Cuaresma, tiempo de transformación

Durante el tiempo de cuaresma, somos llamados por la Iglesia a reflexionar sobre nuestras vidas en relación con el amor de Dios y la coexistencia con las otras personas que han estado o están alrededor de nuestras vidas.

Además, es un tiempo en el que Dios, nos invita a profundizar en el sentido de arrepentimiento por todos aquellos momentos en los que hemos fallado a ese inmenso y profundo amor del Padre que envió a su Hijo Jesús a morir en la Cruz del Calvario, para que cada uno de nosotros fuéramos libres. ¿Pero qué significa el ser verdaderamente libres? A caso somos esclavos de alguien o de algo, eso que no nos permite disfrutar de la plenitud de la vida.

La realidad es que, y me atrevería a afirmar que sí, que sí somos esclavos de todo aquello que nos aparta de Dios. Olvidémonos de la esclavitud de los bienes materiales: los celulares, el dinero, etc. Más bien, se trata de ser esclavos de todo aquello que llevamos estampado en el corazón, como el odio y el rencor, por ejemplo. Esto es lo que verdaderamente nos quita la plenitud de la gracia de Dios en su Hijo Jesucristo. No estamos diciendo que los bienes del mundo no nos esclavicen. Por supuesto que no;  a lo que nos referimos primordialmente, es todo aquello, que más nos cuesta arrancar de raíz de lo más profundo de nuestro ser.

Pero ¿por qué sucede esto?; ¿Por qué somos esclavos de las oscuridades del corazón?; ¿Por qué éstas son mucho más significativas, que la esclavitud que nos proporcionan las cosas externas? La realidad es que, las cosas externas son mucho más fáciles de resolver o cortar. Obviamente,  esto es aún más notable cuando llega el tiempo de cuaresma,  hacemos promesas de no beber alcohol, comer dulces, o cualquier otra bobería; más, sin embargo, las cosas que nos esclavizan por dentro son las que batallamos por liberar.

¿Cuántas veces, por ejemplo, tratamos de estampar con una curita todo aquel dolor que llevamos acarreando desde el momento en el que nos ofendieron o hicieron daño? Inclusive nuestro propio carácter se ha formado haciendo concha alrededor de ese dolor y lo manifestamos por medio de nuestras actitudes hacia los demás, nuestros hijos o cónyuges. Quizá, ha habido momentos en los que la curita se ha convertido en el vicio, el alcohol, las pastillas para el dolor, el comer desordenadamente; buscamos quizá en el sexo desordenado, la pornografía, las desviaciones sexuales de género, para apaciguar todo aquello que se lleva por dentro.

La cuestión es que, hasta que no reconozcamos que existe el dolor, nunca seremos completamente libres. Al reconocer que hemos sido dañados, es como entonces aprenderemos a reconocer que la libertad la alcanzaremos solamente a través de entregar el dolor y sufrimiento a Dios y, como paso siguiente, aprender a perdonar a todos aquellos, especialmente a ese individuo que nos dañó profundamente: perdonar porque me violaste; perdonar porque me golpeaste; perdonar porque me abandonaste; perdonar porque me trataste como basura, etc. Y es que cada uno de nosotros sabe el dolor que se lleva en el corazón y, el cual, no nos deja ser libres totalmente.

Por otro lado, debemos de reconocer, a su vez, que también se trata de ser conscientes de que,  hemos nosotros del mismo modo, ofendido a nuestros hijos, a nuestros padres, a nuestros cónyuges, a nuestros novios/as; que, con nuestras actitudes, hemos violado sus sentimientos y los hemos abusado, tanto, física como espiritualmente. Hay que reconocerlo, no somos moneditas de oro y, así como, hemos sentido el látigo del daño que nos han hecho, de la misma forma, nosotros hemos flagelado a nuestros seres queridos, que sufren por nuestras actitudes hacia ellos, quizá por consecuencia del mismo dolor que llevamos por dentro.

Pablo, hablando en su carta a los romanos, nos dice: “No sigan la corriente del mundo en que vivimos, sino más bien transfórmense a partir de una renovación interior” (Rom 12:2). En eso podemos encontrar la verdadera libertad a la cual todos estamos llamados en el amor de Cristo. Porque Jesús vino a este mundo con un propósito en mente, llevado a cabo desde el mismo amor por el que da su vida por cada uno de los que creen en él. Por eso, nos encontramos con el Evangelio de Juan 3:16: “¡Así amó Dios al mundo! Le dio al Hijo Único, para que quien cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna”. La clave aquí es el de “creer”, porque seamos honestos, la mayoría de los que leemos esta reflexión, somos parte de la presencia y gracia de Dios, ya sea como asistentes a grupos de renovación, de jóvenes; ya sea como maestros o predicadores, de alguna manera somos partícipes del conocimiento de Dios que transforma corazones; y, más, sin embargo, la mayoría sabemos que guardamos ese dolor en el interior que no nos permite ser y vivir la plenitud de la liberad, la cual predicamos a todo pulmón.

Es que, no creemos que Dios tiene el poder de sanar por medio del perdón. Tenemos el conocimiento de su poder, pero no lo creemos, o, para que no se me enojen, nos cuesta creer porque pensamos que el daño que nos hicieron es mucho más grande que el amor de Dios y, es en eso, que el dolor se convierte en esclavitud. “Para quien cree en él no hay juicio. En cambio, el que no cree ya se ha condenado” (Jn 3:18).

Tristemente, les comparto que yo fui uno de esos que predicaban del amor de Dios y el poder transformador que él posee sobre el daño que nos han hecho. Sin embargo, y sin darme cuenta, porque eso hace el pecado del rencor y el odio, te hace oscuridad lo que vives, aparentando ser lo que no eres interiormente. Llegó el momento en el que se hizo tan obvio lo que vivía internamente que me llevó a una gran depresión y, por ende, a querer quitarme la vida. Pero fue en ese mismo instante en el que, iba a cometer tal locura, en el que me encontré ante la presencia del Señor que nunca nos abandona, que siempre está a nuestro lado, a cada momento de nuestras vidas, riendo cuando reímos, sufriendo, cuando sufrimos; fue en ese momento en el que me abrí a su misericordia y me dejé conducir por su amor que sabe perdonar. Me sentí amado y perdonado y a su vez, experimenté en ese momento un deseo profundo de perdonar a esa persona que me había dañado profundamente.

Hoy después de muchos años, puedo decir que, después de la reconciliación, esa persona partió a la casa del Señor y desde ese día experimenté una transformación de corazón; sentí por primera vez desde que era un niño, la verdadera libertad que transforma vidas.

A eso nos llama el Señor en esta cuaresma, a que demos el siguiente paso, que nos lleva de una simple conversión a una completa transformación de corazón. Es el tiempo en el que se nos permite ver nuestras realidades internas, para que contemplemos, en dónde, nos encontramos con respecto al especio del amor infinito de Dios. Es el tiempo en el que podemos ser verdaderamente libres de todos aquellos dolores internos, para así encontrarnos de frente con la bienaventuranza: “Felices los que tienen el espíritu del pobre, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5:3). Porque perdonar, es vaciar el corazón que nos lleva a la humildad de corazón y, por ende, con un espíritu de pobre, vaciado del odio y rencor, poder disfrutar de la verdadera transformación de corazón, la cual, nos brinda la libertad a la que somos llamados en Cristo Jesús.

¿Qué esperas para obtener tu libertad?

En el amor de Cristo

René Alvarado