La Madre Angelica, de EWTN dice sobre la santidad: “Dejarse cambiar es convertirse. Dejarse transformar es santidad.”
Cuando tomamos nuestra cruz para seguir a Cristo, estamos diciendo que no importa cuán grande es nuestro dolor o sufrimiento, que vamos confiados siguiendo a Jesús. Es que tomar la cruz y seguirle es encaminarnos hacia la santidad. Cuando hemos aceptado ese reto, entonces es cuando nos dejamos convertir por el amor de Cristo, pero eso no solamente se queda allí en una “conversión” ficticia y sin sentido porque, existen momentos en los que las realidades de la vida nos desaniman y entonces ya no queremos seguir cargando la cruz. Pero, cuando dejamos que esa cruz nos transforme, es decir que nuestro corazón confía plenamente en ese amor que nos sostiene, entonces sabemos que estamos dando los pasos firmes para la santidad.
Esa es nuestra misión primordial, la de alcanzar la santidad por medio de una transformación real de corazón y no simplemente de una “conversión” externa que no profundiza en el amor de Dios. El Nuevo Catecismo nos dice: “A los apóstoles y sus sucesores les confirió Cristo la función de enseñar, santificar y gobernar en su propio nombre y autoridad. Pero también los laicos, partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde en la misión de todo el Pueblo de Dios.” NC # 873
Pero, ¿cómo realizaremos esa “misión”? Es más, ¿Qué es la misión a la que estamos llamados? Nos dice el Nuevo Catecismo: “Así, todo laico, por los mismos dones que ha recibido, es a la vez testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma «según la medida del don de Cristo.»” NC # 913
Todos y cada uno de nosotros recibimos un bautismo, que nos invita a hacernos partícipes del conglomerado de la Iglesia, sabiendo que cada uno tiene su parte integral en el Cuerpo. Recordemos lo que nos dice Pablo en la primera Epístola a los Corintios 12: 24-27, en donde expresa que, todos somos parte de un sólo Cuerpo místico de Jesús y que, aun siendo parte del mismo Cuerpo, todos somos diferentes, pero con la misma función de hacer que el Cuerpo se mantenga firme y saludable y no solo eso, sino que, además, es nuestro deber de vigilar que así como parte del Cuerpo, debemos de llevar una vida santa y sin mancha (Lev 19: 2; 20: 26), de la misma manera, vigilar también para que los otros miembros del Cuerpo lleguen a la misma santidad. En términos bíblicos, “santidad” significa “apartado para el Señor.”
“Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron. El Apóstol les amonesta a vivir «como conviene a los santos» (Ef 5: 3) y que como «elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia» (Col 3: 12) y produzcan los frutos del Espíritu para la santificación (Ga 5: 22; Rom 6: 22). Pero como todos caemos en muchas faltas (St 3: 2), continuamente necesitamos la misericordia de Dios y todos los días debemos orar: «Perdónanos nuestras deudas» (Mt 6: 12). LG 40
Llamados a la santidad
«La vida según el Espíritu, cuyo fruto es la santificación (Rom 6: 22; Ga 5: 22), suscita y exige de todos y de cada uno de los bautizados el seguimiento y la imitación de Jesucristo, en la recepción de sus Bienaventuranzas, en el escuchar y meditar la Palabra de Dios, en la participación consciente y activa en la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia, en la oración, individual, familiar y comunitaria, en el hambre y sed de justicia, en el llevar a la práctica el mandamiento del amor en todas las circunstancias de la vida y en el servicio a los hermanos, especialmente si se trata de los más pequeños de los pobres y de los que sufren.» Christifideles Laici, (Exhortación apostólica post-sinodal de S.S. Juan Pablo II sobre vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo, 30 de diciembre de 1988)
En está exhortación, el papa nos hace la invitación a seguir fielmente a Cristo; a que nos demos cuenta que hay otros miembros del Cuerpo que están en mayor necesidad que la nuestra y que por lo tanto es nuestro deber como fieles seguidores y -ciertamente- exigidos por nuestro bautismo, a producir frutos de santidad, despojándonos de nuestros propios dolores y en ellos, llevar la palabra de ánimo a todos aquellos que sufren, transmitiendo el amor de Dios que nosotros ya vivimos.
“…y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu (por nuestro bautismo), y que su intercesión a favor de los santos es según Dios mismo. Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los llamó; y a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó.” Rom 8:27-30
En todos los ámbitos de nuestro servicio se encuentra el llamado a la santidad (Rom 12: 1). En el hogar, en la comunidad, en el trabajo, en la sociedad, etc. El problema siempre ha sido que, por las circunstancias de la vida, nos hemos transformado en egocentristas. Es decir que no vemos el dolor o sufrimiento en otros. Nos enfocamos en el “yo”: solamente yo tengo problemas, solamente yo tengo persecuciones, solamente yo me siento despreciado y criticado por lo que hago o en su lugar, por lo que no hago. Nos cuesta encontrar el camino a la santidad porque no vemos a Cristo en los demás. Nuestra búsqueda la hacemos por caminos oscuros, pedregosos y llenos de baches en vez de prender una vela para iluminar el camino que nos conduce a la gloria eterna, terminamos por apagar lo poco que nos queda de luz y tomamos decisiones como la de retirarnos de la presencia de Dios. Luego nos preguntamos del porque nos pasa eso. “No ves Señor que estoy cargando la cruz.” Ver Is 58: 1-5
Formados en el sufrimiento:
Debemos de entender que el propio camino de la santidad, implica en muchas ocasiones, atravesar un momento de sufrimiento y ciertamente de dolor, ya que, ello mismo es lo que nos conduce y nos dirige a la virtud real en nuestras vidas. Leer 2 Cor 6: 1-10
El verdadero cristiano, reconoce que el sufrimiento es esperanza y reto. Con frecuencia una persona puede «seguir en su jornada,» porque ha sido moldeado espiritualmente por el dolor y el sufrimiento. Leer 2 Cor 12: 1-10. Leemos también en Lumen Gentium: “Sepan también que están especialmente unidos a Cristo, paciente por la salvación del mundo, aquellos que se encuentran oprimidos por la pobreza, la enfermedad, los achaques y otros muchos sufrimientos, o los que padecen persecución por la justicia. A ellos el Señor, en el Evangelio, les proclamó bienaventurados (Mt 5: 1-11), y «el Dios de toda gracia, que nos llamó a su eterna gloria en Cristo Jesús, después de un breve padecer, los perfeccionará y afirmará, los fortalecerá y consolidará» (1 Ped 5: 10).” LG 41 párrafo 6
San Pablo escribe: «Nos sentimos seguros hasta en las pruebas, sabiendo que de la prueba resulta la paciencia; de la paciencia, el mérito, y el mérito es motivo de esperanza.” (Rom 5: 3-5). Al reconocer esto en nuestro servicio, entonces podremos comprender el amor verdadero al que estamos llamados en camino hacia la santidad con la cruz sobre nuestros hombros. Porque Jesús nos dice en el Evangelio, “…si se aman los unos a los otros, en eso reconocerán que son mis discípulos.” Jn 13: 34-35
Por otro lado, como bautizados en nuestra bendita Iglesia, somos movidos a actuar más allá de nuestro egocentrismo en favor de los necesitados porque conocemos a Cristo en la profundidad de su propio sufrimiento. A esto somos llamados.
“El llamado de los laicos a la santidad es un regalo del Espíritu Santo. Su respuesta es un regalo para la Iglesia y para el mundo.” Conferencia de Obispos Católicos
Este llamado, además de invitarnos a la santidad, nos encamina así mismo a la madurez espiritual. Ya no podemos dedicarnos a servirle a Dios con una actitud de niño malcriado. No podemos decir que nuestro servicio está en el de evangelizar cuando somos unas pequeñas criaturas que se quejan de todo en la vida. Nos hemos vuelto berrinchudos y caprichudos y hasta nos tiramos al suelo poniéndonos de verde y morado cuando no se hace lo que queremos sobre los demás. Es imposible alcanzar nuestro destino sino estamos dispuesto a madurar espiritualmente. Leer Heb 5: 12-15
¿Qué significa esto? Que estamos llamados a crecer físicamente, moralmente, psicológicamente y espiritualmente. «La imagen evangélica de la vid y los sarmientos nos revela otro aspecto fundamental de la vida y de la misión de los fieles laicos: la llamada a crecer, a madurar continuamente, a dar siempre más fruto.» Christifideles Laici, n. 57
La santidad, en medio de la comunidad (primordialmente en el hogar), es una faceta del servidor cristiano que alcanzan su expresión plena sólo por medio del desarrollo escatológico de la humildad y misericordia (amor hacia los demás porque se ama así mismo) y su progresión hacia la madurez cristiana. Sin madurez, no podemos amar como Jesús nos ama. Es decir, que, sin ella, no podremos cargar nuestra cruz camino al Calvario. Esto es el significado de madurez espiritual. Cuando soportamos las caídas sin quejarnos; Cuando soportamos los latigazos de la vida en todas sus ramificaciones; Cuando estamos dispuestos a dar nuestra vida por los demás, especialmente por aquellos que nos han hecho daño. El perdonar y pedir perdón es encaminarnos a la madurez espiritual (2 Cor 5: 19; Rom 5: 10), y por ende a la santidad.
Para concluir, debemos de recordar lo que leemos en Lumen Gentium:
“Una misma es la santidad que cultivan (los servidores), en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, y obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria. Pero cada uno debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que engendra la esperanza y obra por la caridad, según los dones y funciones que le son propios.” LG 41 párrafo 1