La Pasión de Cristo

René Alvarado 26/03/2024

El hablar sobre la Pasión de Cristo no es cosa fácil. Podríamos hablar teológica o cristológicamente sobre ello, pero eso solamente nos daría un razonamiento de su Pasión y no necesariamente el descubrir espiritualmente la experiencia vivida por el Señor.

Debemos de entender que, la Biblia nos relata en sus cuatro evangelios, la Pasión y cada uno de ellos desde un ángulo diferente. Esto es debido a que al lector se le llama a enfocarse en el proceso vivido por Jesús en sus diferentes niveles y, sobre todo, hacia a dónde, este proceso de su Pasión nos debe de encaminar.

Las lecturas de este domingo, por ejemplo, nos relatan el asunto que Jesús atravesaría. Isaías nos habla sobre el servidor fiel que viene a consolar, que sabe escuchar la voz de Dios y que en los momentos más críticos se siente fortalecido por la presencia del Padre (Is 50: 4-7). En la segunda lectura, Pablo nos habla de cómo es que Dios mismo se encarna en la humanidad, “…despojándose de sí mismo”, lo que llamamos, Kenosis (Fil 2: 6-10), entregándose por amor a la muerte más humillante que se podía experimentar en ese momento, la crucifixión.  

Eso es lo que vino a hacer Jesús a este mundo. Él vino con el propósito de sacrificar su vida por cada uno de nosotros. Jesús, no vino solamente a predicar y a hablar bonito. Él, puso en práctica todo lo que predicaba: “…así como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar Su vida en rescate por muchos” (Mt 20: 28).  

Esto lo sabemos, pero no le damos la importancia debida. Leemos sobre su sacrificio en la Biblia, escuchamos las homilías en misa durante el calendario litúrgico, pero nos da igual. Nos entra por un oído y nos sale por el otro sin dejar huella en el corazón. 

Así de triste es nuestra realidad. Sabemos que estamos llamados al sacrificio, pero no le damos el verdadero valor al mismo. Es que, si analizamos un diamante, por ejemplo, cuando este es extraído de la tierra, su estado es, decimos, en “bruto”. Para que la gente lo sepa apreciar, este tiene que ser pulido, quitarle lo “bruto” para que salga a relucir la brillantez que se encuentra debajo. El proceso es duro y brusco y si el diamante pudiera hablar, diría que duele. Eso mismo debemos de hacer con nuestro sacrificio. Dejarnos pulir por el amor de Cristo. 

Cristo en su Pasión nos demuestra la manera en la que debemos de ser pulidos. Ya desde la institución de la Eucaristía (Lc 22: 19-20), Jesús empieza el proceso de su Pasión. “…Tomen y beban todos de él. Este es el Cáliz de mi Sangre, que será derramada por el perdón de sus pecados” (Lc 22: 20). Después de lavar los pies de los apóstoles, empieza su peregrinar hacia el Huerto de Getsemaní (Getsemaní viene del griego “Gethsēmani” que significa “triturador de aceite”, en este caso, de olivo). Cuando conocemos el significado del nombre del lugar, entendemos mejor el sacrificio que Jesús estaba dispuesto a hacer por cada uno de nosotros. 

En ese huerto, Jesús, -derrama en una reacción meramente humana-, gotas de sangre (Lc 22: 44). Es que, en ese instante, su parte carnal ve, y, siente el proceso que lo va a llevar al sacrificio (algo que humanamente se nos hace difícil comprender por la profundidad de su acción), porque, el partirse en la Cruz del Calvario por el amor que nos tiene, es incomprensible: nadie puede derramar su sangre por alguien más, a no ser que lo motive el profundo amor que le tiene, como una madre por el hijo de sus entrañas, por ejemplo. Es el instante en el que humanamente empieza a beber  aquel Cáliz amargo, que en la última cena pedía a sus discípulos tomar. Era Cuerpo que, en su Pasión, sería triturado por la angustia y el dolor de la sangre que derramaría en su trayecto hacia la Cruz. Jesús vino a demostrarnos en su humanidad, que realmente, su llamado a servir y no ser servido estaba lleno de dolor, sufrimiento y angustia. 

Un punto interesante que encontramos aquí es que, sin importar la angustia que atraviesa y que le hace derramar gotas de sangre, se postra en tierra y clama al Padre: “Abba, para ti todo es posible (Jer 32: 17), aparta de mi este Cáliz amargo que estoy a punto de beber” (Mc 14:36). Su reacción humana, no difiere de la nuestra, en momentos difíciles, cuando no vemos la salida para la situación en la que nos encontramos. La diferencia aquí es que, Jesús no se dejó apabullar por ese momento crítico. Por el contrario, Jesús, dobló rodillas y con rostro en tierra, consultó con su Padre, es decir, se puso a orar. Eso es lo que el que se dice ser fiel tiene que hacer constantemente, orar y adorar postrado en tierra, reconociendo que nuestra situación es dura, pero que, confiados plenamente en él, lograremos la victoria. 

Por otro lado, vemos también la situación de aquellos apóstoles que se duermen: Jesús le dice a Pedro: “Simón, ¿duermes? ¿No has sido capaz de velar una hora?”(Mc 14: 37-38). Como servidores, nos dormimos ante las necesidades de los demás. Nos importa un comino lo que otros sufran. No nos damos cuenta de que estamos llamados como Jesús a hacer su voluntad. Es estar atentos, despiertos y siempre velando, para que la carne, que en sí misma, es débil, no nos haga ciegos ante las necesidades de los que sufren por el hambre y por las faltas de vestido; porque, además, no nos “nace” ir a visitar a los enfermos, ni a los encarcelados; que nos dormimos por la falta de interés por los niños que sufren abandono, quienes gravitan en las calles sin rumbo y se duermen debajo de los puentes o a la intemperie; que servir en el ministerio es algo que hacemos sin interés de corazón. No hemos sido capaces de estar despiertos primero orando y segundo sirviendo como Jesús nos enseñó. 

Jesucristo se incorpora nuevamente –dice la Escritura-, y, con el dolor físico y la angustia brutal que le aqueja en lo más profundo de su corazón, se dirige al Padre nuevamente y dice, “…pero que no se haga lo que yo quiero, más bien, que se haga tu voluntad” (Lc 22: 42b). La pregunta para nosotros hoy día es: ¿Estoy yo dispuesto a hacer la voluntad del Padre? ¿Qué tan profundo es mi deseo de servirle? ¿Estoy dispuesto a partirme por amor a su servicio? Es que, su voluntad es, “…que se amen los unos a los otros como yo los amo” (Jn 13: 34).

Después de aceptar la voluntad del Padre, se siente fortalecido y afronta con la valentía del Espíritu Santo, el sendero que lo llevaría a la Cruz. Más aun, en el momento en el que le llegan a arrestar para conducirlo por ese camino, no deja de ser misericordioso y de hacer milagros. Cura la oreja que uno de sus seguidores le corta a aquel sirviente del sumo sacerdote (Lc 22: 50-51) y clama por una reacción diferente, es decir poner la otra mejía (Mt 5: 39). 

Es llevado ante el sumo sacerdote y ante Pilato quién según la Escritura, no encontró culpa alguna en él. Pero es aquí en este momento en el que Jesús vuelve a hacer otro milagro. La gente exige su muerte por cruz. Pilato les expone la ley que dice que pueden soltar a un reo en las fiestas de Pascua. La gente pide a Barrabás (que en arameo significa “hijo del Padre”). Este Barrabás era un revoltoso que había sido capturado por dar muerte a una persona durante un motín en contra del imperio romano. Según la tradición de algunos biblistas y teólogos, su nombre completo era “Jesús Bar Abba”. En su etimología se conoce a este personaje como un pendenciero, rebelde, latoso y asesino.  Era alguien “famoso” que luchaba de frente al imperio, y, que, la gente consideraba “un mesías” terrenal, es decir el que toma las armas para dar libertad al pueblo oprimido. Esto en paralelo con Jesús Cristo que vino a dar “…libertad a los cautivos…” por medio del Espíritu de amor  (Lc 4: 18b). Es pues en este momento en el que Jesús da libertad no sólo de cárcel, pero que, además, libera espiritualmente a este hombre que ciertamente debió de haber sido transformado por la presencia del verdadero Mesías.

Es que Jesús Cristo nos da libertad a causa de sus sufrimientos. Nos invita a que seamos verdaderamente libres por el auténtico amor que él derrama, en esa Cruz del Calvario. Pero nosotros queremos al otro mesías, al que pelea, al que toma las armas para destrozar, al que mata con sus acciones de odio y rencor. Sí, a ese preferimos siempre, porque a ese lo podemos ver; porque ese nos demuestra que no hay que poner la otra mejía, que diente con diente se paga y que ojo por ojo se cobra y que, en la vida, hay que luchar con golpes he insultos. 

Y Jesús es humillado, abofeteado por decir la verdad, flagelado, golpeado hasta ser desfigurado, y, sobre su cabeza, la corona de espinas y finalmente le hacen cargar con la Cruz. Es tan pesada la Cruz que por su debilidad le cuesta cargar, cayendo tres veces, de acuerdo con la Tradición apostólica, por lo que toman a Simón de Cirene para ayudarle a cargar. “El que quiera seguirme tome su cruz y sígame” (Mt 16: 24). La cruz la debemos de llevar juntos, dándonos la mano uno al otro, sosteniéndonos en los momentos duros. Como ejemplo, podríamos mencionar el acompañar a los enfermos, compartiendo con ellos el dolor y sufrimiento, es decir, “…llorar con ellos y reír con ellos” (Populorum progressio # 86).

Jesús llega al Gólgota (del hebreo golgoleth (גלגלת) que significa “cabeza o calavera”). Es aquí en este lugar en el que el Señor es crucificado. Es ahora cuando podemos entender el significado de, “…es el Cáliz de mi sangre que será derramada por el perdón de los pecados” (Lc 22: 20), y, además, descubrimos por qué llegó al Getsemaní o lugar del triturador. Es sobre esa Cruz que, tomando fuerzas sobre humanas, levanta su cuerpo débil y desangrado y comparte entre las palabras que conocemos: “Tengo sed,” de que se amen y perdonen entre ustedes, que reconozcan que cada uno de ustedes tienen la misma dignidad, porque, ustedes no solamente se dicen ser hijos de Dios, sino que en verdad lo son (1Jn 3:1).

Además, las últimas palabras de Jesús, que recuerda la oración del salmista 22: 2, de acuerdo con el evangelio de Marcos 15: 34, quedan de manifiesto por medio de Pablo a los Efesios 2: 6-10, ese Ekénosen, o desprendimiento total de su igualdad con Dios Padre, “Eloí, Eloí, ¿lema sabachtani?” Es la misma oración del creyente que pregunta en sus momentos más oscuros: ¿Por qué me has abandonado Padre? ¿Por qué no he sentido tu presencia en estos momentos difíciles, en los que siento que la vida se me va? ¿En dónde estás Padre, que no te veo en medio del dolor de muerte?

Ciertamente, nuestra humanidad cuestiona la presencia del Padre; más, sin embargo, Jesús hace la voluntad de aquel que lo envío a dar su vida por amor y, a pesar de su dolor más profundo, él cumple y en eso realiza el proceso de salvación que nos lleva del perdón de los pecados, a la vida eterna, en la Nueva Jerusalén. Es que “…hacer lo mismo” (Lc 22: 19b), no es fácil. No fue fácil para el Señor y no lo será para nosotros. Pero, tenemos una esperanza, la esperanza puesta en que Dios responderá de una u otra forma a nuestra suplica. De esto debemos de estar seguros. Emuná, yo creo, amén.

Por último, Jesús entrega su vida con “…un fuerte grito” Mr 15: 37. Con su muerte, Jesús vence al enemigo y con su sangre derramada, logra el perdón de nuestros pecados. A eso estamos llamados; a perdonar como él nos perdona, porque perdonando es como él nos enseña a amar.

En esta Semana Santa, nuestros corazones deben de rebozar con alegría al sentirnos amados por el amor de Dios. Debemos de gozarnos en el Señor sabiendo que por su sangre emos sido redimidos y, por ende, llamados a hacer lo mismo.

Amén, gloria a Dios

Caminando con Cristo

Muchas veces surge en la mente el pensamiento sobre el significado de caminar con Cristo. Esto ciertamente se torna difícil de responder dado a que, nuestro pensar está en un régimen de concientización de todo aquello que nos separa de la realidad de Dios en nuestras vidas. Los problemas económicos, las enfermedades, los desalojos de vivienda, etc. Todo esto nos lleva por caminos que oscurecen nuestras vidas y, por ende, ciegan la vista espiritual de todo aquello que nos plantea Dios en su Hijo Jesucristo.

Las Escrituras nos hablan sobre el hecho del caminar con Dios. Primero que nada, debemos de entender que caminar con Cristo, implica conocer el “Camino”, en el sentido espiritual de fe, porque, sólo con el conocimiento intelectual, caminaríamos sin dirección hacia ningún punto en particular. En el Evangelio de San Juan, nos encontramos con el verdadero camino y lo que esto significa para los que deciden tomarlo: “Y ya sabéis el camino adonde yo voy.» Le dijo Tomás: «Señor, no sabemos adónde vas; ¿cómo podemos saber el camino?» Respondió Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14:4-6). En esta cita, nos encontramos con el aspecto teologal y cristológico de Jesús como el Mesías esperado, que con su amor nos invita a caminar en él, y, esto, con propósito: que todos nosotros un día, alcancemos la salvación.

Desglosemos esto: primero, nos dice en el verso 14 que, nosotros ya sabemos el camino… este camino es el que nos dirige al Padre, pero que no todos estamos dispuestos a tomar, porque caminar en él, tiene sus complejidades y exigencias, siendo el amor una de ellas. Recordemos que Jesús nos dice que debemos de amarnos los unos a los otros como un mandamiento nuevo (Jn 13:34), pero ¿cómo es amar como Jesús ama? Amar como él ama, es darnos cuenta de que, a pesar de su propio dolor y sufrimiento de Cruz, él estuvo dispuesto a partirse por cada uno de nosotros para el perdón de nuestros pecados (Lc 22:19-20). De la misma manera, debemos nosotros estar dispuestos a partirnos por amor hacia los otros. “…Hagan esto en memoria mía” (Lc 22:19b).

Pero ¿por qué nos cuesta tanto amar? Quizá porque somos egocentristas y narcisistas. Nos gusta solamente sentir bonito, que otros hablen bien de nosotros, que nos pongan en un pedestal y que todo el mundo nos admire; ignorando a los otros que a nuestro alrededor sufren por falta de alimento, de vestido, de medicinas para su enfermedad, de dinero para su renta; y, aun así, decimos de la boca para afuera que amamos como Jesús ama.

Hay que recordar que este camino tiene un fin, el de llegar a la Casa del Padre, en donde hay muchas habitaciones que aguardan a todo aquel que ha tomado la decisión de amar como él (Jn 14:1-2). Es por esto por lo que parece ilógico el pensar que aquel (Tomás) que ha caminado con Cristo, que ha visto multiplicar el pan, resucitar los muertos, dar vista a los ciegos, caminar a los paralíticos, no se de cuenta del camino sobre el cual está caminando (Jn 14:4).

Nuestra realidad es esa. Como miembros de la Iglesia, caminamos como tontos, ciegos espiritualmente y faltos de amor; cuestionamos a cada momento la presencia del Dios vivo en nuestro sendero. ¿Dónde está Dios en este momento de dolor y sufrimiento? Aunque, hemos visto las grandezas de Dios en cada una de nuestras vidas, como el momento en el que a travesamos la línea de indocumentados y por la gracia y misericordia de Dios estamos hoy aquí, por ejemplo. Otro ejemplo sería el hecho de que hayamos sanado de alguna enfermedad que parecía de acuerdo con la ciencia, imposible; el trabajo que tenemos, el techo sobre nuestras cabezas, y así podríamos enumerar tantos ejemplos y, aun así, como ciegos porque somos, “…pueblo necio y sin seso – tienen ojos y no ven, orejas y no oyen -” (Jer 5:21), cuestionamos la presencia de Dios en nuestro caminar.

Ciertamente, el caminar con Jesús no es nada fácil; es más, se torna difícil, porque este no es un camino llano o plano; es más bien, un camino pedregoso y de constante riesgo a tomar por los peligros que estos implican. Pero, debemos de entender que es de valientes tomar la decisión de encaminarse por estos rumbos: “El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 10:38-39).

La cuestión aquí es darnos cuenta de que, cargar con nuestra cruz es signo de aceptación de las circunstancias en las que nos encontramos en este momento. Es a la vez, aceptar con dignidad las situaciones negativas de nuestro caminar; es, dejarnos conducir propiamente por su amor leal que nunca nos abandona (Is 49:15), porque, él, no es solamente el Camino propiamente dicho, que nos lleva al Padre, sino que es Verdad (Amor) en su totalidad y es en ese Amor en el que encontraremos la vida (Jn 3:16). Por eso, Jesús nos dice: “«Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.»” (Mt 11:28-30).

Ese es el propósito de caminar con Cristo. Es dejar conducirnos por su amor, que nos invita a que también nosotros amemos como él nos ama (Jn 13: 34). No se trata solamente de amarle en los momentos de algarabía, porque, si fuera así, todo el mundo se encaminaría en su Verdad; más bien, es el hecho de demostrar que le amamos en los peores momentos de nuestras vidas, que aún en los momentos de persecución, podamos amar, perdonando al que nos persigue. Es también, amar al que tiene menos que nosotros: al indigente, al que nos pide dinero para comer, al que está necesitado de ropa, al vecino que se quedó sin trabajo, etc. Esto más bien, en el sentido de amar en la praxis, más que de la boca para afuera. “Si cumplís plenamente la Ley regia según la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, obráis bien; pero si tenéis acepción de personas, cometéis pecado y quedáis convictos de transgresión por la Ley. Porque quien observa toda la Ley, pero falta en un solo precepto, se hace reo de todos” (Sgo 2:8:10).

El caminar con Cristo, por lo tanto, no es sentir bonito; es esencialmente, saber que cuando caminamos en su amor, estamos expuestos a todas las circunstancias adversas que el enemigo quiere en nuestras vidas. Es por ello por lo que, si hemos tomado la decisión de caminar en Cristo, debemos de confiar totalmente en él. Esto significa que en cada momento de nuestras vidas ya sean de algarabía o melancolía, nuestros corazones deberán estar dispuesto a alabar a Dios, porque en medio de toda circunstancia o experiencia de vida, nuestras almas se regocijan en el Señor, ya que, “Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos” (Rom 14:8).

Al final de cuentas, el caminar con Cristo, es dejarnos guiar por su amor hacia el Padre, sabiendo que es solamente por él como llegaremos a nuestra habitación en el Cielo.

En el amor de Cristo

René Alvarado

La comunión con Dios

La comunión con Dios se obtiene a través de la contemplación. Esta contemplación de Dios la podemos obtener al ver el mar profundo, las montañas más altas, las estrellas en el espacio, pero especialmente, cuando lo contemplamos ante el Santísimo. Estar ante el Santísimo, se hace muchas veces con resistencia y ciertamente con dificultad porque la vida tan apresurada que vivimos no nos permite detenernos un momento para estar con el Señor. Pero si de veras queremos tener un encuentro contemplativo con el Señor, debemos de buscar su rostro y confiar en lo más íntimo en que a través de esa contemplación encontraremos la paz y la Vida misma.

En esta vida, en el día a día, se encuentra la presencia de Dios. Debemos de vivir esa contemplación con los hijos, con el cónyuge, en medio de nuestra vida normal, en el trabajo, en la escuela, en las calles del barrio, cuando vemos a los niños jugando; en los desamparados, en los ancianos; también lo contemplamos cuando visitamos enfermos, cárceles, asilos, etc. Asimismo, debemos de comprender que el contemplarlo es una integración entre la psicología y lo espiritual pues Dios nos ha creado carne y espíritu y no solamente lo uno o lo otro (NC 362). Dios nos recibe así en su totalidad. Quitando las capaz del pensamiento creyendo que somos perfectos. (Pacot: «La llamada»).

En nuestra adultez, la vida nos va proponiendo situaciones que tenemos que resolver a partir de la plenitud de la gracia de Dios. Un claro ejemplo lo vemos en María. Ella nos enseñó que la presencia de Dios la encontramos a través del aceptar su plan perfecto en medio de todas las cosas negativas de la vida. Cuando el Ángel vino a ella, ella entregó todo su ser, tanto interior (espiritual) como carnal (su ser racional). Aun viendo la posibilidad de ser muerta a pedradas por su marido, ella confió plenamente en lo íntimo de todo su ser en que Dios de una forma solventaría aquella aflicción. No lo hizo por sus fuerzas, sino más bien con un corazón contrito y abierto para dejar que sea Dios quien se encargare de esa situación. Otro claro ejemplo lo vemos en Santa Teresa de Calcuta, una mujer entregada en su total ser –cuerpo, alma y espíritu-, a la contemplación profunda. Ella podía contemplar el rostro de Jesús en aquellos seres marginados por la sociedad, enfermos por la vida y dejados como desechos en medio de la sociedad que elige dar oportunidades de sobrevivencia solamente a los «privilegiados,» olvidándose de los que aún con sacrificio nunca lograran sobrevivir por no tomarse en cuenta. Madre Teresa decía, «Trató de dar a los pobres amor, lo que los ricos podrían conseguir por dinero. No tocaría a un leproso por mil libras esterlinas ($1500.00); sin embargo, voluntariamente lo curaría por el amor de Dios» (Reflexiones para ti y para mi).

Es importante conectarse con la Verdad (el Amor) que es Cristo en nuestros corazones. De nada sirve rezar sopotocientos Rosarios o confiar en todo lo que se hace en la parroquia, más bien, se trata de darnos cuenta de quién soy en relación con Dios. Visualizar internamente en qué puerta es dónde me paro para contemplarlo, es decir, en dónde pongo mi atención; De lo contrario, sería muy difícil que haya paz en nuestro interior. Es que nos dedicamos a hacer cosas constantemente, nos ocupamos al estudio de Dios en la teología, filosofía y tantos otros estudios de letra que nos hace decir intelectualmente lo que sabemos, pero no nos hace vivir lo que sabemos. Esto nos desprende de nuestra acción. «¡Ay de ustedes, maestros de la Ley y fariseos, que son unos hipócritas! Ustedes son como sepulcros bien pintados, que se ven maravillosos, pero que por dentro están llenos de huesos y de toda clase de podredumbre. Ustedes también aparentan como que fueran personas muy correctas, pero en su interior están llenos de falsedad y de maldad.» Mt 23: 27-28

Por otro lado, nos distraen nuestras propias emociones y eso me desliga de mis pensamientos. Tenemos que entender que mi existencia está en Dios y no en mis emociones. Si bien es cierto que estamos llenos de conflictos que perturban nuestra manera de vivir, también debemos de entender que la confianza en Dios sobre lleva las emociones de enojo, de miedo o de incertidumbre. Hay que entender que Dios no nos da la vida solo porque sí. Dios nos participa de su vida en Jesucristo: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Único Hijo para que todo aquel que crea en él no se pierda, sino que para que tenga vida eterna.» Jn 3: 16. Esto es difícil de comprender por la situación en la que vivimos. Necesitamos sumergirnos en los misterios de nuestra existencia en Dios y Dios en nosotros. La vida de Dios se hace vida en cada uno de nosotros. En nuestros conceptos, y nuestros ideales tienen que ir cayendo como parte vieja para abrirnos a lo que es la presencia de Dios y aprender a vivir el Cielo en la tierra, en medio de todo lo que nos pasa.

¿Cómo hacemos esta integración? A través de la oración contemplativa. Es aquí en el instante que descargamos todo en el Señor y dejamos que sea él quién nos sostenga, nos abrace y nos fortalezca. Los Salmos con una manera en la que Jesús oraba. Él muchas veces tomaba su tiempo para orar. Ahí se encontraba con las diferentes puertas con la que se relacionaba en medio de las multitudes. Su vida está centrada en su certeza y en su relación con el Padre, siendo su misión el amar. La pregunta que viene a la mente es, ¿Cuál es la relación que tenemos con Dios? Es porque somos seres de reflexión y por ende para reflejar la vida de Dios, debemos de ir en búsqueda de ese mismo reflejo de amor. ¿En dónde entonces conocemos al Amor? Pues en el corazón. Es ahí en donde percibimos la fuerza y la claridad para saber cómo lidiar con los conflictos de la vida. Él nos hace participes de su fuerza cuando nos adentramos a buscar su reflejo en nuestro interior. «Pero tú, cuando ores, entra en tu pieza, cierra la puerta y ora a tu Padre que está allí, a solas contigo. Y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará.» Mt 6: 6

Debemos de permanecer enraizado en la presencia de Dios ya que la felicidad y el sostén dependen de Dios. Las tormentas nos mueven y sacuden, pero estamos invitados a estar enraizado en Dios. Por eso es esencial e importante que dejemos que Dios penetre en lo más hondo dejando que él nos despoje de los sentimientos negativos por las experiencias en las que nos encontramos, es decir adentrarnos en la intimidad de Cristo. Entre más aceptemos las circunstancias que nos rodean eso nos ayudara a decir con dignidad de hijo de Dios, que tengo límites. Cuando reconozco mis límites, entonces reconozco que la gloria de Dios es mucho más grande que la pequeñez de mí ser. (2 Cor 12: 2-10. Rom 8: 17-29).

Somos uno en Dios en toda su plenitud (Jn 17). Pero ¿cómo nos podemos dar cuenta que Jesús vive en nosotros? Él une su Espíritu al nuestro para ser un sólo ser, en una unidad. Esto lo descubriremos al momento en el que necesitamos de su presencia, en el instante en el que nos sentimos abandonados, en el que necesitamos de su armonía que nos comunica su ser para encontrar la verdadera plenitud de ser humanos. Es en la experiencia de la vida misma como me doy cuenta de la realidad de mi vida. Necesito volver a este encuentro por medio de la oración contemplativa. En el ejercicio de la oración debo reconocer como primer recinto lo que vivo, lo que soy y lo que siento, entrando en comunión con el Señor. Quizá con preguntas del porqué de la vida: las enfermedades, los problemas familiares, las situaciones económicas, etc. Confiando en que Dios todo lo puede en esta entrega y que lo que las experiencias que vivimos en nada se comparan con la gloria que nos tiene preparado Dios cuando venimos a su encuentro (Rom 8: 18)

La oración de contemplación es un momento de entrega profunda e íntima en el silencio de nuestro ser. Es llegar a la fuente para beber directamente del manantial de vida. Es dejarnos empapar de su presencia como la lluvia que baja y empapa y no sube de regreso sin haber hecho lo que tenía que hacer. (Is 55: 10-11).

Santa Teresa de Jesús nos dice en su libro Las Moradas del Castillo: «…que son las almas que no tienen oración como un cuerpo con perlesía (debilidad del cuerpo) o tullido, que, aunque tiene pies y manos no los puede mandar.» # 6. Cuando la oración no nos lleva a la contemplación son esos, cuerpos tullidos porque no llegamos a lugar santo en nuestro interior. Es por ello por lo que nuestra vida vuelve como el perro al vomito porque no sabe que media ves vomitado ya no vuelve a consumirse. En otras palabras, el que no confiere su voluntad a Dios en el instante de la contemplación, no puede alcanzar la paz deseada.

Propongámonos a cambiar nuestro estilo de vida y confiando en que tenemos un Dios que todo lo puede; doblando nuestras rodillas y postrándonos ante su presencia, entreguemos todo nuestro ser, tanto carnal como espiritual, creyendo en lo íntimo que Dios ya sabe lo que necesitamos desde antes que se lo pidamos. (Mt 6: 8)

René Alvarado

Id y evangelizad

René Alvarado

Introducción:

Desde la perspectiva de la teología natural, entendemos que Dios nos pide que como bautizados vayamos por el mundo alcanzando almas a sus pies. Es decir que la fe es la base fundamental para realizar o llevar a cabo el plan de Dios para la salvación de la humanidad. Esto es muy importante de reconocer, ya que, sin fe no podemos comprender las profundidades espirituales a las cuales estamos llamados a realizar cada uno de nosotros por el bautismo. Es precisamente por esto mismo que queremos reflexionar sobre el mandato de Jesús de id y anunciar la Buena Nueva, relato que encontramos en los textos del Evangelio de San Mateo capítulo 28:18-20: “Jesús se acercó y les habló así: «Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,  y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia.»”.

Desarrollo:

Hay varios puntos sobre los cuales vamos a reflexionar, uno de ellos trata sobre la unidad hipostática de la Santísima Trinidad. El centro primordial de todo servidor debe de estar enfocado en esta hipostasis en la que Dios manifiesta su plan perfecto de amor para cada uno de nosotros. Es a través de esta unión de tres en un solo Dios, como cada uno de nosotros los servidores, vamos a llevar esta Buena Nueva a todas las naciones. Pero ¿cómo se manifiesta esa unidad en nuestras vidas y cómo vamos a proyectar esa unidad a otros? Primero debemos de entender que Dios tiene un plan perfecto para nuestra salvación y es precisamente en ese plan perfecto en el que cada uno de nosotros hemos creído por fe (teología natural), de lo contrario ninguno de nosotros estaríamos aquí, porque esa unidad Trinitaria se realiza en el amor, cosa que muchas veces olvidamos o no queremos reconocer porque esto indica que se debe de amar como ama Jesús.

Es por ello que para llevar el mensaje de salvación a otros, debemos primero que nada vivir nosotros mismos, la plenitud de esa salvación, en el amor de Cristo, porque desde que fuimos bautizados, estamos llamados a llevar el Evangelio de amor y redención a la humanidad. En otras palabras, estamos llamados por el bautismo a ser los misioneros del mensaje de amor, como mandamiento nuevo: “Este es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado” (Jn 15:12). No podemos ser hipócritas, tratando de anunciar algo en lo que no creemos; podemos saberlo intelectualmente porque lo hemos leído y estudiado (teología sistemática), pero que sin la praxis, se queda solamente en un grafo que no nos conduce a nada.

Es precisamente aquí, en donde se realiza la plenitud de la hipostasis; en la unidad Trinitaria, que se entrelaza en el amor de Dios y que se manifiesta a nosotros en la humanidad de su Hijo Jesucristo, por medio del otro Paráclito (Jn 15:16), el Espíritu Santo, como soplo divino (Ruah). Es a esto a lo que estamos llamados: a amar como nos ama Jesús, hasta la Cruz, porque después de la cruz viene la vida en nuestra morada eterna, la Nueva Jerusalén del Cielo (Ap 21:1-4). Pero lógicamente, esto no es fácil de realizar, porque, estamos rodeados de situaciones que nos impiden amar a Dios sobre todas las cosas y, más difícil aún, amar al prójimo como a nosotros mismos (Mc 12:30-31). Por otra parte, nuestra excusa para alivianar nuestra falta de amor, es decir que somos humanos y que por lo mismo ya que no somos Dios, tendemos a faltar al mandamiento de amar como ama Jesús. Claro que somos humanos y por ende, carne (sarx); pero esto no es indicativo de que nos debemos solamente a lo que la carne nos conduce a hacer o a proyectar; por el contrario, recordemos que si la carne es débil, tenemos el Espíritu del Padre que es fuerte, “Porque Dios no nos dio un espíritu de timidez, sino un espíritu de fortaleza, de amor y de buen juicio” (2 Tim 1:7);  o como diría Jesús: “…pues el espíritu es animoso, pero la carne es débil” (Mc 14:38b).

Otro punto importante en esta cita de Mateo para poder comprender el llamado a evangelizar es, “Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra…”  Jesús siendo uno con el Padre (Jn 14:6-9), tiene autoridad sobre la Iglesia que se adhiere a él en un mismo espíritu, y en su autoridad, nos invita a evangelizar no solamente como un mandato por obligación, si no qué, con su propia experiencia, enseñándonos a llevar una vida recta, para que por medio de nuestras vidas, podamos de la misma manera dar ejemplo de seres que viven a plenitud la experiencia de haber sido evangelizados. Ese mismo poder, Jesús nos lo da a nosotros, los que creemos verdaderamente en él y que nos dejamos envolver de su amor. Recordemos que su autoridad es obtenida por su relación con el Padre y su deseo absoluto de llevar la Buena Nueva a la humanidad, sacrificando su vida por amor al Padre y a cada uno de nosotros. Ese es su poder. El poder de amar como el Padre nos ama, demostrándonos que, si lo hacemos por amor y confiamos plenamente en su poder, obtendremos victoria.

Pero debemos de entender que aunque, es un mandato, este no es autoritativo, es decir, que Jesús no nos obliga a hacerlo, pero tampoco lo hace sentir como un mandato vago, para ver si tenemos ganas de realizarlo o no. Él mismo, tomó una acción positiva en medio de su experiencia de vida: “…«Siento en mi alma una tristeza de muerte… Jesús se adelantó un poco, y cayó en tierra suplicando que, si era posible, no tuviera que pasar por aquella hora. Decía: «Abbá, o sea, Padre, para ti todo es posible, aparta de mí esta copa. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú.»” (Mc 14: 34-35). Jesús aceptó libremente, el llamado del Padre a entregar su vida por la salvación de nuestras almas; a eso estamos llamados cada uno de nosotros los servidores, a responder a su mandato con la plena libertad de conciencia, sabedores de que el decir que sí, implica que seremos perseguidos, pisoteados y humillados, no solamente por aquellos a los que les anunciamos la Buena Nueva, sino que también de parte de nuestros familiares y amistades cercanas (2 Cor 6:8-10).

Pensemos por un momento lo que Jesús hizo por cada uno de nosotros, al compartir su amor en una entrega total que lo llevó al madero. Así nos ama y así de esa manera se dio así mismo como último sacrificio para enseñarnos la forma en la que debemos de evangelizar, llevando su Palabra de amor y salvación y a su vez trayendo almas a sus pies. Esto involucra una apertura total de corazón del cual irradia la imagen de Dios a quien decimos predicar. Es necesario pues, que nos despojemos de todo nuestro interior y que rechacemos los miedos, los temores al fracaso y digo “al fracaso”, porque muchas veces pensamos que somos ineptos, que no sabemos hablar y que no tenemos sabiduría para poder compartir lo que Cristo ya hizo por nosotros en la Cruz del Calvario. Es que no se trata de ser eruditos, teólogos, biblistas o filósofos, para responder a ese mandato. Se trata de que vivamos en carne propia lo que predicamos, es decir, que vivamos la plenitud del amor eterno de Dios (Jer 31:3) en todas sus dimensiones, ya sea en el dolor, la enfermedad, la persecución o en el mismo proceso de muerte, porque es en esto en que podremos experimentar el verdadero significado del amor del Padre, ya que, “Ha sido Dios quien nos ha puesto en esta situación al darnos el Espíritu como un anticipo de lo que hemos de recibir” (2 Cor 5:5).

Sólo imaginemos por un momento si Jesús en el Huerto del Getsemaní hubiera dicho no, al plan de Dios, ¿qué hubiera pasado con nosotros? Ahora pensemos por un instante, qué pasaría si nuestra respuesta al mandato de Jesús de ir y evangelizar a las naciones fuera un rotundo no, o un sí, a medias. Cuántas almas se perderían por  nuestra negativa. Es que debemos de entender que, si decimos que amamos a Dios y que estamos dispuestos a hacer su voluntad, esto significa que estamos llamados a amar como él ama y si en verdad amamos como él, entonces, responderemos sí, no para que el mundo nos glorifique por nuestra prosa adornada con palabras bonitas, pero que sin embargo, no ofrecen más que la alabanza de las multitudes: “Miren, como habla de bonito…”. Nuestra respuesta debe de estar enfrascada y diluida en ese amor por el cual nosotros mismos hemos sido salvados. “La verdadera enseñanza que trasmitimos es lo que vivimos; y somos buenos predicadores cuando ponemos en práctica lo que decimos” (San Francisco de Asís[1]).

Jesús pregonó el amor del Padre, no por su elocuencia, sino que más bien por su testimonio, el cual plasmó en una acción viva y eficaz. “Si tu quieres puedes sanarme, Jesús extendió la mano, lo tocó y le dijo: «Quiero; queda limpio.» Al momento quedó limpio de la lepra” (Mt 8:2-3). El amor se demuestra con la acción, no con el conocimiento de la letra; parafraseándolo de otro modo, el conocimiento, nos debe de llevar a la acción. Como dijo San Francisco de Asís: “…solamente si es necesario, pronunciaremos palabras”.  Esa debe de ser nuestra actitud ante el mandato de Jesús, el anuncio del Evangelio de salvación a través de nuestras actitudes, experiencias y testimonios, de lo contrario el mensaje de Jesucristo se convierte en nuestro mensaje y por lo mismo, en una falacia, porque no hacemos lo que predicamos.

Un tercer punto primordial en esta cita es el versículo 20: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia”. Vaya, qué promesa tan especial nos hace Jesús. Él nunca nos dejará abandonados a nuestros propios destinos. Jesús que no tenía en donde recostar su cabeza (Lc 9:57), que caminó sólo en el desierto (Lc 4:1-13) y que en el momento de su aprensión, fue abandonado por todo el mundo especialmente los más allegados a él (Mt 26:56), nos promete que nunca nos dejará en las mismas condiciones en las que nosotros lo dejamos a él cuando no hacemos su voluntad y trabajamos solamente para satisfacer nuestros propios egos personales, para vanagloriarnos de lo que hacemos en la Iglesia y no necesariamente, para darle honor, honra y gloria a aquel que nunca nos abandona.

Ese es el Señor para nosotros, pero lo que debemos de preguntarnos en este momento es: ¿Soy yo verdaderamente para el Señor? o simplemente hago lo que hago sin estar consciente de su amor. Dios nunca nos abandona, aún así, nosotros lo hagamos. Es que hay algo tan profundo en Dios que, no existe la posibilidad en su Esencia, el de abandonarnos al abismo; dicho en otras palabras, Dios no puede dejar de amarnos: “…Pero ¿puede una mujer olvidarse del niño que cría, o dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues bien, aunque alguna lo olvidase, yo nunca me olvidaría de ti” (Is 49:15; Os 11:8). Por eso, debemos de estar compenetrados que si Jesús nos envía como misioneros de su amor, es su amor el que nos sostiene en el Espíritu Santo para alcanzar almas a sus pies. Dios en su Hijo Jesucristo, nunca nos abandonará en nuestro trabajo de evangelización y por muy duro que esto nos parezca, él siempre estará a nuestro lado, pues su promesa es justa, ya que él es justo. Como leemos en la carta de San Pablo a los romanos: “¿Qué más podemos decir? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?  Si ni siquiera perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos va a dar con él todo lo demás? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Acaso las pruebas, la aflicción, la persecución, el hambre, la falta de todo, los peligros o la espada?  Pero no; en todo eso saldremos triunfadores gracias a Aquel que nos amó.  Yo sé que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni las fuerzas del universo, ni el presente ni el futuro, ni las fuerzas espirituales, ya sean del cielo o de los abismos, ni ninguna otra criatura podrán apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8:31-37).

Por último, debemos de reconocer que para poder comprender todo lo que aquí compartimos, es necesario un acercamiento a la oración. Sin ella, será imposible vivir a plenitud el significado de amar como él nos ama (Jn 13:34). La oración debe de ser parte primordial de nuestras vidas como misioneros del amor. Es la misma esencia de la vida, la que alimenta nuestro espíritu y la que nos une a esa unión hipostática de la que hablamos anteriormente. En el huerto, Jesús dobla rodillas y postrado en tierra entabla un diálogo directo con el Padre y eso le da la fortaleza para seguir adelante, sabiendo de antemano que Dios siempre le escucha y le responde: “Te doy gracias, Padre, porque me has escuchado. Yo sabía que siempre me escuchas…” (Jn 11:41b-42). De esa misma forma debe de ser nuestra oración, creyendo de antemano que Dios siempre nos escucha y aunque pensamos que tarda en responder, él sabe lo que necesitamos desde antes que le pidamos (Mt 6:7-8).

Por ende, pongámonos la armadura del Señor y proclamemos al mundo entero que Dios nos llama al arrepentimiento y a la conversión, espiritual, moral y social en medio de un mundo perdido por los vicios inculcados por hombres que llenos de odios y rencores y sobre todo llenos de soberbia, ambición y ansias de poder, llevan a la sociedad a la incertidumbre, a la pobreza, a la injusticia en contra de los más pobres y todo lo oscuro que esto acarrea. Recordemos que evangelizar, es amar y si no amamos, nunca podremos llevar la Buena Nueva a la humanidad y mucho menos podremos hacer de los pueblos sus discípulos. 

Conclusión:

Jesús nos envía, sabiendo que hemos comprendido su Palabra, sus enseñanzas y que sus milagros los vivimos en lo más profundo de nuestro corazón. Pero la clave de todo es el de “estar unidos”, como comunidad (común unidad). Jesús esta unido al Padre y él a su vez al Espíritu Santo; los tres en una unidad hipostática. A los apóstoles los reunió en un mismo lugar y a todos les habló en conjunto, como a un grupo centrados con el mismo ideal y no individualmente, por lo tanto, nosotros debemos de unirnos con el mismo ideal, para poder ser verdaderos mensajeros del poder de Dios, trayendo almas a Sus pies, amando y soportándonos unos a otros por amor, pues al final de cuentas eso es el poder de Dios: “el amor”. Como nos dice Pablo: “El fin de nuestra predicación es el amor, que procede de una mente limpia, de una conciencia recta y de una fe sincera” (1 Tim 1:5). Eso es lo que Dios quiere de nosotros.


[1] Píldoras de Fe: “25 frases de San Francisco de Asís que mueven el corazón” Tomado de: https://www.pildorasdefe.net/aprender/fe/15-frases-de-San-Francisco-de-Asis-La-numero-5-estremecera-tu-corazon

La misericordia de Dios: 

René Alvarado Mayo, 2022

¿Qué es misericordia? Etimológicamente, esta palabra viene del latín, y se puede describir como: misere (miseria, necesidad), cor, cordis (corazón) e ia (hacia los demás); significa tener un corazón solidario con aquellos que tienen necesidad.

Hoy día hemos perdido el sentido racional del significado de esa palabra. Esta lo decimos como si fuera tan normal sin tener en cuenta su valor y significado. Muchas veces decimos, “Dios tenga misericordia de él…” pero ni nos damos cuenta de que en realidad Dios sí ha tenido ya misericordia por el simple hecho de ser creación suya. Somos nosotros los que por razón del amor de Dios que decimos profesar, los que debemos de tener misericordia con los demás. Es más, ella debe de empezar por nosotros mismos, es decir, ver el daño que hacemos a nuestra persona cuando nos separamos del amor de Dios. Nadie puede decir, “te amo Dios”, si no se ama así mismo. 

Para entender esto debemos de saber que el núcleo de la misericordia es Dios mismo en su Hijo Jesucristo. Ya el Papa Francisco lo escribe en su bula, Misericordiae Vultus (MV # 1), en donde nos dice que, “Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre”. Es que, hablar de misericordia es parte esencial de nuestra vida cristiana. El problema es que solamente nos quedamos en el “hablar” de ella, pero se nos olvida que ésta se debe de poner de manifiesto en la acción en todo momento de nuestra vida. Esto lo podemos encontrar claramente en el Salmo 136, en la que el Salmo va relatando su plan perfecto de amor y en el cual se canta que eterna es su misericordia por cada acción obrada durante su plan de salvación.

En su bula, el Papa Francisco nos habla sobre cómo, “Con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos percibir el amor de la Santísima Trinidad”(MV # 8). He allí el conflicto del cristiano; Nuestros ojos no están puestos sobre Jesús y por lo tanto no podemos descubrir en esos ojos, el amor tan profundo del Padre por cada uno de sus hijos amados. Nos cuesta ser misericordiosos porque nuestros ojos se enfocan en las actitudes de los demás a los cuales criticamos, pelamos y calumniamos. Solamente tenemos ojos para ver en los demás sus errores como fariseos señaladores de la espina del ojo del otro, cuando en nosotros mismos existe una viga que no nos deja ver más allá de la espina en el ojo del que juzgamos. 

Es triste ver cómo es que muchos decimos estar conscientes del amor de Cristo, pero no estamos conscientes del amor que le debemos profesar a él, en el hermano al que pelamos. “¿Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su Hermano, ¿es mentiroso? Porque el que no ama a su Hermano al cual ha visto, ¿cómo puede amar a Dios que no ha visto?” (1 Jn 4: 20). Y por consiguiente si no ama a su hermano, que ve, tal y cual es, ¿cómo entonces se podrá amar así mismo? Esto no tiene lógica. “Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices” (MV # 9 tercer párrafo).

Hoy en vez de misericordia, (que es “…la disposición a compadecerse de los trabajos y miserias ajenas” (Misericordia), nos encontramos con un mundo que se llena cada día, de odios y rencores, de racismos y persecuciones, de discriminación de género, de la muy mal entendida filosofía del feminismo, etc.; porque está el corazón vacío del amor del Padre. No hay amor, no hay solidaridad con los demás; nos empujamos, nos ponemos zancadillas uno contra el otro porque todos “…amamos el lugar de honor en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas”, (Mt 23: 6); porque deseamos y amamos tener el control, porque cuando niños, nuestros padres alcohólicos y abusadores, nos controlaban, queremos ahora de adultos, el poder para gobernar y aplastar a los demás. 

Ver el rostro de Jesús es ver la imagen de Dios en el prójimo. En otras palabras, es ver el rostro del amor que se hace “visible y tangible” en la acción de Jesús porque “su persona no es otra cosa sino su amor.” Porque “…en él, todo habla de misericordia” (MV # 8). 

Tener misericordia es simplemente amar como ama Jesús. Todos sabemos cómo ama Jesús ¿no es cierto? Por supuesto, clavado en la cruz con los brazos abiertos para perdonar y recibir a todos por igual. Nosotros debemos de amar con esa intensidad. Dar nuestras vidas por amor, especialmente por aquellos con los que no comulgamos del todo. Eso es misericordioso. Porque la misericordia es compasiva (Mt 9: 36). Es ver la miseria del ser humano que se pierde en el abandono del mundo, sin que haya gente que se preocupe por él. Como dice aquel canto: Con nosotros está y no le conocemos, con nosotros está, su nombre es el Señor…y muchos que le ven pasan de largo, quizá por llegar temprano al Templo…” 

En la cruz del Calvario Jesús proclamaba: “¡Tengo sed!” (Jn 19: 28). Preguntemos a nuestro corazón: ¿Qué tipo de sed tuvo Jesús? Será que se trata de la sed de que todas sus criaturas brindemos compasión como él la tuvo con nosotros; sed de que amemos como él nos ama (Jn 13: 34-35). Pero en nuestra condición desamorada, lo que hacemos es lo del soldado que escuchando estas palabras corre a mojar una esponja con vinagre, dándole a Jesús solamente las incompetencias y amarguras de nuestro vivir. Como hipócritas creemos que con eso calmamos su sed. Que fastidio, así nos consideramos cristianos fieles. Alguien quizá pregunte por allí, “¿Señor cuando me dijiste que tenías sed?” Cuando vemos al desvalido, al moribundo, al preso, al hambriento, a los niños abusados, a las madres solteras, a las viudas, cuando escuchando su sed de justicia y haciendo la vista gorda, les damos con ignorarlos, el vinagre que en la esponja del corazón le damos a Jesús. “¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti?” (Mt 18: 33). Porque eso hizo Jesús en la cruz por nosotros. Fue compasivo y misericordioso hasta su muerte.

Si la compasión es la puesta en acción de la misericordia, entonces, Jesús es la acción del amor del Padre por cada uno de nosotros. No es posible que no veamos esto. No es posible que seamos tan ciegos ante esto que es tan palpable. Una vez más, estamos llamados a ser compasivos en nuestros hogares, en nuestras comunidades, en medio de la sociedad y si eso significa dar la vida, pues entonces con orgullo la debemos de dar, pues sabemos que de la muerte en Cristo pasamos a la vida eterna en Cristo (Rom 14: 9). Sin miedos, porque Dios no nos dio un Espíritu de miedo (2 Tim 1: 7-9), más nos ha dado un Espíritu de fortaleza para afrontar no solamente nuestras propias realidades, sino que en medio de esas realidades poder ver con ojos de misericordia a la creación de Dios y “…en eso los reconocerán como mis verdaderos discípulos” (Jn 13: 35).

“La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su acción pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia” (MV # 10).

Por lo tanto, no veamos el rostro de Jesús en la cruz, más bien veamos al hermano en esa cruz y entonces veremos cómo es que el amor del Padre nos llama a amar al que está allí dando su vida en medio de la miseria del mundo.