cinta, con aquella criatura que andaría adelante del Señor anunciando el arrepentimiento de los pecados. María caminó por varias millas para llegar hasta su prima. Cansada del largo caminar, quizá sedienta, con hambre y a lo mejor con el único deseo de sentarse o dormir tranquila porque estaba “embarazada.” Pero no. Al instante en el que entró a la casa, su rostro lleno de vida, proyectaba un amor sincero y con ternura se acercaba a aquella viejita que le adelantaba en unos meses en su embarazo. Al entrar, el niño de Isabel saltó de alegría y quedó llenó del Espíritu de Dios, ese mismo Espíritu que lo conduciría a vivir en lo silvestre, comiendo solamente langostas y miel, sin más vestido que el vestido del amor de Dios.

Que inmenso es el poder contemplar ese momento tan hermoso. Como es que Dios en su inmenso amor demuestra una vez más que él quiere salvarnos y se usa de todos los medios necesarios para lograrlo y, aun así nosotros somos tan cabezas duras que no logramos comprenderlo, o quizá no queremos entenderlo así porque ello implica que tenemos que dejarnos transformar de tal manera que nuestro corazón, no recibirá ni dará más que amor.

La sencillez de María logró romper con barreras culturales y religiosas. Rompió con el estereotipo de la sociedad en relación a la mujer. La mujer no valía ni cero a la izquierda; era simplemente un objeto que el hombre utilizaba para la procreación y nada más. Ellas no tenían ni voz ni voto y aunque el marido podía engañarla, ella nunca lo haría pues se exponía a la muerte.

Por eso es que María es grande entre las mujeres y el ejemplo por excelencia de cómo se responde al amor de Dios. Ella se arriesgó con su respuesta de humildad, aun sabiendo que sería quizá apedreada por su prometido. Pero ni aun eso la corrompió para no aceptar la voluntad del Padre. Ella se dejó conducir por su promesa de estar con ella y sin inhibiciones confió a plenitud creyendo que verdaderamente el Espíritu de Dios la cubría con su sombra. No se puso a pensar en la muerte horrorosa que sufriría, más bien pensó en la vida eterna que le aguardaba.

La única razón por la que ella se entrega es el amor; El amor de Dios que le fortaleció en aquellos momentos en los que la espada atravesaba su corazón al ver a su Hijo clavado en esa Cruz. Cuánto no hubiese deseado ella estar en el mismo suplicio de su Hijo, y más sin embargo, lo estuvo pues su amor de Madre no le permitía experimentar menos que su Hijo, todos aquellos latigazos, humillaciones, golpes, espinos sobre su cabeza, aquellos clavos que traspasaron sus manos y pies. Aun así con el mismo dolor, con el mismo sufrimiento, estuvo allí, al pie de aquella Cruz que significaba el amor verdadero del Padre para la salvación de la humanidad.

En medio de todo aquel dolor, María siempre estuvo confiada en las promesas de Dios y es por ello que desde la intimidad de su corazón, pudo proclamar aquella santa oración: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque se fijó en su humilde esclava, y desde ahora todas las generaciones me llamarán feliz. El Poderoso ha hecho grandes cosas para mí: Santo es su nombre” Lc 1: 46-49

Ese es el verdadero Tabernáculo Santo: aquel que en su interior supo guardar el amor verdadero y que se abrió para que el Verbo se hiciera carne, para que todos nosotros pudiésemos ser salvos. Todo por el mismo amor que ella nos tiene.

La pregunta correspondiente para todo esto es: “¿Estamos dispuestos a aceptar la responsabilidad de llevar en nosotros la gran presencia de Dios, con humildad y mansedumbre…?

Claro que para dar una respuesta honesta, debemos de vivir una vida honesta y sincera como María. No podemos ir por la vida proclamando lo que no vivimos.

Cuando alguien nos hiere, nuestra tendencia es siempre la de defendernos, contra atacando al que nos hace daño. Nos cuesta guardar en nuestro corazón aquellas palabras de Pablo cuando decía que “en nosotros se cumplen todos aquellos dolores y sufrimientos que le hicieron falta al Cuerpo de Cristo” Col 1: 24. ¿Por qué se hace difícil comprender esto? Porque nuestras vidas están mayormente para el placer carnal y cuando la carne duele, entonces buscamos darle un calmante a ese dolor. Es lo mismo que queremos hacer cuando dolemos espiritualmente, solamente queremos darle un calmante al espíritu con nuestros rezos y plegarías, con grandes letanías que no nos conducen más que al desvelo espiritual pues bien sabemos que nuestro interior está manchado con todas aquellas cosas que aunque nos hirieron, no nos permiten entablar una buena relación con Dios.

Debemos de vernos a través del espejo de María; y no simplemente como cuando miramos su imagen pintada o cuando contemplamos aquella bella estatua representando a una de tantas figuras de nuestra Madre. ¡No! Debemos de reflejarnos en su interior y penetrar en ese lugar en el que ella habita, para poder comprender la magnitud de su humildad y humillación ante todos aquellos que le dañaron el corazón al golpear a su Hijo y matarlo en la Cruz. Es que el ser humildes es demostrar que verdaderamente nos dejamos conducir por ese Espíritu de amor, perdonando al que nos ofende e inclusive a esa persona que nos mató en vida.

Saber guardar en nuestro corazón el perdón, significa que estamos dispuestos a vivir de acuerdo a la voluntad de Dios; siendo sus esclavos no solamente por interés de un hueso –no político-, sino más bien, espiritual como los maestros de la ley o sacerdotes, más bien, entregándonos por completo a ese mismo amor que nos conlleva a la verdadera reconciliación.

Por supuesto que a María le dolió aquella espada que le atravesó el corazón. En su interior experimentó la angustia de la persecución, la ansiedad de ver a su Hijo ser latigueado y la impotencia al no poder compartir físicamente el sacrificio de su amado Jesús, en la Cruz del Calvario. Imaginémonos por un momento todo ese proceso por el que ella tuvo que atravesar y más sin embargo, ese mismo, la fortaleció espiritualmente para sobre llevar todo aquello que la oprimía interiormente. Supo en ese momento que en medio de todo aquello a lo que fue sometida en su Hijo amado, encontrar el don del perdón por todos aquellos que en cierta manera la mataron en vida, pero que aun en su mismo dolor, comprendió además, que ese era el proceso para una vida eterna a la cual estaba siendo llamada: ¡A la vida eterna como Madre de Dios!

René Alvarado