Hoy estamos celebrando una fecha muy importante dentro del calendario de nuestra bendita Iglesia. Celebramos el Día de Pentecostés. Esta es una fecha muy especial, no solamente porque da inició a la actividad misionera de la Iglesia como tal, pero que, a la vez nos recuerda la importancia de Dios en medio de nosotros.
Ya desde el Antiguo Testamento se nos venía anunciando tan especial momento. Joel en el capítulo 3 y verso 1ss nos cuenta que, “…después de esto: derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán sus hijos y sus hijas; sus ancianos verán en sueños, y sus jóvenes tendrán visiones. También sobre mis siervos y mis siervas, en aquellos días, derramaré mi Espíritu.” La promesa de ese Espíritu Santo sería derramada en “aquel día.” Pero la pregunta viene a ser, ¿Cuándo es aquel día? Para esto debemos de entender que ya en el capítulo 2 del mismo libro de Joel Dios hablaba con el pueblo sobre las grandes bendiciones que vendrían sobre ellos. Pero no conforme con esas bendiciones materiales que eran visibles y palpables, Dios derramaría sobre los verdaderos creyentes, la gran bendición de su Espíritu de amor.
El día del Pentecostés, se presenta como el momento de “ese día” especial en el que Dios cumpliría su promesa. Ese fue el momento en el que el Padre sellaría con el poder de su infinito amor su presencia en medio de su pueblo. Ese instante en el que su gloria se manifestaría en medio de todos aquellos que creyeran en su Hijo Jesucristo como el verdadero Camino, Verdad y Vida (Jn 14: 6). Esto sucedería “…después de esto…” como nos dice Joel en el 3: 1. Para nosotros los creyentes cristianos la venida de la promesa del Espíritu Santo se daría después de que Dios Padre se manifestará en la carne en su Hijo Jesucristo. Está manifestación de su amor “…el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte…” Fil 3: 1-10. Dios nos da su bendición en la Carne palpable de su Hijo para que, “…Si alguno come este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.” Jn 6: 51.
En ese día, los apóstoles y discípulos estaban encerrados por temor a que los tomarán presos como sucedió con el Maestro. La manera en la que lo apresaron, con golpes, insultos, humillaciones, flagelación y crucifixión, los atemorizaba. No deseaban a travesar el mismo suplicio. Es por ello por lo que, muchos de los seguidores de Cristo se desaparecieron. Ahora, alguien me podrá decir que los apóstoles por lo menos de quedaron. Sí es cierto, se quedaron, pero con miedo. Encerrados oraban y discutían entre sí las dudas que tenían en cuestión de la muerte de aquel que les prometía la vida eterna. “¿Y ahora que haremos?” Si aquel que me dijo que comiera de su Cuerpo y bebiera de su Sangre me llevaría a la eternidad se murió. ¿Qué va a ser de nosotros? Es exactamente lo que nos sucede hoy. En medio de las calamidades del mundo, con el Covid 19 por ejemplo, que nos mantiene encerrados con temor de infectarnos, con la falta de respeto del uno por el otro, como en el caso del asesinato de George Floyd por un policía blanco, con las injusticias que se ven a cada momento en donde se ve con claridad que las grandes corporaciones son las únicas que han sacado ventaja de la pandemia, mientras que los pobres sufren sin trabajos, sin vivienda, sin alimento para sus hijos y lo que más tristeza da es que son los pobres en donde hay más contaminados con el virus y por ende por su pobreza de no contar con una buena aseguranza de salud mueren por no poder cubrir los costos de la asistencia médica.
Sí, “…en aquel día” Dios promete derramar su Espíritu de amor sobre todos aquellos que en medio de los horrores que el mundo nos brinda han sabido permanecer fieles. Aun así, encerrados; con miedo a lo que nos pueda acontecer, ya sea la muerte o la vida. Pero para entender esto, debemos se reconocer que no vivimos la vida como algo que en medio del terror nos aparte de su gracia divina. ¡No! Debemos de entender que en medio de nuestros temores podemos confiar en la presencia del todo Poderoso, quien dio su vida para que cada uno de los que creemos en él, tengamos vida y, está en abundancia. Jesús nos deja su Cuerpo en la Eucaristía, para que alimentados por su Carne podamos afrontar nuestras más profundas oscuridades.
El encierro, para muchos de nosotros nos trae a la desesperación, a experimentar desolación y posiblemente depresión. Nos vemos ante una realidad que quizá nunca habríamos experimentado y eso, nos da miedo. Está bien tener miedo. “Está bien no estar bien” nos dice un comercial durante la pandemia. Está bien experimentar estos sentimientos porque eso nos demuestra que en nuestra humanidad también tenemos la necesidad de Dios. Hoy día se nos ha prohibido asistir al Templo para adorar, para congregarnos como hijos de Dios, pero no nos han prohibido adorarlo en el Templo de nuestro corazón, que es el Monte Horeb en donde se encuentra la presencia del Señor.
Dios que todo lo sabe, llega a nuestras vidas en medio de ese encierro, en medio de esos miedo y temores. Dios que nos ama con amor eterno se derrama esté día con el poder de su Amor, como ese manantial en donde brota un majestuoso río de agua viva para que nos sumerjamos en él, y de allí salgamos victoriosos, reconociendo que en su bondad somos llenos de ese Espíritu de amor.
Cuando el Espíritu de Dios se derramó en aquel día, algo espectacular sucedió. Los miedos desaparecieron y muchos de los que estaban allí maravillados pudieron escuchar el anuncio del Amor del Padre en sus corazones porque con un gran estruendo se manifestó Dios en ese lugar. Es que algo así tenía que suceder para que esa gente se diera cuenta que para Dios no hay imposibles, que era necesario que su Amor se manifestara con poder porque ese mismo ya lo había ofrecido Jesús antes de partir “…Todo poder se me ha dado en el Cielo y en la tierra y ese mismo poder se los doy a ustedes…y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta que termine este mundo.” Mt 28: 19-20. Este día se hacen realidad esas promesas. No estamos solos. Aun así, estemos encerrados por la pandemia, es importante saber que el Espíritu de Dios no nos abandona. Que Dios está con nosotros porque…” puede una madre abandonar al hijo de sus entrañas, pues, aunque ella lo haga, Yo nunca te abandonaré.” Is 49: 14-15. Aleluya, gloria a Dios.
Entonces dejemos que ese Espíritu de amor llene el vacío que hay en nuestras vidas. “Porque el amor hecha fuera el temor” 1 Jn 4: 18. Recordemos que nuestras vidas están en Cristo que nos ha dejado no solamente su Cuerpo en la Eucaristía, sino que, además, nos ha dejado el Paráclito de amor para que por medio de él encontremos la paz en medio de la tormenta.
Feliz Día de Pentecostés.
René Alvarado
El orar en Espíritu y en verdad
Cuando leemos las Escrituras, encontramos muchas maneras en las que se nos introduce o se nos enseña a orar. Una de ellas es la oración del Padrenuestro. Otra es la que como Iglesia hemos rezado por siglos y la cual nos ha ayudado en muchas maneras como lo es, el Ave María y usualmente lo rezamos en el Santo Rosario. Pero una de las mejores maneras de oración es el de orar en Espíritu y verdad. (Jn 4: 23)
¿Pero qué significa ese adorarlo en espíritu y verdad? Pues significa que estamos vinculados a él, en conciencia, pero no obligados a él. Es decir, que nuestro ser interior estará unido a él, pero sin ser forzados. Y el mismo Señor Jesús nos lo enseñó, dándose a sí mismo y mostrándonos su vinculación con el Padre, no forzadamente, sino que en una manera humilde, no obligado, pero con el libre deseo de hacerlo.
Por otro lado tenemos que estar conscientes que al adentrarnos a la oración interior, estamos aceptando voluntariamente tener ese encuentro personal con Jesús, así como él lo tuvo con su Padre. Veamos por ejemplo el Evangelio de San Lucas 22: 39-42: “Después Jesús salió y se fue, como era su costumbre, al monte de los Olivos, y lo siguieron también sus discípulos. Llegados al lugar, les dijo: «Oren para que no caigan en tentación». Después se alejó de ellos como a la distancia de un tiro de piedra, y doblando las rodillas oraba con estas palabras: «Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Entonces se le apareció un ángel del cielo para animarlo. Entró en agonía y oraba con mayor insistencia. Su sudor se convirtió en gotas de sangre que caían hasta el suelo.”
Qué hermoso encuentro de Jesús con Abbá papito. Se debe llegar a tal punto que podamos dialogar con él, de tal manera, que en nuestro interior podamos descubrir el deseo fecundo del Padre para nuestras vidas. Y claro eso significa sacrificio y entrega total, aceptando lo que él disponga y no lo que nosotros queramos de él. Además, Jesús en su oración profunda, nunca escuchó del Padre decir: “Mira Hijo, te voy a decir lo que debes de decirle a los que te van a crucificar…” Dios no trata con nadie de esa manera. La misma experiencia de la Pasión sería la que daría la pauta y el testimonio de lo que Dios ha querido siempre para su pueblo, la salvación de sus almas.
En nuestra oración buscamos no como Dios me puede agradar a mí, ni buscamos lo que Dios le quiere decir a alguien más por mi conducto, sino: como yo puedo agradar a Dios. Además recordemos que a Dios no lo debemos de buscar solamente en la algarabía (bullicio desordenado) o, en medio de la euforia, más bien, debemos buscarlo en el silencio de nuestras almas, ya que es ahí en donde verdaderamente podremos escuchar su Palabra. “La oración de fe no consiste solamente en decir «Señor, Señor», sino en disponer el corazón para hacer la voluntad del Padre” (Mt 7: 21)
Eso es precisamente lo que hizo Jesús, doblando rodillas y rostro postrado en tierra. Recordemos que Jesús fue hombre carnal (Sarx), que experimentaba como nosotros dolor ya sea físico o corporal. ¿No es cierto que cuando nos hacen daño, sufrimos? Más sin embargo, únicamente aquellos que han estado a punto de ser asesinados, quizá con una pistola apuntada en su rostro o su corazón, después de haber sido torturado, podrá comprender el momento tan crítico que el Señor atravesó en ese huerto. Solamente la fe proyectada en su humanidad, logró que el mismo Espíritu del Padre le diera las fuerzas necesarias para sobre llevar a aquel instante de angustia.
Jesús, supo siempre desde su niñez, a lo que se había comprometido. Isaías en el capítulo 6 y verso 8 nos habla al respecto: “Y oí la voz del Señor que decía: « ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?» Y respondí: «Aquí me tienes, mándame a mí”. Él sabía exactamente el propósito de ese instante al que llamamos Kénosis, es decir ese desprendimiento de su divinidad e igualdad con Dios Padre. Aun así sabiendo su misión, experimentó el sentirse abandonado no solamente por los que aunque caminaron con él, nunca supieron el verdadero valor, ni mucho menos el significado del nacer de nuevo en el Espíritu, sino que también en cierta manera percibió a plenitud el desprendimiento del Espíritu, para experimentar la carne que forma nuestra humanidad.
En ese proceso, Jesús oró con mucho más ímpetu, aunque la carne lo dominaba por instantes, él confió que el Espíritu del Padre respaldaría su accionar.
“La carne es débil, pero el Espíritu es fortaleza”. Creo que esa misma es nuestra lucha. Nuestra carne es débil y por lo tanto nos dejamos conducir por la misma y nos olvidamos que en medio de nuestros problemas o situaciones dolorosas, el Espíritu del Padre es quien está ahí, siempre dispuesto a atendernos en los momentos más críticos de nuestras vidas. Es por ello que muchos se alejan, porque no saben apreciar la gracia de Dios en medio de sus desiertos o huerto de sus pasiones. Es que cuesta doblar rodillas y postrar nuestro rostro en tierra, humillados ante su bendita presencia para decir: “Padre, que en medio de lo que estoy sufriendo, tu nombre sea glorificado”.
Hay que soltarnos al Espíritu de bondad, desistiendo de nosotros mismos para que el Señor, ilumine nuestro ser, siendo él, el que nos introduzca a la verdad total y, sobre todo, para que en medio de nuestra oración, sepamos a plenitud el destino de nuestra misión.
Jesús nos enseña a orar
“El Hijo de Dios hecho Hijo de la Virgen aprendió a orar conforme a su corazón de hombre”. NC 2599
Jesús oró en todo momento. Antes de un milagro (Mt 15: 35-36); Durante su martirio en la Cruz del Calvario (Mc 15: 33-34). El Señor nunca dejó la comunicación con el Padre. Inclusive en los momentos en que pareciera que no mucho le interesaba los dolores de los demás, él siempre estuvo orando (Jn 11: 21-22; 38: 44)
El Señor siempre oró confiado en que el Padre lo escuchaba siendo toda su oración llena de entrega y humildad, dejando que fuera Dios mismo, quien obrara desde antes que se lo pidiese (Jn 11: 41-43). Sería interesante saber cuántos de nosotros somos humildes y entregados al diálogo con Dios. Claro alguien dirá pro ahí que son humildes por el hecho de no tener dinero. Todos los que conocemos del amor del Padre sabemos que la falta de dinero no nos hace serlo, por el contrario hay tantos pobres de dinero que son más orgullosos y soberbios que algunos acomodados en sus riquezas. Más bien, debemos de recordar lo que nos dice el Evangelio de San Mateo en el 5: 3 “Felices los que tienen el espíritu del pobre, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.
A pesar de su humanidad, Jesús nunca se dejó llevar por las circunstancias que le rodeaban, ni por los problemas, cansancios ni dolores (Mc 4: 35-40) Él siempre sostuvo la comunicación con el Padre hasta el máximo, dando su propia vida por obedecerle. De la misma manera nuestra vida de oración debe de consistir en entrega y sacrificio, en obediencia y en amor[2] .
Jesús, nos enseña que debemos de confiar plenamente en el Padre, que nunca vengamos a él, sin creer que lo que necesitamos, ya nos lo ha concedido (Mt 6: 6)
Además el Señor también nos enseña que debemos tratar de alejarnos del bullicio del mundo. Que constantemente busquemos los lugares más silenciosos. Él, aprovechó a plenitud esos momentos a solas con el Padre, compartiendo su oración humana, en medio de sus debilidades y angustias, (Lc 22: 41-42) pidiendo constantemente por cada uno de sus seguidores y por las necesidades de su pueblo (Jn 17: 9-11). Una vez más insistimos, no para que Dios nos diga lo que a otros les pasa, más bien, es para que por medio de nuestra oración, las necesidades de los demás, sean atendidas por Dios.
Jesús nos pide que dediquemos tiempo para nuestra oración personal. Que por un momento nos apartemos de lo que nos rodea y que sin desanimarnos doblemos nuestras rodillas para hablar con el Padre que escucha y que atiende a nuestras súplicas (Mc 14: 37-38)
Uno de los aspectos más importantes de la oración de Jesús es que nos guía a la presencia del Padre a través de la oración de contemplación, es decir que nos lleva a un acercamiento más directo con Dios, hasta el punto tal, que lograremos visualizarlo en el mismo Señor Jesucristo. (Jn 14: 7-14; Col 1:15)
Si verdaderamente deseamos llegar a éste instante, debemos reconocer que a Dios se le busca en los buenos y en los malos momentos. Hay quienes lo buscan solamente cuando se encuentran enfermos o porque sus hijos tienen problemas, etc., olvidándose de él cuando se encuentran bien.
Es por ello que se hace muy difícil para muchos de nosotros lograr comprender del por qué estamos en tal situación (de enfermedad o dolor), y por más que pedimos al Padre que nos sane, es como que él no nos escucha. Pero debemos de aprender a perseverar en esos momentos de angustias, penas o enfermedades, sin preocuparnos del por qué Dios no nos atiende, más bien dándole gloria por los momentos difíciles que atravesamos. Veamos nuevamente a Jesús en el huerto, tres veces oró la misma oración: “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa”. Aun así no recibió respuesta audible del Padre; sin embargo, reconoció en su interior que el Padre estaba ahí, junto a él, y eso lo animó a levantarse y con fortaleza espiritual dijo: “…pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.
Un ejemplo bien hermoso que tenemos es el de Santa Rosa de Lima, quien oraba de la siguiente manera: “¡Padre, aumenta mis dolores, pero con la misma medida, auméntame tu amor! “ Su bella oración nos enseña que tenemos que ir más allá del tiempo o el momento en el que nos encontramos; y tomados de las manos del Espíritu Santo, es precisamente en ese instante en el que verdaderamente nos acercamos más y más al Señor.
No se trata simplemente de lanzar una oración de flecha: “¡Ayúdame Dios mío!”, o que al comenzar nuestra oración, nos de sueño y nos quedemos dormidos, diz que descansando en el Espíritu. Si nos dormimos en los momentos en los que todo nos sale bien, ¿qué pasará cuando nuestra oración sea llevada por la necesidad de adorar y ensalzar su bello nombre?
Santa Teresa la Grande, oraba en todo momento para vencer las tentaciones de la carne. Un día está en su oración cuando le dieron ganas de ir al baño a hacer del dos. Entró pues al sanitario y sentadita empezó a adorar al Padre diciendo: “Mi alma te alaba mi Dios y mi Señor…” Cuando en eso entra el Diablo y le dice: “Pero mira nada más, cómo tu orando, en gran alabanza a Dios en medio de estos olores; este no es el lugar indicado para tu adoración.” Entonces Teresa le responde: “Mira Diablo, todo lo que sale de mi pecho, va para Dios y todo lo que sale de mi estomago, va para ti.” En ese momento el Diablo se retiro.
Jesús oró con gran intensidad en el Huerto hasta sudar sangre dijimos y aun así la Escritura no nos dice que Dios le respondió, pero el Espíritu le acompañó. El Señor siempre supo que ese Ruah del Padre ya moraba sobre él, y que sería aquel soplo quien le daría la fortaleza para continuar su Pasión.
Es curioso escudriñar los instantes en los que Jesús orando se comunicaba con el Padre. Cuántas veces pidió por él mismo y cuantas por el pueblo. En nuestro balance, ¿Cuántas veces le pedimos a Dios por nuestros problemas y cuántas veces pedimos por las necesidades del mundo? ¿Cuántas veces estamos como la llorona? Siempre en quejabanza y no en verdadera alabanza.
Cuando Jesús fue llevado al matadero, fue maltratado y abusado físicamente y más sin embargo nos damos cuenta a través de las Escrituras que nunca se quejó, excepto una en la que preguntó a aquel soldado del por qué le había pegado. (Jn 18: 22-23) Es que él sabía perfectamente que en medio de aquel dolor, de todo sufrimiento, el poder y la gloria de Dios se manifestaría por medio de su Espíritu de amor. Eso le animó a levantarse después de caer tres veces y de soportar aquellos clavos que poco a poco penetraban sus manos y sus pies. Aun así, ya clavado, nunca dejo de misionar, siempre fiel y obediente salvando a un mal hechor de todos sus pecados, bebiendo de aquel vino agridulce, que significaba las amarguras que cargaba en sí de la humanidad y finalmente, el proceso de experimentar hasta su último aliento aquella Kénosis y sentirse abandonado por él mismo: “…y a esa hora Jesús gritó con voz potente: «Eloí, Eloí, lammá sabactani», que quiere decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»”
Ese es el drama de la oración. Pensar por un momento que Jesús se sintió abandonado y lograr por encima de eso la victoria sobre el pecado. ¿Cuál es el drama de nuestra oración? ¿De qué pata nos estamos quejando? Analicemos seriamente nuestras vidas y pongamos sobre una balanza el peso de la oración y el peso de nuestra quejabanza. ¿Qué pesa más? ¿El Espíritu de amor o nuestras propias necesidades?
Por supuesto que no solamente en la tristeza se encuentra al Señor. También lo encontramos en medio de la alegría. Cuando los hermanos vienen a mí en búsqueda de oración, y vienen con cara de chucho a medio morir, les advierto que para que Dios responda a su petición deben de venir alegres pues en precisamente el venir así como Dios sabe que en medio de toda oscuridad, su nombre será enaltecido, pero si venimos hasta con la lengua de fuera, entonces la respuesta de Dios dilatará hasta que mostremos que creemos sin ver.
Aunque todo parece mal…
Queridos hermanos de mi corazón: Que el amor y la paz de Cristo Jesús nuestro único y verdadero Señor y Salvador esté siempre con ustedes y que nuestra Madre María, los cubra con su manto santo, todos los días de sus vidas.
Hoy veía las noticias por la televisión y conforme pasaban, me daba cuenta una vez más que ya todo parece perdido, que este mundo está tan mal que la venida del Señor está próxima. Claro esto es solamente un pensamiento humano, deseoso de que el Señor esté ya aquí en medio del pueblo de creyentes que confiaron hasta el final en sus promesas de amor y misericordia.
Nosotros los humanos hemos dado cabida a la destrucción de todo lo precioso que Dios nos dio como herencia para vivir, los bosques, los ríos, los mares y toda naturaleza en general. Él nos lo dio para que disfrutáramos de todos los aspectos que ella tenía para nosotros y en cambio hemos tomado ese regalo de Dios para convertirnos en seres peores que animales y digo peores no menos preciando a la creación de Dios, pero en el sentido de que esos animales sin razonamiento reconocen a plenitud su estancia en esta tierra, mientras que nosotros aun con razonamiento, la hemos convertido en un mundo de basura y todo para satisfacer nuestros egos y deseos de poder, aplastando a todo cuanto se nos ponen en el camino.
Parece que no hay una posible solución a todo esto. En los periódicos leemos todo tipo de desgracia que ciertamente nos pone a reflexionar sobre si hay posibilidad que el hombre mismo pueda salvarse de lo que le viene encima. El evangelio según San Mateo en el capítulo 13 y versos 24 al 30 nos cuenta la parábola del sembrador que sembró buena semilla y el enemigo vino y le sembró semilla mala. Dice la Escritura: “Cuando crecieron las plantas y empezaba a formar la espiga, apareció también la cizaña” Esto es exactamente lo que ha sucedido en el mundo, Dios ha sembrado en el hombre la capacidad para amarle, para amar a su prójimo y para amarse a sí mismo; pero qué ha pasado, que el hombre mismo se ha dejado sembrar en su corazón, odios rencores, envidias, celos, iras, vanaglorias y ha dejado que esto vaya opacando la semilla buena en nuestro corazones.
Esto tiene implicaciones directas con lo que hacemos con el mundo. Todo aquello perfecto que Dios nos dio lo hemos tirado por un tubo y en su lugar hemos convertido las maravillas del Creador en un mundo lleno de basura.
Ahora que todo esto no se queda solamente en eso, más bien, como no todos tenemos “poder” económico para destruir el medio ambiente, entonces arremetemos en contra de nuestras propias familias, destruyendo con nuestras acciones todo aquello maravilloso que Dios nos dio con tanto amor. Nuestras familias sufren cuando las golpeamos físicamente, moralmente y espiritualmente. Traemos con nosotros esa semilla que hemos dejado que el enemigo plante en nuestros corazones y con cualquier cosita, opacamos el amor que Dios padre sembró desde antes que naciéramos.
Claro que las circunstancias en las que nos encontramos no nos permiten ver con claridad ese amor pues estamos rodeados de tanta maldad que eso mismo se hace parte de nuestras propias vidas y tanto crece el odio y el rencor que aun que el amor esté allí, nunca lo veremos a no ser que un día dejemos que el cuidador nos dé una limpiadita.
Hemos puesto muchas excusas para lograr nuestros propósitos de ser mejores y de vivir a plenitud la gracia de Dios. Es que pensamos que somos tan pequeños que no es posible para nosotros dar un cambio a nuestras vidas, que la sociedad misma no nos da la oportunidad de un cambio, que estamos siendo controlados por los poderosos y que atados como un perro rabioso a una cadena, no podemos dejar de echar espuma y rabia por la vida.
Todo se nos pinta de un color oscuro y nos dicen que no hay razón ya para vivir y eso es verdaderamente lo que está haciendo esa semilla plantada en el corazón del hombre por el enemigo. Él nos dice: “no se puede, no lo vas a lograr, no tienes fuerzas para seguir adelante, tu marido realmente no te ama, él nunca va a cambiar, tu mujer te engaña y por lo mismo págale con la misa medida, tus hijos son malos y drogadictos, no merecen que los ayudes, tus padres con malvados, mira te violaron, te golpearon y te abandonaron, emborráchate y drógate pues no vale la pena seguir viviendo… etc.” Y nosotros caemos redonditos en toda esa inmundicia y preferimos la muerte y, antes de morir arrasamos con todos lo que se nos pongan en enfrente y no solamente con otro ser humano, sino que también con la misma naturaleza.
Así ha crecido la cizaña en nuestros corazones; ha crecido de generación en generación y solamente aquel que esté dispuesto a un cambio rotundo entonces vera con claridad el campo de su vida y se dará cuenta que si se puede ser mejor en su propia persona, en medio de su familia y con el mundo en el que vive.
Después de ver las noticias, pasaron un programa en el que presentaron a una mujer que nació ciega, sorda, muda y sin olfato; a esta mujer, su madre la abandonó siendo una bebita pues no quería la responsabilidad o quizá no contaba con el apoyo de su marido para sostenerla. Un día una mujer española vino a África, visitó el orfanatorio en donde se encontraba esta niña y se enamoró de ella y la adoptó como su propia hija. Ella la amó y la cuidó aun en contra de todo lo que su sociedad le decía y permaneció firme en el amor que ella de daba constantemente a esa niña. Un día la niña se convirtió en mujer y ahora es estudiante de universidad. Cuando vi este programa y vi lo que está mujer había logrado con al amor de su madre, que siendo discapacitada de ojos, de oídos, de habla, y hasta de nariz, no se detuvo y logró salir adelante y me puse a pensar: “Yo que tengo todos mis sentidos en orden, que puedo ver, no miro más allá de mis propias narices, que puedo oír y solo escucho cosas negativas, que puedo hablar y solo hablo quejabanzas y que puedo oler y solo huelo los malos olores de la vida” Verdaderamente esa mujer me hizo ver que, cuando dejamos que la semilla del amor crezca en el corazón, entonces podemos sembrar en medio de toda la oscuridad del mundo el verdadero amor que mueve, sana y, por ende lo que cosechamos es la vida misma.
Por lo tanto ánimo que si Dios está contigo, quien en contra tuya. Nadie te puede apartar del amor de Dios, solamente tu si dejas que el enemigo siempre cizañe tu corazón. Aprende a amar y a perdonar y por lógica empieza por amarte a ti mismo. Deja el odio y los rencores, los celos y las iras y en cambio déjate inundar de la paciencia, de la armonía y de la ternura porque al final de todo lo único que te quedará es tu alma y ella hermano de mi corazón le pertenece a Dios.
Que la paz y la bendición de Dios te acompañen por siempre.
Dios te bendiga abundantemente
En el amor de Jesús
Cristo resucitó
Queridos hermanos de mi corazón. Que la paz y el amor de Cristo Jesús y el de nuestra madre María los acompañe siempre.
Cantemos llenos de júbilo, ¡Cristo nuestro Señor ha resucitado!
Esa es la alegría que cada uno de nosotros de vemos de estar experimentando en este momento en el que sabemos que todas nuestras cargas han quedado en el pasado, clavadas en la Cruz del Calvario y empezamos una nueva vida llena de esperanza para nuestras vidas.
Yo sé bien que alguien me dirá por ahí que eso de que nuestras cargas se han quedado en el pasado, no es cierto pues, sus vidas siguen igual, sin ilusión, sin esperanza que todo lo ven oscuro sin la famosa luz al final del túnel. El problema siempre ha sido que muchos de nosotros hemos vivido la Cuaresma sin sentido, más bien creo, que la vivimos hasta amargados y esa misma se acarrea aun en la misma resurrección.
No debemos de permitir al enemigo que tome control de nuestras vidas. Debemos de creer con todo el corazón que en la resurrección de Cristo, nuestras propias vidas han resucitado con él, y como dice San Pablo: “¿No saben que todos nosotros, al ser bautizados en Cristo Jesús, hemos sido sumergidos en su muerte? Por este bautismo en su muerte fuimos sepultados con Cristo, y así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la Gloria del Padre, así también nosotros empezamos una vida nueva.” Rom 6: 3
Entonces debemos de aprender a percibir la vida de una manera totalmente diferente y no dejarnos influenciar por lo que acontece en nuestras vidas. Las cosas de la vida son pasajeras, nada es eterno; no nos esforcemos por alcanzar todo aquello que por más que queramos nunca nos lo llevaremos con nosotros.
“Si han sido resucitados con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Preocúpense por las cosas de arriba, no por las de la tierra. Pues han muerto, y su vida está ahora escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste el que es nuestra vida, también ustedes se verán con él en la gloria.” Col 3: 1-4
La vida terrenal no es nada más que un segundo en el tiempo de Dios y por ende hay que vivirla al compás de la voluntad del Señor, quien de día y de noche trabaja por darnos la felicidad y de llenar ese vacío que mantenemos en el corazón.
Creo que lo que ha pasado es que hemos perdido la fe, es decir ya no creemos que Dios en su plan perfecto de amor nos ha salvado de la muerte a que todo ser viviente le sobre viene y, no hablemos de la muerte física como tal, pues bien claro es que todos vamos a estirar el tenis un día. Más bien, hablemos de la muerte que es aun más profunda, la espiritual a la que muchos estamos expuestos por las circunstancias de la vida. Dios ha querido desde el principio de la humanidad, salvarnos de esa muerte y por milenios el hombre no ha querido pues para él (el hombre), el dejarse guiar por la mano de Dios es ir en contra de los deseos carnales. Ya bien lo decía Jesús a sus apóstoles allá en el Huerto de Getsemaní: “…el espíritu es animoso, pero la carne es débil.” Mc 14: 38
En eso se han convertido nuestras vidas, en puros deseos he intenciones carnales y con ello, nos exponemos a morir espiritualmente y cuando nos vemos en aprietos, es entonces que el culpable de nuestras decisiones erróneas es Dios. Esa es nuestra naturaleza y aunque Dios nos creo con espíritu, desde los principios le hemos dado rienda suelta a la carne.
No podemos darnos el lujo de perder la fe, pues en el momento en el que lo hagamos, entonces lo que continúa es la esperanza y si está se muere, ¿qué más nos queda? ¡Nada!
No desperdiciemos nuestras vidas en cosas que no tienen sentido, no nos aferremos a las cosas materiales, ni a la vida (sea está la mujer, el marido o la amante), no nos enfoquemos en los problemas que tenemos, más bien enfoquémonos en las soluciones para esos problemas. Recordemos que tanto la vida como el globo terráqueo continúan su marcha y por más que lo queramos detener nunca lo lograremos, más bien, nos saldrán canas y arrugas, la piel debajo de los brazos se desprenderá y aun así los días no se detendrán.
Por eso es que debemos de vivir siempre felices, pues la felicidad aniquila a la tristeza y le da sentido a nuestro dolor y sufrimiento. Y claro podemos decir que eso se dice fácil, pero lo difícil es realizarlo pues somos humanos con sus debilidades es cierto, pero aunque no lo creamos contamos con las fuerzas de Dios si así lo deseamos.
Muchos se enfocan en el dolor como algo que daña o mata y la misma experiencia de ese dolor les hace alejarse y apartarse de lo que son a los ojos de Dios. Recordemos, somos creación de Dios; él nos creo con sus benditas manos y nos dio su aliento divino entonces hay algo de él en nosotros: hay vida y mientras haya vida, siempre existirá una esperanza. Pero para llegar a esa esperanza, hay que vivir el momento en fe, creyendo que él estará siempre ahí con nosotros y aunque el mismo dolor o sufrimiento nos encamine a la muerte corporal, bien es sabido que de esa muerte viene la vida espiritual eterna. “…y ahora no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Lo que vivo en mi carne, lo vivo con la fe: ahí tengo al Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí.” Gal 2: 20
¡Gloria a Dios! Que manifestación tan grande tuvo Jesús al dar su vida en la Cruz del Calvario por la salvación de nuestros pecados, la sanación de nuestras heridas y sobre todo, como Dios en su grandeza arranca de las garras de la muerte a su Hijo Jesucristo para con ello darnos vida eterna.
Eso es lo maravilloso del Buen Padre, que aunque el hombre se ha apartado de él, él nunca se apartó del hombre y hoy está en espera de que sus hijos se arrimen a él como la gallina junta a sus polluelos debajo de sus alas (Mt 23: 37. Lc 13: 34)
Seamos felices en medio de todo aquello que nos aturde. Jesús que vivió el momento, no se dejó intimidar por las circunstancias que le rodeaban, al contrario tomo ventaja de ellas para glorificar su nombre y al final en su resurrección ser elevado al Cielo al lado del Padre que espera con los brazos abiertos a que cada uno de nosotros vengamos a él y nos dejemos conducir por él.
Hoy te invito a que no pierdas tu fe, a que siempre mantengas viva tu esperanza y que cuando sientas que la vela de tu vida se hace pequeña, has de saber que su luz nunca dejará de brillar si está prendida con la luz de Cristo.
Pan de Vida, Inc.