La Pasión de Cristo

René Alvarado 26/03/2024

El hablar sobre la Pasión de Cristo no es cosa fácil. Podríamos hablar teológica o cristológicamente sobre ello, pero eso solamente nos daría un razonamiento de su Pasión y no necesariamente el descubrir espiritualmente la experiencia vivida por el Señor.

Debemos de entender que, la Biblia nos relata en sus cuatro evangelios, la Pasión y cada uno de ellos desde un ángulo diferente. Esto es debido a que al lector se le llama a enfocarse en el proceso vivido por Jesús en sus diferentes niveles y, sobre todo, hacia a dónde, este proceso de su Pasión nos debe de encaminar.

Las lecturas de este domingo, por ejemplo, nos relatan el asunto que Jesús atravesaría. Isaías nos habla sobre el servidor fiel que viene a consolar, que sabe escuchar la voz de Dios y que en los momentos más críticos se siente fortalecido por la presencia del Padre (Is 50: 4-7). En la segunda lectura, Pablo nos habla de cómo es que Dios mismo se encarna en la humanidad, “…despojándose de sí mismo”, lo que llamamos, Kenosis (Fil 2: 6-10), entregándose por amor a la muerte más humillante que se podía experimentar en ese momento, la crucifixión.  

Eso es lo que vino a hacer Jesús a este mundo. Él vino con el propósito de sacrificar su vida por cada uno de nosotros. Jesús, no vino solamente a predicar y a hablar bonito. Él, puso en práctica todo lo que predicaba: “…así como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar Su vida en rescate por muchos” (Mt 20: 28).  

Esto lo sabemos, pero no le damos la importancia debida. Leemos sobre su sacrificio en la Biblia, escuchamos las homilías en misa durante el calendario litúrgico, pero nos da igual. Nos entra por un oído y nos sale por el otro sin dejar huella en el corazón. 

Así de triste es nuestra realidad. Sabemos que estamos llamados al sacrificio, pero no le damos el verdadero valor al mismo. Es que, si analizamos un diamante, por ejemplo, cuando este es extraído de la tierra, su estado es, decimos, en “bruto”. Para que la gente lo sepa apreciar, este tiene que ser pulido, quitarle lo “bruto” para que salga a relucir la brillantez que se encuentra debajo. El proceso es duro y brusco y si el diamante pudiera hablar, diría que duele. Eso mismo debemos de hacer con nuestro sacrificio. Dejarnos pulir por el amor de Cristo. 

Cristo en su Pasión nos demuestra la manera en la que debemos de ser pulidos. Ya desde la institución de la Eucaristía (Lc 22: 19-20), Jesús empieza el proceso de su Pasión. “…Tomen y beban todos de él. Este es el Cáliz de mi Sangre, que será derramada por el perdón de sus pecados” (Lc 22: 20). Después de lavar los pies de los apóstoles, empieza su peregrinar hacia el Huerto de Getsemaní (Getsemaní viene del griego “Gethsēmani” que significa “triturador de aceite”, en este caso, de olivo). Cuando conocemos el significado del nombre del lugar, entendemos mejor el sacrificio que Jesús estaba dispuesto a hacer por cada uno de nosotros. 

En ese huerto, Jesús, -derrama en una reacción meramente humana-, gotas de sangre (Lc 22: 44). Es que, en ese instante, su parte carnal ve, y, siente el proceso que lo va a llevar al sacrificio (algo que humanamente se nos hace difícil comprender por la profundidad de su acción), porque, el partirse en la Cruz del Calvario por el amor que nos tiene, es incomprensible: nadie puede derramar su sangre por alguien más, a no ser que lo motive el profundo amor que le tiene, como una madre por el hijo de sus entrañas, por ejemplo. Es el instante en el que humanamente empieza a beber  aquel Cáliz amargo, que en la última cena pedía a sus discípulos tomar. Era Cuerpo que, en su Pasión, sería triturado por la angustia y el dolor de la sangre que derramaría en su trayecto hacia la Cruz. Jesús vino a demostrarnos en su humanidad, que realmente, su llamado a servir y no ser servido estaba lleno de dolor, sufrimiento y angustia. 

Un punto interesante que encontramos aquí es que, sin importar la angustia que atraviesa y que le hace derramar gotas de sangre, se postra en tierra y clama al Padre: “Abba, para ti todo es posible (Jer 32: 17), aparta de mi este Cáliz amargo que estoy a punto de beber” (Mc 14:36). Su reacción humana, no difiere de la nuestra, en momentos difíciles, cuando no vemos la salida para la situación en la que nos encontramos. La diferencia aquí es que, Jesús no se dejó apabullar por ese momento crítico. Por el contrario, Jesús, dobló rodillas y con rostro en tierra, consultó con su Padre, es decir, se puso a orar. Eso es lo que el que se dice ser fiel tiene que hacer constantemente, orar y adorar postrado en tierra, reconociendo que nuestra situación es dura, pero que, confiados plenamente en él, lograremos la victoria. 

Por otro lado, vemos también la situación de aquellos apóstoles que se duermen: Jesús le dice a Pedro: “Simón, ¿duermes? ¿No has sido capaz de velar una hora?”(Mc 14: 37-38). Como servidores, nos dormimos ante las necesidades de los demás. Nos importa un comino lo que otros sufran. No nos damos cuenta de que estamos llamados como Jesús a hacer su voluntad. Es estar atentos, despiertos y siempre velando, para que la carne, que en sí misma, es débil, no nos haga ciegos ante las necesidades de los que sufren por el hambre y por las faltas de vestido; porque, además, no nos “nace” ir a visitar a los enfermos, ni a los encarcelados; que nos dormimos por la falta de interés por los niños que sufren abandono, quienes gravitan en las calles sin rumbo y se duermen debajo de los puentes o a la intemperie; que servir en el ministerio es algo que hacemos sin interés de corazón. No hemos sido capaces de estar despiertos primero orando y segundo sirviendo como Jesús nos enseñó. 

Jesucristo se incorpora nuevamente –dice la Escritura-, y, con el dolor físico y la angustia brutal que le aqueja en lo más profundo de su corazón, se dirige al Padre nuevamente y dice, “…pero que no se haga lo que yo quiero, más bien, que se haga tu voluntad” (Lc 22: 42b). La pregunta para nosotros hoy día es: ¿Estoy yo dispuesto a hacer la voluntad del Padre? ¿Qué tan profundo es mi deseo de servirle? ¿Estoy dispuesto a partirme por amor a su servicio? Es que, su voluntad es, “…que se amen los unos a los otros como yo los amo” (Jn 13: 34).

Después de aceptar la voluntad del Padre, se siente fortalecido y afronta con la valentía del Espíritu Santo, el sendero que lo llevaría a la Cruz. Más aun, en el momento en el que le llegan a arrestar para conducirlo por ese camino, no deja de ser misericordioso y de hacer milagros. Cura la oreja que uno de sus seguidores le corta a aquel sirviente del sumo sacerdote (Lc 22: 50-51) y clama por una reacción diferente, es decir poner la otra mejía (Mt 5: 39). 

Es llevado ante el sumo sacerdote y ante Pilato quién según la Escritura, no encontró culpa alguna en él. Pero es aquí en este momento en el que Jesús vuelve a hacer otro milagro. La gente exige su muerte por cruz. Pilato les expone la ley que dice que pueden soltar a un reo en las fiestas de Pascua. La gente pide a Barrabás (que en arameo significa “hijo del Padre”). Este Barrabás era un revoltoso que había sido capturado por dar muerte a una persona durante un motín en contra del imperio romano. Según la tradición de algunos biblistas y teólogos, su nombre completo era “Jesús Bar Abba”. En su etimología se conoce a este personaje como un pendenciero, rebelde, latoso y asesino.  Era alguien “famoso” que luchaba de frente al imperio, y, que, la gente consideraba “un mesías” terrenal, es decir el que toma las armas para dar libertad al pueblo oprimido. Esto en paralelo con Jesús Cristo que vino a dar “…libertad a los cautivos…” por medio del Espíritu de amor  (Lc 4: 18b). Es pues en este momento en el que Jesús da libertad no sólo de cárcel, pero que, además, libera espiritualmente a este hombre que ciertamente debió de haber sido transformado por la presencia del verdadero Mesías.

Es que Jesús Cristo nos da libertad a causa de sus sufrimientos. Nos invita a que seamos verdaderamente libres por el auténtico amor que él derrama, en esa Cruz del Calvario. Pero nosotros queremos al otro mesías, al que pelea, al que toma las armas para destrozar, al que mata con sus acciones de odio y rencor. Sí, a ese preferimos siempre, porque a ese lo podemos ver; porque ese nos demuestra que no hay que poner la otra mejía, que diente con diente se paga y que ojo por ojo se cobra y que, en la vida, hay que luchar con golpes he insultos. 

Y Jesús es humillado, abofeteado por decir la verdad, flagelado, golpeado hasta ser desfigurado, y, sobre su cabeza, la corona de espinas y finalmente le hacen cargar con la Cruz. Es tan pesada la Cruz que por su debilidad le cuesta cargar, cayendo tres veces, de acuerdo con la Tradición apostólica, por lo que toman a Simón de Cirene para ayudarle a cargar. “El que quiera seguirme tome su cruz y sígame” (Mt 16: 24). La cruz la debemos de llevar juntos, dándonos la mano uno al otro, sosteniéndonos en los momentos duros. Como ejemplo, podríamos mencionar el acompañar a los enfermos, compartiendo con ellos el dolor y sufrimiento, es decir, “…llorar con ellos y reír con ellos” (Populorum progressio # 86).

Jesús llega al Gólgota (del hebreo golgoleth (גלגלת) que significa “cabeza o calavera”). Es aquí en este lugar en el que el Señor es crucificado. Es ahora cuando podemos entender el significado de, “…es el Cáliz de mi sangre que será derramada por el perdón de los pecados” (Lc 22: 20), y, además, descubrimos por qué llegó al Getsemaní o lugar del triturador. Es sobre esa Cruz que, tomando fuerzas sobre humanas, levanta su cuerpo débil y desangrado y comparte entre las palabras que conocemos: “Tengo sed,” de que se amen y perdonen entre ustedes, que reconozcan que cada uno de ustedes tienen la misma dignidad, porque, ustedes no solamente se dicen ser hijos de Dios, sino que en verdad lo son (1Jn 3:1).

Además, las últimas palabras de Jesús, que recuerda la oración del salmista 22: 2, de acuerdo con el evangelio de Marcos 15: 34, quedan de manifiesto por medio de Pablo a los Efesios 2: 6-10, ese Ekénosen, o desprendimiento total de su igualdad con Dios Padre, “Eloí, Eloí, ¿lema sabachtani?” Es la misma oración del creyente que pregunta en sus momentos más oscuros: ¿Por qué me has abandonado Padre? ¿Por qué no he sentido tu presencia en estos momentos difíciles, en los que siento que la vida se me va? ¿En dónde estás Padre, que no te veo en medio del dolor de muerte?

Ciertamente, nuestra humanidad cuestiona la presencia del Padre; más, sin embargo, Jesús hace la voluntad de aquel que lo envío a dar su vida por amor y, a pesar de su dolor más profundo, él cumple y en eso realiza el proceso de salvación que nos lleva del perdón de los pecados, a la vida eterna, en la Nueva Jerusalén. Es que “…hacer lo mismo” (Lc 22: 19b), no es fácil. No fue fácil para el Señor y no lo será para nosotros. Pero, tenemos una esperanza, la esperanza puesta en que Dios responderá de una u otra forma a nuestra suplica. De esto debemos de estar seguros. Emuná, yo creo, amén.

Por último, Jesús entrega su vida con “…un fuerte grito” Mr 15: 37. Con su muerte, Jesús vence al enemigo y con su sangre derramada, logra el perdón de nuestros pecados. A eso estamos llamados; a perdonar como él nos perdona, porque perdonando es como él nos enseña a amar.

En esta Semana Santa, nuestros corazones deben de rebozar con alegría al sentirnos amados por el amor de Dios. Debemos de gozarnos en el Señor sabiendo que por su sangre emos sido redimidos y, por ende, llamados a hacer lo mismo.

Amén, gloria a Dios

Id y evangelizad

René Alvarado

Introducción:

Desde la perspectiva de la teología natural, entendemos que Dios nos pide que como bautizados vayamos por el mundo alcanzando almas a sus pies. Es decir que la fe es la base fundamental para realizar o llevar a cabo el plan de Dios para la salvación de la humanidad. Esto es muy importante de reconocer, ya que, sin fe no podemos comprender las profundidades espirituales a las cuales estamos llamados a realizar cada uno de nosotros por el bautismo. Es precisamente por esto mismo que queremos reflexionar sobre el mandato de Jesús de id y anunciar la Buena Nueva, relato que encontramos en los textos del Evangelio de San Mateo capítulo 28:18-20: “Jesús se acercó y les habló así: «Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,  y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia.»”.

Desarrollo:

Hay varios puntos sobre los cuales vamos a reflexionar, uno de ellos trata sobre la unidad hipostática de la Santísima Trinidad. El centro primordial de todo servidor debe de estar enfocado en esta hipostasis en la que Dios manifiesta su plan perfecto de amor para cada uno de nosotros. Es a través de esta unión de tres en un solo Dios, como cada uno de nosotros los servidores, vamos a llevar esta Buena Nueva a todas las naciones. Pero ¿cómo se manifiesta esa unidad en nuestras vidas y cómo vamos a proyectar esa unidad a otros? Primero debemos de entender que Dios tiene un plan perfecto para nuestra salvación y es precisamente en ese plan perfecto en el que cada uno de nosotros hemos creído por fe (teología natural), de lo contrario ninguno de nosotros estaríamos aquí, porque esa unidad Trinitaria se realiza en el amor, cosa que muchas veces olvidamos o no queremos reconocer porque esto indica que se debe de amar como ama Jesús.

Es por ello que para llevar el mensaje de salvación a otros, debemos primero que nada vivir nosotros mismos, la plenitud de esa salvación, en el amor de Cristo, porque desde que fuimos bautizados, estamos llamados a llevar el Evangelio de amor y redención a la humanidad. En otras palabras, estamos llamados por el bautismo a ser los misioneros del mensaje de amor, como mandamiento nuevo: “Este es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado” (Jn 15:12). No podemos ser hipócritas, tratando de anunciar algo en lo que no creemos; podemos saberlo intelectualmente porque lo hemos leído y estudiado (teología sistemática), pero que sin la praxis, se queda solamente en un grafo que no nos conduce a nada.

Es precisamente aquí, en donde se realiza la plenitud de la hipostasis; en la unidad Trinitaria, que se entrelaza en el amor de Dios y que se manifiesta a nosotros en la humanidad de su Hijo Jesucristo, por medio del otro Paráclito (Jn 15:16), el Espíritu Santo, como soplo divino (Ruah). Es a esto a lo que estamos llamados: a amar como nos ama Jesús, hasta la Cruz, porque después de la cruz viene la vida en nuestra morada eterna, la Nueva Jerusalén del Cielo (Ap 21:1-4). Pero lógicamente, esto no es fácil de realizar, porque, estamos rodeados de situaciones que nos impiden amar a Dios sobre todas las cosas y, más difícil aún, amar al prójimo como a nosotros mismos (Mc 12:30-31). Por otra parte, nuestra excusa para alivianar nuestra falta de amor, es decir que somos humanos y que por lo mismo ya que no somos Dios, tendemos a faltar al mandamiento de amar como ama Jesús. Claro que somos humanos y por ende, carne (sarx); pero esto no es indicativo de que nos debemos solamente a lo que la carne nos conduce a hacer o a proyectar; por el contrario, recordemos que si la carne es débil, tenemos el Espíritu del Padre que es fuerte, “Porque Dios no nos dio un espíritu de timidez, sino un espíritu de fortaleza, de amor y de buen juicio” (2 Tim 1:7);  o como diría Jesús: “…pues el espíritu es animoso, pero la carne es débil” (Mc 14:38b).

Otro punto importante en esta cita de Mateo para poder comprender el llamado a evangelizar es, “Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra…”  Jesús siendo uno con el Padre (Jn 14:6-9), tiene autoridad sobre la Iglesia que se adhiere a él en un mismo espíritu, y en su autoridad, nos invita a evangelizar no solamente como un mandato por obligación, si no qué, con su propia experiencia, enseñándonos a llevar una vida recta, para que por medio de nuestras vidas, podamos de la misma manera dar ejemplo de seres que viven a plenitud la experiencia de haber sido evangelizados. Ese mismo poder, Jesús nos lo da a nosotros, los que creemos verdaderamente en él y que nos dejamos envolver de su amor. Recordemos que su autoridad es obtenida por su relación con el Padre y su deseo absoluto de llevar la Buena Nueva a la humanidad, sacrificando su vida por amor al Padre y a cada uno de nosotros. Ese es su poder. El poder de amar como el Padre nos ama, demostrándonos que, si lo hacemos por amor y confiamos plenamente en su poder, obtendremos victoria.

Pero debemos de entender que aunque, es un mandato, este no es autoritativo, es decir, que Jesús no nos obliga a hacerlo, pero tampoco lo hace sentir como un mandato vago, para ver si tenemos ganas de realizarlo o no. Él mismo, tomó una acción positiva en medio de su experiencia de vida: “…«Siento en mi alma una tristeza de muerte… Jesús se adelantó un poco, y cayó en tierra suplicando que, si era posible, no tuviera que pasar por aquella hora. Decía: «Abbá, o sea, Padre, para ti todo es posible, aparta de mí esta copa. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú.»” (Mc 14: 34-35). Jesús aceptó libremente, el llamado del Padre a entregar su vida por la salvación de nuestras almas; a eso estamos llamados cada uno de nosotros los servidores, a responder a su mandato con la plena libertad de conciencia, sabedores de que el decir que sí, implica que seremos perseguidos, pisoteados y humillados, no solamente por aquellos a los que les anunciamos la Buena Nueva, sino que también de parte de nuestros familiares y amistades cercanas (2 Cor 6:8-10).

Pensemos por un momento lo que Jesús hizo por cada uno de nosotros, al compartir su amor en una entrega total que lo llevó al madero. Así nos ama y así de esa manera se dio así mismo como último sacrificio para enseñarnos la forma en la que debemos de evangelizar, llevando su Palabra de amor y salvación y a su vez trayendo almas a sus pies. Esto involucra una apertura total de corazón del cual irradia la imagen de Dios a quien decimos predicar. Es necesario pues, que nos despojemos de todo nuestro interior y que rechacemos los miedos, los temores al fracaso y digo “al fracaso”, porque muchas veces pensamos que somos ineptos, que no sabemos hablar y que no tenemos sabiduría para poder compartir lo que Cristo ya hizo por nosotros en la Cruz del Calvario. Es que no se trata de ser eruditos, teólogos, biblistas o filósofos, para responder a ese mandato. Se trata de que vivamos en carne propia lo que predicamos, es decir, que vivamos la plenitud del amor eterno de Dios (Jer 31:3) en todas sus dimensiones, ya sea en el dolor, la enfermedad, la persecución o en el mismo proceso de muerte, porque es en esto en que podremos experimentar el verdadero significado del amor del Padre, ya que, “Ha sido Dios quien nos ha puesto en esta situación al darnos el Espíritu como un anticipo de lo que hemos de recibir” (2 Cor 5:5).

Sólo imaginemos por un momento si Jesús en el Huerto del Getsemaní hubiera dicho no, al plan de Dios, ¿qué hubiera pasado con nosotros? Ahora pensemos por un instante, qué pasaría si nuestra respuesta al mandato de Jesús de ir y evangelizar a las naciones fuera un rotundo no, o un sí, a medias. Cuántas almas se perderían por  nuestra negativa. Es que debemos de entender que, si decimos que amamos a Dios y que estamos dispuestos a hacer su voluntad, esto significa que estamos llamados a amar como él ama y si en verdad amamos como él, entonces, responderemos sí, no para que el mundo nos glorifique por nuestra prosa adornada con palabras bonitas, pero que sin embargo, no ofrecen más que la alabanza de las multitudes: “Miren, como habla de bonito…”. Nuestra respuesta debe de estar enfrascada y diluida en ese amor por el cual nosotros mismos hemos sido salvados. “La verdadera enseñanza que trasmitimos es lo que vivimos; y somos buenos predicadores cuando ponemos en práctica lo que decimos” (San Francisco de Asís[1]).

Jesús pregonó el amor del Padre, no por su elocuencia, sino que más bien por su testimonio, el cual plasmó en una acción viva y eficaz. “Si tu quieres puedes sanarme, Jesús extendió la mano, lo tocó y le dijo: «Quiero; queda limpio.» Al momento quedó limpio de la lepra” (Mt 8:2-3). El amor se demuestra con la acción, no con el conocimiento de la letra; parafraseándolo de otro modo, el conocimiento, nos debe de llevar a la acción. Como dijo San Francisco de Asís: “…solamente si es necesario, pronunciaremos palabras”.  Esa debe de ser nuestra actitud ante el mandato de Jesús, el anuncio del Evangelio de salvación a través de nuestras actitudes, experiencias y testimonios, de lo contrario el mensaje de Jesucristo se convierte en nuestro mensaje y por lo mismo, en una falacia, porque no hacemos lo que predicamos.

Un tercer punto primordial en esta cita es el versículo 20: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia”. Vaya, qué promesa tan especial nos hace Jesús. Él nunca nos dejará abandonados a nuestros propios destinos. Jesús que no tenía en donde recostar su cabeza (Lc 9:57), que caminó sólo en el desierto (Lc 4:1-13) y que en el momento de su aprensión, fue abandonado por todo el mundo especialmente los más allegados a él (Mt 26:56), nos promete que nunca nos dejará en las mismas condiciones en las que nosotros lo dejamos a él cuando no hacemos su voluntad y trabajamos solamente para satisfacer nuestros propios egos personales, para vanagloriarnos de lo que hacemos en la Iglesia y no necesariamente, para darle honor, honra y gloria a aquel que nunca nos abandona.

Ese es el Señor para nosotros, pero lo que debemos de preguntarnos en este momento es: ¿Soy yo verdaderamente para el Señor? o simplemente hago lo que hago sin estar consciente de su amor. Dios nunca nos abandona, aún así, nosotros lo hagamos. Es que hay algo tan profundo en Dios que, no existe la posibilidad en su Esencia, el de abandonarnos al abismo; dicho en otras palabras, Dios no puede dejar de amarnos: “…Pero ¿puede una mujer olvidarse del niño que cría, o dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues bien, aunque alguna lo olvidase, yo nunca me olvidaría de ti” (Is 49:15; Os 11:8). Por eso, debemos de estar compenetrados que si Jesús nos envía como misioneros de su amor, es su amor el que nos sostiene en el Espíritu Santo para alcanzar almas a sus pies. Dios en su Hijo Jesucristo, nunca nos abandonará en nuestro trabajo de evangelización y por muy duro que esto nos parezca, él siempre estará a nuestro lado, pues su promesa es justa, ya que él es justo. Como leemos en la carta de San Pablo a los romanos: “¿Qué más podemos decir? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?  Si ni siquiera perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos va a dar con él todo lo demás? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Acaso las pruebas, la aflicción, la persecución, el hambre, la falta de todo, los peligros o la espada?  Pero no; en todo eso saldremos triunfadores gracias a Aquel que nos amó.  Yo sé que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni las fuerzas del universo, ni el presente ni el futuro, ni las fuerzas espirituales, ya sean del cielo o de los abismos, ni ninguna otra criatura podrán apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8:31-37).

Por último, debemos de reconocer que para poder comprender todo lo que aquí compartimos, es necesario un acercamiento a la oración. Sin ella, será imposible vivir a plenitud el significado de amar como él nos ama (Jn 13:34). La oración debe de ser parte primordial de nuestras vidas como misioneros del amor. Es la misma esencia de la vida, la que alimenta nuestro espíritu y la que nos une a esa unión hipostática de la que hablamos anteriormente. En el huerto, Jesús dobla rodillas y postrado en tierra entabla un diálogo directo con el Padre y eso le da la fortaleza para seguir adelante, sabiendo de antemano que Dios siempre le escucha y le responde: “Te doy gracias, Padre, porque me has escuchado. Yo sabía que siempre me escuchas…” (Jn 11:41b-42). De esa misma forma debe de ser nuestra oración, creyendo de antemano que Dios siempre nos escucha y aunque pensamos que tarda en responder, él sabe lo que necesitamos desde antes que le pidamos (Mt 6:7-8).

Por ende, pongámonos la armadura del Señor y proclamemos al mundo entero que Dios nos llama al arrepentimiento y a la conversión, espiritual, moral y social en medio de un mundo perdido por los vicios inculcados por hombres que llenos de odios y rencores y sobre todo llenos de soberbia, ambición y ansias de poder, llevan a la sociedad a la incertidumbre, a la pobreza, a la injusticia en contra de los más pobres y todo lo oscuro que esto acarrea. Recordemos que evangelizar, es amar y si no amamos, nunca podremos llevar la Buena Nueva a la humanidad y mucho menos podremos hacer de los pueblos sus discípulos. 

Conclusión:

Jesús nos envía, sabiendo que hemos comprendido su Palabra, sus enseñanzas y que sus milagros los vivimos en lo más profundo de nuestro corazón. Pero la clave de todo es el de “estar unidos”, como comunidad (común unidad). Jesús esta unido al Padre y él a su vez al Espíritu Santo; los tres en una unidad hipostática. A los apóstoles los reunió en un mismo lugar y a todos les habló en conjunto, como a un grupo centrados con el mismo ideal y no individualmente, por lo tanto, nosotros debemos de unirnos con el mismo ideal, para poder ser verdaderos mensajeros del poder de Dios, trayendo almas a Sus pies, amando y soportándonos unos a otros por amor, pues al final de cuentas eso es el poder de Dios: “el amor”. Como nos dice Pablo: “El fin de nuestra predicación es el amor, que procede de una mente limpia, de una conciencia recta y de una fe sincera” (1 Tim 1:5). Eso es lo que Dios quiere de nosotros.


[1] Píldoras de Fe: “25 frases de San Francisco de Asís que mueven el corazón” Tomado de: https://www.pildorasdefe.net/aprender/fe/15-frases-de-San-Francisco-de-Asis-La-numero-5-estremecera-tu-corazon

El orar en Espíritu y en verdad

 

Cuando leemos las Escrituras, encontramos muchas maneras en las que se nos introduce o se nos enseña a orar. Una de ellas es la oración del Padrenuestro. Otra es la que como Iglesia hemos rezado por siglos y la cual nos ha ayudado en muchas maneras como lo es, el Ave María y usualmente lo rezamos en el Santo Rosario. Pero una de las mejores maneras de oración es el de orar en Espíritu y verdad. (Jn 4: 23)

¿Pero qué significa ese adorarlo en espíritu y verdad? Pues significa que estamos vinculados a él, en conciencia, pero no obligados a él. Es decir, que nuestro ser interior estará unido a él, pero sin ser forzados. Y el mismo Señor Jesús nos lo enseñó, dándose a sí mismo y mostrándonos su vinculación con el Padre, no forzadamente, sino que en una manera humilde, no obligado, pero con el libre deseo de hacerlo.

Por otro lado tenemos que estar conscientes que al adentrarnos a la oración interior, estamos aceptando voluntariamente tener ese encuentro personal con Jesús, así como él lo tuvo con su Padre. Veamos por ejemplo el Evangelio de San Lucas 22: 39-42: “Después Jesús salió y se fue, como era su costumbre, al monte de los Olivos, y lo siguieron también sus discípulos. Llegados al lugar, les dijo: «Oren para que no caigan en tentación». Después se alejó de ellos como a la distancia de un tiro de piedra, y doblando las rodillas oraba con estas palabras: «Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Entonces se le apareció un ángel del cielo para animarlo. Entró en agonía y oraba con mayor insistencia. Su sudor se convirtió en gotas de sangre que caían hasta el suelo.”

Qué hermoso encuentro de Jesús con Abbá papito. Se debe llegar a tal punto que podamos dialogar con él, de tal manera, que en nuestro interior podamos descubrir el deseo fecundo del Padre para nuestras vidas. Y claro eso significa sacrificio y entrega total, aceptando lo que él disponga y no lo que nosotros queramos de él. Además, Jesús en su oración profunda, nunca escuchó del Padre decir: “Mira Hijo, te voy a decir lo que debes de decirle a los que te van a crucificar…” Dios no trata con nadie de esa manera. La misma experiencia de la Pasión sería la que daría la pauta y el testimonio de lo que Dios ha querido siempre para su pueblo, la salvación de sus almas.

En nuestra oración buscamos no como Dios me puede agradar a mí, ni buscamos lo que Dios le quiere decir a alguien más por mi conducto, sino: como yo puedo agradar a Dios. Además recordemos que a Dios no lo debemos de buscar solamente en la algarabía (bullicio desordenado) o, en medio de la euforia, más bien, debemos buscarlo en el silencio de nuestras almas, ya que es ahí en donde verdaderamente podremos escuchar su Palabra. “La oración de fe no consiste solamente en decir «Señor, Señor», sino en disponer el corazón para hacer la voluntad del Padre” (Mt 7: 21)

Eso es precisamente lo que hizo Jesús, doblando rodillas y rostro postrado en tierra. Recordemos que Jesús fue hombre carnal (Sarx), que experimentaba como nosotros dolor ya sea físico o corporal. ¿No es cierto que cuando nos hacen daño, sufrimos? Más sin embargo, únicamente aquellos que han estado a punto de ser asesinados, quizá con una pistola apuntada en su rostro o su corazón, después de haber sido torturado, podrá comprender el momento tan crítico que el Señor atravesó en ese huerto. Solamente la fe proyectada en su humanidad, logró que el mismo Espíritu del Padre le diera las fuerzas necesarias para sobre llevar a aquel instante de angustia.

Jesús, supo siempre desde su niñez, a lo que se había comprometido. Isaías en el capítulo 6 y verso 8 nos habla al respecto: “Y oí la voz del Señor que decía: « ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?» Y respondí: «Aquí me tienes, mándame a mí”. Él sabía exactamente el propósito de ese instante al que llamamos Kénosis, es decir ese desprendimiento de su divinidad e igualdad con Dios Padre. Aun así sabiendo su misión, experimentó el sentirse abandonado no solamente por los que aunque caminaron con él, nunca supieron el verdadero valor, ni mucho menos el significado del nacer de nuevo en el Espíritu, sino que también en cierta manera percibió a plenitud el desprendimiento del Espíritu, para experimentar la carne que forma nuestra humanidad.

En ese proceso, Jesús oró con mucho más ímpetu, aunque la carne lo dominaba por instantes, él confió que el Espíritu del Padre respaldaría su accionar.

“La carne es débil, pero el Espíritu es fortaleza”. Creo que esa misma es nuestra lucha. Nuestra carne es débil y por lo tanto nos dejamos conducir por la misma y nos olvidamos que en medio de nuestros problemas o situaciones dolorosas, el Espíritu del Padre es quien está ahí, siempre dispuesto a atendernos en los momentos más críticos de nuestras vidas. Es por ello que muchos se alejan, porque no saben apreciar la gracia de Dios en medio de sus desiertos o huerto de sus pasiones. Es que cuesta doblar rodillas y postrar nuestro rostro en tierra, humillados ante su bendita presencia para decir: “Padre, que en medio de lo que estoy sufriendo, tu nombre sea glorificado”.

Hay que soltarnos al Espíritu de bondad, desistiendo de nosotros mismos para que el Señor, ilumine nuestro ser, siendo él, el que nos introduzca a la verdad total y, sobre todo, para que en medio de nuestra oración, sepamos a plenitud el destino de nuestra misión.

Jesús nos enseña a orar

“El Hijo de Dios hecho Hijo de la Virgen aprendió a orar conforme a su corazón de hombre”. NC 2599

Jesús oró en todo momento. Antes de un milagro (Mt 15: 35-36); Durante su martirio en la Cruz del Calvario (Mc 15: 33-34). El Señor nunca dejó la comunicación con el Padre. Inclusive en los momentos en que pareciera que no mucho le interesaba los dolores de los demás, él siempre estuvo orando (Jn 11: 21-22; 38: 44)

El Señor siempre oró confiado en que el Padre lo escuchaba siendo toda su oración llena de entrega y humildad, dejando que fuera Dios mismo, quien obrara desde antes que se lo pidiese (Jn 11: 41-43). Sería interesante saber cuántos de nosotros somos humildes y entregados al diálogo con Dios. Claro alguien dirá pro ahí que son humildes por el hecho de no tener dinero. Todos los que conocemos del amor del Padre sabemos que la falta de dinero no nos hace serlo, por el contrario hay tantos pobres de dinero que son más orgullosos y soberbios que algunos acomodados en sus riquezas. Más bien, debemos de recordar lo que nos dice el Evangelio de San Mateo en el 5: 3 “Felices los que tienen el espíritu del pobre, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.

A pesar de su humanidad, Jesús nunca se dejó llevar por las circunstancias que le rodeaban, ni por los problemas, cansancios ni dolores (Mc 4: 35-40) Él siempre sostuvo la comunicación con el Padre hasta el máximo, dando su propia vida por obedecerle. De la misma manera nuestra vida de oración debe de consistir en entrega y sacrificio, en obediencia y en amor[2] .

Jesús, nos enseña que debemos de confiar plenamente en el Padre, que nunca vengamos a él, sin creer que lo que necesitamos, ya nos lo ha concedido (Mt 6: 6)

Además el Señor también nos enseña que debemos tratar de alejarnos del bullicio del mundo. Que constantemente busquemos los lugares más silenciosos. Él, aprovechó a plenitud esos momentos a solas con el Padre, compartiendo su oración humana, en medio de sus debilidades y angustias, (Lc 22: 41-42) pidiendo constantemente por cada uno de sus seguidores y por las necesidades de su pueblo (Jn 17: 9-11). Una vez más insistimos, no para que Dios nos diga lo que a otros les pasa, más bien, es para que por medio de nuestra oración, las necesidades de los demás, sean atendidas por Dios.

Jesús nos pide que dediquemos tiempo para nuestra oración personal. Que por un momento nos apartemos de lo que nos rodea y que sin desanimarnos doblemos nuestras rodillas para hablar con el Padre que escucha y que atiende a nuestras súplicas (Mc 14: 37-38)

Uno de los aspectos más importantes de la oración de Jesús es que nos guía a la presencia del Padre a través de la oración de contemplación, es decir que nos lleva a un acercamiento más directo con Dios, hasta el punto tal, que lograremos visualizarlo en el mismo Señor Jesucristo. (Jn 14: 7-14; Col 1:15)

Si verdaderamente deseamos llegar a éste instante, debemos reconocer que a Dios se le busca en los buenos y en los malos momentos. Hay quienes lo buscan solamente cuando se encuentran enfermos o porque sus hijos tienen problemas, etc., olvidándose de él cuando se encuentran bien.

Es por ello que se hace muy difícil para muchos de nosotros lograr comprender del por qué estamos en tal situación (de enfermedad o dolor), y por más que pedimos al Padre que nos sane, es como que él no nos escucha. Pero debemos de aprender a perseverar en esos momentos de angustias, penas o enfermedades, sin preocuparnos del por qué Dios no nos atiende, más bien dándole gloria por los momentos difíciles que atravesamos. Veamos nuevamente a Jesús en el huerto, tres veces oró la misma oración: “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa”. Aun así no recibió respuesta audible del Padre; sin embargo, reconoció en su interior que el Padre estaba ahí, junto a él, y eso lo animó a levantarse y con fortaleza espiritual dijo: “…pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.

Un ejemplo bien hermoso que tenemos es el de Santa Rosa de Lima, quien oraba de la siguiente manera: “¡Padre, aumenta mis dolores, pero con la misma medida, auméntame tu amor! “ Su bella oración nos enseña que tenemos que ir más allá del tiempo o el momento en el que nos encontramos; y tomados de las manos del Espíritu Santo, es precisamente en ese instante en el que verdaderamente nos acercamos más y más al Señor.

No se trata simplemente de lanzar una oración de flecha: “¡Ayúdame Dios mío!”, o que al comenzar nuestra oración, nos de sueño y nos quedemos dormidos, diz que descansando en el Espíritu. Si nos dormimos en los momentos en los que todo nos sale bien, ¿qué pasará cuando nuestra oración sea llevada por la necesidad de adorar y ensalzar su bello nombre?

Santa Teresa la Grande, oraba en todo momento para vencer las tentaciones de la carne. Un día está en su oración cuando le dieron ganas de ir al baño a hacer del dos. Entró pues al sanitario y sentadita empezó a adorar al Padre diciendo: “Mi alma te alaba mi Dios y mi Señor…” Cuando en eso entra el Diablo y le dice: “Pero mira nada más, cómo tu orando, en gran alabanza a Dios en medio de estos olores; este no es el lugar indicado para tu adoración.” Entonces Teresa le responde: “Mira Diablo, todo lo que sale de mi pecho, va para Dios y todo lo que sale de mi estomago, va para ti.” En ese momento el Diablo se retiro.

Jesús oró con gran intensidad en el Huerto hasta sudar sangre dijimos y aun así la Escritura no nos dice que Dios le respondió, pero el Espíritu le acompañó. El Señor siempre supo que ese Ruah del Padre ya moraba sobre él, y que sería aquel soplo Jesus_067quien le daría la fortaleza para continuar su Pasión.

Es curioso escudriñar los instantes en los que Jesús orando se comunicaba con el Padre. Cuántas veces pidió por él mismo y cuantas por el pueblo. En nuestro balance, ¿Cuántas veces le pedimos a Dios por nuestros problemas y cuántas veces pedimos por las necesidades del mundo? ¿Cuántas veces estamos como la llorona? Siempre en quejabanza y no en verdadera alabanza.

Cuando Jesús fue llevado al matadero, fue maltratado y abusado físicamente y más sin embargo nos damos cuenta a través de las Escrituras que nunca se quejó, excepto una en la que preguntó a aquel soldado del por qué le había pegado. (Jn 18: 22-23) Es que él sabía perfectamente que en medio de aquel dolor, de todo sufrimiento, el poder y la gloria de Dios se manifestaría por medio de su Espíritu de amor. Eso le animó a levantarse después de caer tres veces y de soportar aquellos clavos que poco a poco penetraban sus manos y sus pies. Aun así, ya clavado, nunca dejo de misionar, siempre fiel y obediente salvando a un mal hechor de todos sus pecados, bebiendo de aquel vino agridulce, que significaba las amarguras que cargaba en sí de la humanidad y finalmente, el proceso de experimentar hasta su último aliento aquella Kénosis y sentirse abandonado por él mismo: “…y a esa hora Jesús gritó con voz potente: «Eloí, Eloí, lammá sabactani», que quiere decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»”

Ese es el drama de la oración. Pensar por un momento que Jesús se sintió abandonado y lograr por encima de eso la victoria sobre el pecado. ¿Cuál es el drama de nuestra oración? ¿De qué pata nos estamos quejando? Analicemos seriamente nuestras vidas y pongamos sobre una balanza el peso de la oración y el peso de nuestra quejabanza. ¿Qué pesa más? ¿El Espíritu de amor o nuestras propias necesidades?

Por supuesto que no solamente en la tristeza se encuentra al Señor. También lo encontramos en medio de la alegría. Cuando los hermanos vienen a mí en búsqueda de oración, y vienen con cara de chucho a medio morir, les advierto que para que Dios responda a su petición deben de venir alegres pues en precisamente el venir así como Dios sabe que en medio de toda oscuridad, su nombre será enaltecido, pero si venimos hasta con la lengua de fuera, entonces la respuesta de Dios dilatará hasta que mostremos que creemos sin ver.