Pentecostés

Pentecostés

Estamos celebrando un momento histórico muy importante dentro de nuestra bendita Iglesia católica. Celebramos 2019 años desde que el Espíritu Santo se derramó con poder. Ya desde el Antiguo Testamento, Dios hacía la promesa en la que su Espíritu de Amor sería derramado sobre todo mortal. “Y después de esto: derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán sus hijos y sus hijas; sus ancianos verán en sueños, y sus jóvenes tendrán visiones. También sobre mis siervos y mis siervas, en aquellos días, derramaré mi Espíritu. Realizaré prodigios en los cielos y en la tierra: sangre, fuego y columnas de humo…Y sucederá que todo el que invoque el Nombre del Señor será salvo; porque en el monte Sión y en Jerusalén habrá salvación — como dijo el Señor — y entre los supervivientes, a los que llame el Señor.” Joel 3: 1-5.

Dios siempre ha deseado nuestra salvación y por ende cumple su promesa en el nuevo Pentecostés. Él lo hace de una manera muy especial, lo hace por medio de su Hijo Jesucristo a quién envió como el Cordero sacrificado por el perdón de los pecados. En Cristo se cumple el deseo profundo del Padre de derramar su Amor sobre todo “mortal” sin descalificar a nadie ya sea por joven o viejo, hombre o mujer. Esto debe de ser causa de mucha alegría en nuestro corazón; saber que Dios en su grandeza se ha despojado a sí mismo por amor y no un simple amor platónico que se da de una persona a otra. Pero porque el amor humano es limitado, es por ello por lo que vivimos tristes y amargados. Aunque venimos a misa, comulgamos y nos damos de golpes en el pecho, nuestras vidas siguen tristes porque no logramos entender el Amor tan profundo de Dios en el corazón.

Jesús les dice a sus discípulos que no se alejaran de Jerusalén, pues el Padre enviaría al otro Consolador, el paráclito, que vendría a soltarlos de todas las ataduras que los encadenaban al miedo. Ellos obedientemente se quedaron en Jerusalén y encerrados por temor a ser ejecutados, oraban y cuando llegó el momento, el Amor del Padre empezó a derramarse con ese soplo divino, el “Ruah” de Dios.

Ahora, debemos de entender que, en ese preciso momento, existe una acción de parte de Dios. Recordemos que el Padre siempre está en acción (Gén 1: 1-2, Jn 5: 17) y, es precisamente esa acción que caracterizó el Espíritu Santo en las vidas de aquellos que estaban encerrados por miedo a los romanos. Fue en ese momento en el que llenos de esa efusión que se derramaba como lenguas de fuego, cuando empiezan a darse cuenta de que Jesús ha resucitado y que, si él está vivo, entonces hay que salir de la cueva para ponerse a trabajar.

A esto es lo que nos invita hoy el Espíritu Santo que se ha derramado en nuestros corazones. Debemos tener la plena confianza que Jesús ha resucitado y que su amor transforma nuestras vidas en una manera especial y que llenos de esa euforia, debemos de salir de ese rincón que nos tiene atados a la indiferencia hacia los demás. Debemos de salir para compartir ese amor eterno con el que el buen Padre nos ama (Jer 31: 3). Cuando los discípulos fueron bautizados en aquel fuego, empiezan a hablar en “lenguas”, lo que se conoce como “xenoglosia”. Ellos empiezan a predicar la Buena Nueva a los oyentes que asombrados los escuchaban hablar en su propio idioma (es lo que hacemos hoy aquí).  Pedro comparte con el poder del Espíritu para reunir a los pueblos en una sola lengua, la lengua espiritual que se traduce literalmente en amor filial y lleno de misericordia, sin ver color de piel o que tan pobre o rico pueda ser al que le compartimos ese amor.

Hoy día, vivimos en un mundo lleno de materialismo, en donde el rico es más rico, el poderoso más poderoso, dejando al borde de la muerte a los hermanos que, sin las condiciones debidas, viven en pobreza extrema, pisoteados por el dios dinero y marginado por aquellos que, aun llamándose cristianos, les latiguean, quitándoles el pan de la boca y el techo sobre sus cabezas. Así de triste es la situación de nuestro país. Hoy vemos más indigentes botados en las calles como desperdicio de la sociedad. Niños que, por la situación de desempleo de sus padres, viven y duermen bajo los puentes, sin futuro, mientras nosotros los bautizados, los llenos de gracia, nos complacemos con “amar” al que nos ama. Nos golpeamos el pecho en el Templo aparentando ser verdaderos santos y, al salir golpeamos a nuestros semejantes cuando estos nos piden dinero para comer o para pagar un motel para pasar la noche.

Nos emos vuelto fariseos, hipócritas que blanqueamos nuestras ropas y más, sin embargo, el corazón lo tenemos lleno de podredumbre. No hay acción de nuestra parte porque seguimos escondidos en nuestras habitaciones. Tenemos miedo de compartir con los que tienen piel diferente, con los que hablan diferente a nosotros y que poseen cultura diferente. Tenemos miedo de ser compasivos y misericordiosos. Criticamos y pelamos a los que no tienen nuestra posición social, por lo que no damos de comer al hambriento ni vestimos al desnudo (Mt 25: 31-45).

Después de esa efusión, Pedro y Juan caminan por las calles de Jerusalén y al llegar al Templo, se encuentran con un tullido de nacimiento que pide limosna. Pedro le ve con misericordia y le dice: “No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te lo doy: ¡En el nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda! Y tomándolo de la mano derecha lo levantó, y al instante se le fortalecieron los pies y los tobillos. De un brinco se puso en pie y comenzó a andar…” Hechos 3: 1-8. Pedro actuó de esa forma porque comprendió que el Espíritu de Dios le exigía una acción. Nosotros debemos de tener eso en cuenta. Necesitamos ponernos en acción si es que hemos sido bautizados con el fuego del Señor.

Debemos de darnos cuenta en el mismo ejemplo de Jesús. Él hablaba sí es cierto, pero, más que hablar él, actuaba en medio de su pueblo. Sanaba a los enfermos, resucitaba a los muertos de cuerpo y alma y daba libertad a los oprimidos (Lc 4: 18-21). Cuántos de los que estamos hoy reunidos aquí, podemos decir que estamos llenos de ese Espíritu de amor. Es que, si analizamos esto, nos vamos a dar cuenta que el Espíritu de Dios ya está en nosotros desde el mismo momento de nuestro bautismo. Quizá no hemos actuado como Dios manda porque la ignorancia nos ha tenido escondidos en nuestra habitación. Hoy es el momento en el que debemos de escuchar ese llamado de Dios a nuestros corazones. Dejemos que es efusión nos lleve a hablar en nuevas lenguas, en el idioma del amor, compartiendo con los enfermos, visitando cárceles, velando por los niños desamparados y los ancianos que se abandonan en asilos en los que los tratan como basura, compartiendo el pan con el hambriento, aceptando a los demás como aceptamos a Cristo Jesús para tenderles la mano derecha en los momentos de necesidad.

Que en este Pentecostés Dios Padre realice la obra en cada uno de nuestros corazones, rompiendo cadenas y ataduras para que, en esa libertad, podamos compartir la Buena Nueva con el mundo entero (Mt 28: 16-20). Amén, así sea. Emunah.