La Pasión de Cristo

René Alvarado 26/03/2024

El hablar sobre la Pasión de Cristo no es cosa fácil. Podríamos hablar teológica o cristológicamente sobre ello, pero eso solamente nos daría un razonamiento de su Pasión y no necesariamente el descubrir espiritualmente la experiencia vivida por el Señor.

Debemos de entender que, la Biblia nos relata en sus cuatro evangelios, la Pasión y cada uno de ellos desde un ángulo diferente. Esto es debido a que al lector se le llama a enfocarse en el proceso vivido por Jesús en sus diferentes niveles y, sobre todo, hacia a dónde, este proceso de su Pasión nos debe de encaminar.

Las lecturas de este domingo, por ejemplo, nos relatan el asunto que Jesús atravesaría. Isaías nos habla sobre el servidor fiel que viene a consolar, que sabe escuchar la voz de Dios y que en los momentos más críticos se siente fortalecido por la presencia del Padre (Is 50: 4-7). En la segunda lectura, Pablo nos habla de cómo es que Dios mismo se encarna en la humanidad, “…despojándose de sí mismo”, lo que llamamos, Kenosis (Fil 2: 6-10), entregándose por amor a la muerte más humillante que se podía experimentar en ese momento, la crucifixión.  

Eso es lo que vino a hacer Jesús a este mundo. Él vino con el propósito de sacrificar su vida por cada uno de nosotros. Jesús, no vino solamente a predicar y a hablar bonito. Él, puso en práctica todo lo que predicaba: “…así como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y para dar Su vida en rescate por muchos” (Mt 20: 28).  

Esto lo sabemos, pero no le damos la importancia debida. Leemos sobre su sacrificio en la Biblia, escuchamos las homilías en misa durante el calendario litúrgico, pero nos da igual. Nos entra por un oído y nos sale por el otro sin dejar huella en el corazón. 

Así de triste es nuestra realidad. Sabemos que estamos llamados al sacrificio, pero no le damos el verdadero valor al mismo. Es que, si analizamos un diamante, por ejemplo, cuando este es extraído de la tierra, su estado es, decimos, en “bruto”. Para que la gente lo sepa apreciar, este tiene que ser pulido, quitarle lo “bruto” para que salga a relucir la brillantez que se encuentra debajo. El proceso es duro y brusco y si el diamante pudiera hablar, diría que duele. Eso mismo debemos de hacer con nuestro sacrificio. Dejarnos pulir por el amor de Cristo. 

Cristo en su Pasión nos demuestra la manera en la que debemos de ser pulidos. Ya desde la institución de la Eucaristía (Lc 22: 19-20), Jesús empieza el proceso de su Pasión. “…Tomen y beban todos de él. Este es el Cáliz de mi Sangre, que será derramada por el perdón de sus pecados” (Lc 22: 20). Después de lavar los pies de los apóstoles, empieza su peregrinar hacia el Huerto de Getsemaní (Getsemaní viene del griego “Gethsēmani” que significa “triturador de aceite”, en este caso, de olivo). Cuando conocemos el significado del nombre del lugar, entendemos mejor el sacrificio que Jesús estaba dispuesto a hacer por cada uno de nosotros. 

En ese huerto, Jesús, -derrama en una reacción meramente humana-, gotas de sangre (Lc 22: 44). Es que, en ese instante, su parte carnal ve, y, siente el proceso que lo va a llevar al sacrificio (algo que humanamente se nos hace difícil comprender por la profundidad de su acción), porque, el partirse en la Cruz del Calvario por el amor que nos tiene, es incomprensible: nadie puede derramar su sangre por alguien más, a no ser que lo motive el profundo amor que le tiene, como una madre por el hijo de sus entrañas, por ejemplo. Es el instante en el que humanamente empieza a beber  aquel Cáliz amargo, que en la última cena pedía a sus discípulos tomar. Era Cuerpo que, en su Pasión, sería triturado por la angustia y el dolor de la sangre que derramaría en su trayecto hacia la Cruz. Jesús vino a demostrarnos en su humanidad, que realmente, su llamado a servir y no ser servido estaba lleno de dolor, sufrimiento y angustia. 

Un punto interesante que encontramos aquí es que, sin importar la angustia que atraviesa y que le hace derramar gotas de sangre, se postra en tierra y clama al Padre: “Abba, para ti todo es posible (Jer 32: 17), aparta de mi este Cáliz amargo que estoy a punto de beber” (Mc 14:36). Su reacción humana, no difiere de la nuestra, en momentos difíciles, cuando no vemos la salida para la situación en la que nos encontramos. La diferencia aquí es que, Jesús no se dejó apabullar por ese momento crítico. Por el contrario, Jesús, dobló rodillas y con rostro en tierra, consultó con su Padre, es decir, se puso a orar. Eso es lo que el que se dice ser fiel tiene que hacer constantemente, orar y adorar postrado en tierra, reconociendo que nuestra situación es dura, pero que, confiados plenamente en él, lograremos la victoria. 

Por otro lado, vemos también la situación de aquellos apóstoles que se duermen: Jesús le dice a Pedro: “Simón, ¿duermes? ¿No has sido capaz de velar una hora?”(Mc 14: 37-38). Como servidores, nos dormimos ante las necesidades de los demás. Nos importa un comino lo que otros sufran. No nos damos cuenta de que estamos llamados como Jesús a hacer su voluntad. Es estar atentos, despiertos y siempre velando, para que la carne, que en sí misma, es débil, no nos haga ciegos ante las necesidades de los que sufren por el hambre y por las faltas de vestido; porque, además, no nos “nace” ir a visitar a los enfermos, ni a los encarcelados; que nos dormimos por la falta de interés por los niños que sufren abandono, quienes gravitan en las calles sin rumbo y se duermen debajo de los puentes o a la intemperie; que servir en el ministerio es algo que hacemos sin interés de corazón. No hemos sido capaces de estar despiertos primero orando y segundo sirviendo como Jesús nos enseñó. 

Jesucristo se incorpora nuevamente –dice la Escritura-, y, con el dolor físico y la angustia brutal que le aqueja en lo más profundo de su corazón, se dirige al Padre nuevamente y dice, “…pero que no se haga lo que yo quiero, más bien, que se haga tu voluntad” (Lc 22: 42b). La pregunta para nosotros hoy día es: ¿Estoy yo dispuesto a hacer la voluntad del Padre? ¿Qué tan profundo es mi deseo de servirle? ¿Estoy dispuesto a partirme por amor a su servicio? Es que, su voluntad es, “…que se amen los unos a los otros como yo los amo” (Jn 13: 34).

Después de aceptar la voluntad del Padre, se siente fortalecido y afronta con la valentía del Espíritu Santo, el sendero que lo llevaría a la Cruz. Más aun, en el momento en el que le llegan a arrestar para conducirlo por ese camino, no deja de ser misericordioso y de hacer milagros. Cura la oreja que uno de sus seguidores le corta a aquel sirviente del sumo sacerdote (Lc 22: 50-51) y clama por una reacción diferente, es decir poner la otra mejía (Mt 5: 39). 

Es llevado ante el sumo sacerdote y ante Pilato quién según la Escritura, no encontró culpa alguna en él. Pero es aquí en este momento en el que Jesús vuelve a hacer otro milagro. La gente exige su muerte por cruz. Pilato les expone la ley que dice que pueden soltar a un reo en las fiestas de Pascua. La gente pide a Barrabás (que en arameo significa “hijo del Padre”). Este Barrabás era un revoltoso que había sido capturado por dar muerte a una persona durante un motín en contra del imperio romano. Según la tradición de algunos biblistas y teólogos, su nombre completo era “Jesús Bar Abba”. En su etimología se conoce a este personaje como un pendenciero, rebelde, latoso y asesino.  Era alguien “famoso” que luchaba de frente al imperio, y, que, la gente consideraba “un mesías” terrenal, es decir el que toma las armas para dar libertad al pueblo oprimido. Esto en paralelo con Jesús Cristo que vino a dar “…libertad a los cautivos…” por medio del Espíritu de amor  (Lc 4: 18b). Es pues en este momento en el que Jesús da libertad no sólo de cárcel, pero que, además, libera espiritualmente a este hombre que ciertamente debió de haber sido transformado por la presencia del verdadero Mesías.

Es que Jesús Cristo nos da libertad a causa de sus sufrimientos. Nos invita a que seamos verdaderamente libres por el auténtico amor que él derrama, en esa Cruz del Calvario. Pero nosotros queremos al otro mesías, al que pelea, al que toma las armas para destrozar, al que mata con sus acciones de odio y rencor. Sí, a ese preferimos siempre, porque a ese lo podemos ver; porque ese nos demuestra que no hay que poner la otra mejía, que diente con diente se paga y que ojo por ojo se cobra y que, en la vida, hay que luchar con golpes he insultos. 

Y Jesús es humillado, abofeteado por decir la verdad, flagelado, golpeado hasta ser desfigurado, y, sobre su cabeza, la corona de espinas y finalmente le hacen cargar con la Cruz. Es tan pesada la Cruz que por su debilidad le cuesta cargar, cayendo tres veces, de acuerdo con la Tradición apostólica, por lo que toman a Simón de Cirene para ayudarle a cargar. “El que quiera seguirme tome su cruz y sígame” (Mt 16: 24). La cruz la debemos de llevar juntos, dándonos la mano uno al otro, sosteniéndonos en los momentos duros. Como ejemplo, podríamos mencionar el acompañar a los enfermos, compartiendo con ellos el dolor y sufrimiento, es decir, “…llorar con ellos y reír con ellos” (Populorum progressio # 86).

Jesús llega al Gólgota (del hebreo golgoleth (גלגלת) que significa “cabeza o calavera”). Es aquí en este lugar en el que el Señor es crucificado. Es ahora cuando podemos entender el significado de, “…es el Cáliz de mi sangre que será derramada por el perdón de los pecados” (Lc 22: 20), y, además, descubrimos por qué llegó al Getsemaní o lugar del triturador. Es sobre esa Cruz que, tomando fuerzas sobre humanas, levanta su cuerpo débil y desangrado y comparte entre las palabras que conocemos: “Tengo sed,” de que se amen y perdonen entre ustedes, que reconozcan que cada uno de ustedes tienen la misma dignidad, porque, ustedes no solamente se dicen ser hijos de Dios, sino que en verdad lo son (1Jn 3:1).

Además, las últimas palabras de Jesús, que recuerda la oración del salmista 22: 2, de acuerdo con el evangelio de Marcos 15: 34, quedan de manifiesto por medio de Pablo a los Efesios 2: 6-10, ese Ekénosen, o desprendimiento total de su igualdad con Dios Padre, “Eloí, Eloí, ¿lema sabachtani?” Es la misma oración del creyente que pregunta en sus momentos más oscuros: ¿Por qué me has abandonado Padre? ¿Por qué no he sentido tu presencia en estos momentos difíciles, en los que siento que la vida se me va? ¿En dónde estás Padre, que no te veo en medio del dolor de muerte?

Ciertamente, nuestra humanidad cuestiona la presencia del Padre; más, sin embargo, Jesús hace la voluntad de aquel que lo envío a dar su vida por amor y, a pesar de su dolor más profundo, él cumple y en eso realiza el proceso de salvación que nos lleva del perdón de los pecados, a la vida eterna, en la Nueva Jerusalén. Es que “…hacer lo mismo” (Lc 22: 19b), no es fácil. No fue fácil para el Señor y no lo será para nosotros. Pero, tenemos una esperanza, la esperanza puesta en que Dios responderá de una u otra forma a nuestra suplica. De esto debemos de estar seguros. Emuná, yo creo, amén.

Por último, Jesús entrega su vida con “…un fuerte grito” Mr 15: 37. Con su muerte, Jesús vence al enemigo y con su sangre derramada, logra el perdón de nuestros pecados. A eso estamos llamados; a perdonar como él nos perdona, porque perdonando es como él nos enseña a amar.

En esta Semana Santa, nuestros corazones deben de rebozar con alegría al sentirnos amados por el amor de Dios. Debemos de gozarnos en el Señor sabiendo que por su sangre emos sido redimidos y, por ende, llamados a hacer lo mismo.

Amén, gloria a Dios

Dios pide el sacrificio del corazón

René Alvarado

¿Qué nos viene a la mente cuando escuchamos que Dios pide el sacrificio de nuestro corazón? Posiblemente responderemos que sacrificar el corazón significa que debemos de hacer penitencias, mandas o cumplir con los sacrificios del tiempo de cuaresma, como el de ayuno de comida, o alcohol, etc. Aunque eso es para muchos, hacer un sacrificio, no necesariamente es de corazón, más bien por tradición.

Ya desde tiempos remotos, el hombre ha manifestado su deseo de sacrificio para agradar a sus dioses, ya sea como ofrendas humanas o de animales. En el caso del judaísmo, se sabe por las escrituras que se sacrificaban corderos o cabrillos sin mancha como signo de expiación por los pecados hasta en el tiempo de Jesús. Por su parte, la Iglesia nos enseña que el sacrificio más grande que se hizo para redimirnos del pecado es por medio del sacrificio de Jesús en la Cruz del Calvario, como el cordero pascual (Is 53:1-12) y las ofrendas que ofrecemos el día de hoy no son sacrificio, sino agradecimiento; la adoración y las oraciones en acción de gracias lo ofrendamos por lo que él hizo por nosotros.

Pero la realidad es que, es importante tener en cuenta que el concepto de sacrificio en el contexto religioso no se limita únicamente a la idea de la muerte o el sufrimiento físico, porque si de eso se tratara, entonces Jesús hubiese tirado la toalla en el huerto del Getsemaní y, más, sin embargo, decide continuar con el plan perfecto de Dios para nuestra salvación. Desde nuestro entorno de fe, se trata de un sacrificio simbólico o espiritual, en el que lo que se ofrece es el corazón o el espíritu. En este sentido, el sacrificio puede ser entendido como un acto de renuncia o de entrega, en el que se renuncia a los propios deseos y se entrega la voluntad a Dios.

En este punto, no se trata de una muerte física de parte nuestra por el perdón de los pecados, porque esto ya lo ha realizado el sacrificio de Cristo en la Cruz; lo importante de reconocer en este sentido del sacrificio del corazón va más allá de un simple hecho puramente carnal, como el de dejar de comer o beber alcohol o dejar de drogarse por la cuaresma, etc., es más bien en el sentido de un sacrificio interior que nos permita abrirnos al verdadero amor que decimos profesar en Cristo Jesús, es decir, se trata de ofrecer nuestras vidas enteras como una ofrenda viva y santa. Pero ¿en qué consiste esto? Y ¿cuál es la implicación para nuestras vidas? Es que el sacrificio del corazón envuelve reconocer que tenemos que cambiar nuestra actitud turbia y amargada y, a su vez, nos exige un compromiso de amar y no un simple amar por que sí, más bien un amar, en el amor de Cristo, con todo nuestro corazón, mente, alma y espíritu (Mc 12:30-31). Esto tiene otra implicación; porque amar con todo nuestro corazón no se queda simplemente en el amar a Dios sobre todas las cosas. Esto involucra a su vez, que también se debe de amar al prójimo como a nosotros mismos.

Jesús nos da un claro ejemplo de esto al instituir la Eucaristía: “Después tomó pan y, dando gracias, lo partió y se lo dio diciendo: «Esto es mi cuerpo, que es entregado por ustedes. (Hagan esto en memoria mía.»” (Lc 2:19-20). Es que amar en el amor de Jesús significa que estamos dispuestos a partirnos por los demás. Esto no significa que vamos a morir físicamente por otros desde el punto meramente humano, más bien, quiere decir que moriremos a nuestro yo interior que se da en el amor de Dios a los demás. Cristo se parte y pide que también nosotros hagamos lo mismo. El partirse significa que aunque nos duela, estamos dispuestos a perdonar como él nos ha perdonado. Pablo, hablando a los corintios nos dice algo fantástico en referencia a lo que estamos leyendo: “A él, que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que por medio de su muerte fuéramos reconciliados  con Dios” (1 Cor 5:21).

Ese es el verdadero sacrificio del corazón. No se trata solamente de sentirnos amados por Dios, sino que también debemos de comprender que, como respuesta a ese amor, nosotros debemos de amarle aunque no con la misma intensidad, porque solamente él puede amar así, de muerte en la Cruz; aunque amarle a él, tiene una dimensión que va más allá del estado racional y lógico del ser humano; significa que estamos dispuestos a amar al prójimo, como a mí mismo y, en especial, a todo aquel que nos ha hecho daño, porque de nada sirve decir que amamos a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano que si vemos, eso nos convierte en hipócritas mentirosos (1 Jn 4:19-20).

Recordemos que Cristo mismo nos dice como un mandamiento nuevo: “…que se amen los unos a los otros. Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado. En esto reconocerán todos que son mis discípulos: en que se aman unos a otros” (Jn 13:34-35). ¿Cómo entendemos ese mandato de Jesús? Pues, lo entenderemos en la misma medida en la que pongamos en acción el amor que decimos profesarle, es decir, en la misma praxis, que se pone en movimiento en búsqueda del amor verdadero y que nos da libertad y sanidad espiritual.

El apóstol Pablo habla de esto en Romanos 12:1, donde dice: «Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional». En otras palabras, el sacrificio del corazón implica ofrecer todo nuestro ser – cuerpo, mente y espíritu – a Dios como una ofrenda viva y santa, que es nuestro servicio espiritual.

Por otro lado, el sacrificio del corazón significa que estamos dispuestos a entregarle todo a Dios, desde el interior de nuestro ser: nuestras alegrías, nuestras tristezas, nuestras ilusiones, nuestros anhelos y sueños, sobre todo, todos aquellos sentimientos turbios del corazón, como: la ira, el rencor, las ansias de venganza, los celos, las vanidades, etc. Es, en otras palabras, ser conscientes de que él es quien está en control de todo cuanto somos y poseemos y que confiamos en él, en que su voluntad se hará mella en nuestros corazones y que por lo mismo, estamos dispuestos a renunciar a nuestros propios idealismos y deseos. “Felices los pobres de corazón, porque el reino de los cielos les pertenece” (Mt 5:3).

Es en esto en el que empezaremos a amarle de corazón y que estamos dispuestos  a caminar junto a él; que seremos en cierto modo, ese Simón de Cirene (Mc 15:21), que le ayudará a cargar con la Cruz. Además, haremos nuestra su voluntad de amar como él nos ama, la misma que se hará en nuestras vidas, como un bálsamo que sana las heridas del alma, cuerpo y espíritu y que al final, nos lleva a la vida eterna.

Como vemos, el sacrificar el corazón a Dios no es cualquier cosa o algo que haremos solamente porque es tiempo de penitencia para que el mundo nos vea y nos admire. Como dice Jesús, “…ellos ya tuvieron su recompensa” (Mt 6:5). Y es que no se trata solamente de golpearnos el pecho, si no estamos dispuestos a someternos al amor reconciliador del Padre. El sacrificar el corazón en resumidas cuentas es, estar dispuestos a hacer la voluntad del Padre que está en los Cielos. Imaginémonos una vez más que Cristo en el huerto, en vez de seguir con el plan perfecto del Padre hubiera tirado la toalla, ¿qué sería de nosotros? “Pero que no se ha lo que yo quiero, sino que se haga tú voluntad” (Mc 14:36).

Por supuesto que sacrificar el corazón no es nada fácil. A Jesús no le fue sencillo hacerlo: “…«Siento en mi alma una tristeza de muerte… »” (Mc 14:34). Es cierto que duele y precisamente por eso se llama “sacrificio”, porque esto implica un desprendimiento a mi comodidad, me exige salir de mi zona de conforte, para encaminarme por el camino de desierto, por donde se experimenta el vacío del ser en su totalidad, el hambre y sed espiritual y sobre todo, el abandono de Dios. “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?” (Mc 15:33).

Pero esto no nos debe de achicopalar, al contrario, nos debe de fortalecer porque sabemos que hay una recompensa que aguarda para todo aquel que toma la decisión de sacrificar el corazón a Dios y, este es, la vida eterna en la Nueva Jerusalén a la cual todo aquel que atienda el llamado, será llamado santo y entonces Jesús enjugará toda lágrima de sus ojos y ya no habrá más llanto ni dolor, porque todo lo demás habrá pasado (Ap 21:1-4).

La pregunta entonces para ti y para mi es, ¿Estoy dispuesto a sacrificar el corazón para Dios? La respuesta será de acuerdo con lo que tú has creído.

Hombres y mujeres sedientos de su presencia

En el libro de Isaías 55 del 1 en adelante nos habla sobre algo que es muy interesante para nuestras vidas. «Tú que andas con sed, ven a mí que yo te daré de beber…» Maravilloso. Pero, ¿qué significa tener sed y que es lo que él nos ofrece?

Para comprender esto, es necesario analizar primero que nada el hecho de tener sed. El cuerpo humano en su parte físico o carnal, está compuesto de cinco «niveles,» atómico, molecular, celular, anatómico y cuerpo íntegro. Desde el punto de vista atómico y molecular, nuestro cuerpo no puede estar sin tomar agua puesto que la tercera parte del mismo es agua (75% al nacer y 65% al envejecer) y por lo tanto si no bebemos el suficiente líquido, el mismo se deshidrata y puede causar por ejemplo daños profundos en nuestros órganos principales como los riñones.

El agua es una parte muy importante del mantenimiento del cuerpo. Es este líquido que se conserva en el cuerpo para la fluidez de los órganos y el bienestar de las células que componen nuestro cuerpo. El agua por ejemplo es llevada por la sangre para bañar a nuestros tejidos proveyendo de oxígeno a nuestro cerebro. Otro punto interesante es el hecho de que nuestro cuerpo no puede estar sin beber líquidos por más de cinco o seis días consecutivos sin tener el riesgo de una severa deshidratación, y en casos extremos está deshidratación nos puede llevar a la muerte.

Imaginémonos cuantos migrantes cruzan el desierto arriesgando sus vidas por una mejor. Cuántos de ellos no mueren en medio del calor que en algunos casos llega a 114 °F (unos 45.5 °C). El cuerpo humano no está diseñado para tales extremos y perecerá o dañará sus órganos principales por la falta de agua. Pero aun así, estos migrantes arriesgan su vida para encontrar algo mejor, la tierra en donde mana la leche y miel. ¿Cuántos no se han quedado en la mitad de su jornada en medio del desierto? Es que su travesía por el desierto es dolorosa y costosa. Todos los que han tenido la experiencia de migrar por el desierto han de saber lo que esto significa para sus vidas. Como dice aquel cantico «Cansado del camino, sediento de ti. Un desierto he caminado, mi armadura he desgastado, vengo a ti…»

Ahora veamos el significado de estar sedientos de Dios. Los desiertos espirituales que atravesamos en la vida, van secando nuestro espíritu y algunos sin fuerzas acabamos muertos a la mitad del camino. Sentimos morir y deseamos no continuar más porque el camino en medio de ese desierto es muy largo y ardiente. Ese problema en el que nos encontramos nos debilita y aunque tratamos de beber líquido, no es el suficiente como para terminar la travesía. Y es que bebemos cualquier cosa que nos ayude a solventar los momentos duros que estamos viviendo. Así es, el mundo siempre está dispuesto a ofrecernos agua pero, ¿nos hemos detenido alguna vez para analizar qué tipo de agua es la que bebemos para calmar la sed de nuestro desierto?

Recordemos que así como nuestro cuerpo corporal está compuesto de cinco niveles que son necesarios para existir, nuestro ser interior está compuesto por tres elementos, amor, fe y esperanza, que hacen de nosotros un ser espiritual. Del mismo modo que el corporal necesita beber líquido para subsistir, nuestro ser espiritual necesita hidratar nuestro interior con el sublime amor de Dios, con la plena confianza de que Dios nunca nos abandona y con la esperanza que un día llegaremos a nuestra casa celestial. Es por ello que necesitamos beber del Espíritu de Dios para poder subsistir, y si el cuerpo externo se debilita por no beber agua en medio del candente desierto que atraviesa para migrar, el espiritual se mantiene firme en medio de sus problemas, de sus dolores y enfermedades porque su bebida es el mismo Espíritu del Dios de poder que los guía en medio de sus desiertos.

Dios que es tan grande y sabio, nos hace la invitación a acercarnos a él, aunque no tengamos plata pues él nos dará a beber del manantial de agua de vida. San Juan de Ávila nos dice: «Y conociendo Tú, Señor sapientísimo, como Creador nuestro, que nuestra inclinación es a tener descanso y deleite, y que un ánima no puede estar mucho tiempo sin buscar consolación, buena o mala, nos convidas con los santos deleites que en Ti hay, para que no nos perdamos por buscar malos deleites en las criaturas. Voz tuya es, Señor (Mt 11: 28): Venid a Mi todos los que trabajáis y estáis cargados, que Yo os recrearé. Y Tú mandaste pregonar en tu nombre (IS 55): Todos los sedientos venid a las aguas. Y nos hiciste saber que hay deleites en tu mano derecha que duran hasta el fin (Sal 15: 11). Y que con el río de tu deleite, no con medida ni tasa, has de dar a beber a los tuyos en tu reino (Sal 35: 9).» (San Juan de Ávila – Lectura del orante 9).

Por muy fuertes o difíciles que parezcan nuestros desiertos, una cosa debemos de entender, que nuestro espíritu siempre estará sediento del Manantial incomparable de Dios que se nos da a cada uno de nosotros no por nuestros méritos, pero por la misma gracia de Dios. En realidad, si nos ponemos a pensar, podríamos analizar perfectamente lo que San Pablo nos relata en la carta a los Romanos en el capítulo 8 y verso 18ss «Estimo, en efecto, que los padecimientos del tiempo presente no se pueden comparar con la gloria que ha de manifestarse en nosotros. Porque la creación está aguardando en anhelante espera la manifestación de los hijos de Dios, ya que la creación fue sometida al fracaso, no por su propia voluntad, sino por el que la sometió, con la esperanza de que la creación será librada de la esclavitud de la destrucción para ser admitida a la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Sabemos que toda la creación gime y está en dolores de parto hasta el momento presente. No sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo. Porque en la esperanza fuimos salvados; pero la esperanza que se ve no es esperanza, porque lo que uno ve, ¿cómo puede esperarlo? Si esperamos lo que no vemos, debemos esperarlo con paciencia.»

Debemos de entender por ende, que somos también migrantes espirituales que en nuestra búsqueda de nuestro bienestar espiritual, atravesamos momentos duros y en algunos casos de muerte. Lo triste es darnos cuenta de que la muerte espiritual es peor que la corporal, puesto que el cuerpo material regresa al polvo, mientras que el que muere espiritualmente bebiendo aguas del mundo, pierde su entrada en la Nueva Jerusalén del Cielo.

«Prestad oído y venid a mí; escuchad y vivirá vuestra alma. Haré con vosotros un pacto eterno, según la fiel promesa que hice a David… Buscad al Señor mientras puede ser hallado; clamad a él mientras está cerca.» Is 55: 3.6

No dejemos que nuestro espíritu se deshidrate por las circunstancias de la vida. No permitamos que las aguas negras y envenenadas del mundo nos aniquilen mientras sufrimos la travesía de nuestro desierto. Sepamos escuchar la voz de Dios que nos invita a beber de los manantiales de donde brotan ríos de agua viva. «Jesús le respondió: «El que bebe esta agua (del mundo) tendrá otra vez sed, pero el que beba del agua que yo le dé no tendrá sed jamás; más aún, el agua que yo le daré será en él manantial que salta hasta la vida eterna».

El Espíritu de Dios está sobre mí: ¿Qué significa esto?

En el evangelio de San Lucas, capítulo 4 versos 14 al 19 nos dice: “Jesús volvió a Galilea con el poder del Espíritu. Llegó a Nazaret, donde se había criado, y el sábado fue a la sinagoga, como era su costumbre. Se puso de pie para hacer la lectura, y le pasaron el libro del profeta Isaías. Jesús desenrolló el libro y encontró el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí. Él me ha ungido para llevar buenas noticias a los pobres, para anunciar la libertad a los cautivos y a los ciegos que pronto van a ver, para poner en libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor”.

En este pasaje nos damos cuenta de la unción espiritual que Jesús obtuvo el día de su bautismo. Hay varias cosas que vamos a analizar en este párrafo, pero antes que nada debemos de escudriñar un poco más el mismo hecho del bautismo. Ya hemos discutido en varias ocasiones el sentido general del mismo en Jesús, pero en esta ocasión debemos de analizarlo desde el punto de vista de nuestro propio bautismo.

Dijimos que cuando a nosotros nos llevan a la pila bautismal, son nuestros padres y padrinos los responsables de que nuestras vidas estén encarriladas a una vida recta en el mismo amor de Dios. ¿Pero qué ha pasado? Nuestras vidas tomaron rumbos diferentes, en los que algunos fuimos desviados por las circunstancias que nos rodeaban. Algunos, llevados por el dolor o la tristeza, cayeron en las garras de la tentación del odio y del rencor, de las ansias de venganza y por lo tanto sintiéndose abandonados, cayeron en depresión y apatía espiritual.

Jesús mismo en su humanidad, experimentó una sensación de entusiasmo al escuchar aquellas palabras que bajaban del cielo: “Tú eres mi Hijo, hoy te he dado a la vida”. Lc 3: 22 Pero al igual que nuestros familiares, después de la fiesta, viene la cruda. Jesús fue llevado por ese Espíritu recibido, al desierto de su vida. Fue ese instante de 40 días y 40 noches en las que se le revelaría el destino en el que sería atravesado, el cual él mismo había escogido. Recordemos que el Señor antes de su bautismo, fue preparado para su sacrificio por su misma Madre. Ella le dio el conocimiento de todo aquello que lo llevaría a dar la vida por la humanidad. Lc 2: 40. Lc 2: 52

El desierto de Jesús, representa en nosotros, todo aquello que va sucediendo en nuestras propias vidas. Cuánto dolor no hemos experimentado, sintiéndonos sedientos de una mejor vida, hambrientos de amor. A cuántos nos hizo falta un abraso o un beso; quizá nunca escuchamos aquella frase anhelada en el corazón: “Te amo”. Posiblemente lo que experimentamos fue violencia, abandono, y por lo mismo hoy día sufrimos aun las consecuencias de aquel desierto por el que fuimos conducidos después de haber sido bautizados.

Veamos a nuestro alrededor y nos daremos cuenta que aun llevamos con nosotros, aunque muy escondido dentro de nuestro corazón, aquellas desconfianzas, aquellos miedos de sentirnos nuevamente abandonados en la soledad. Es por ello que algunas mujeres sufren violencias de parte de sus compañeros de vida, porque tienen miedo de estar solas, de que nadie las alimente o les de techo, poniendo las mismas cantaletas de, “qué pasará con mis hijos sin su padre”, como escusas para no salir adelante como verdadera hija de Dios.

Cuántos hombres usan el alcohol como excusa para no recordar su pasado, en el que quizá fueron violados, maltratados o abandonados por aquel padre que supuestamente debía de haber estado allí para cuidar de ellos.

Las tentaciones por las que Jesús fue pasado en su desierto, son las mismas que nos persiguen hoy día en los nuestros. Hay que recordar que al igual que nosotros, Jesús tuvo puesta la vestidura de la misma humanidad, experimentando las mismas necesidades que nosotros. En el Gaudium et Spes 22 párrafo 3, nos dice: «El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado».

El Papa Juan Pablo II afirmaba en su catequesis “Jesús verdadero Dios, verdadero hombre” en la sección “semejante en todo a nosotros, menos en el pecado”, en el numeral 3 nos explica la humanidad del Señor: “Él experimentaba verdaderamente los sentimientos humanos: la alegría, la tristeza, la indignación, la admiración, el amor. Leemos, por ejemplo (nos dice el Santo Padre), que Jesús “se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo” (Lc 10: 21); que lloró sobre Jerusalén: “Al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: ¡Si al menos en este día conocieras lo que hace a la paz tuya!” (Lc 9; 41-42); lloró también después de la muerte de su amigo Lázaro: “Viéndola llorar Jesús (a María), y que lloraban también los judíos que venían con ella, se conmovió hondamente y se turbó, y dijo ¿Dónde le habéis puesto? Dijéronle Señor, ven y ve. Lloró Jesús…”” (Jn 11: 33-35).

Siendo Jesús el hombre verdadero, aun sabiendo su destino, se dejó conducir a ese desierto y fortalecido por la presencia de ese Espíritu de amor, logró vencer aquellas tentaciones que el enemigo sutilmente le proponía. Pero después de vencer aquellas tentaciones, Jesús no dijo: “Que chulo, ahora ya todo va a ser de color de hormiga”. Qué bueno hubiese sido para el Señor que ya nada más le atormentara. No fue así. Con el mismo valor con el que venció en el desierto, toma la decisión de agarrar al toro por los cuernos y se presenta en la ciudad en donde creció. Es allí en donde da principio a su ministerio, anunciando al mundo entero a lo que ha venido.

¿Fue eso fácil para Jesús? Mmm. Alguno podremos decir que sí porque era Dios mismo, pero otros dirán que no porque saben lo que esto significa en carne propia. Miremos el valor del Señor al entrar en aquella Sinagoga y atreverse a tomar el rollo de Isaías y leer en el capítulo 61 y verso 1 y terminar diciendo: “Hoy se cumplen estas palabras proféticas y a ustedes les llegan noticias de ello” Lc 4: 21 La gente dice la Escritura que se le quedaban viendo admirados de la forma en la que hablaba y mientras unos lo alababan, otros criticaban. Al final nos relata el texto, que lo sacaron de la Sinagoga y llevándolo a un cerro (como prediciendo el lugar en donde sería crucificado), lo querían apedrear, pero que él, pasando en medio de ellos se fue.

Bien, ahora expliquemos la lectura que leímos al principio. Hay tres aspectos importantes en los que Jesús basaría su ministerio. Primero dice el verso 18: “El me ha ungido para llevar buenas noticias a los pobres” En las clases pasadas hemos estado hablando sobre los principios de la enseñanza social católica, teniendo como primer principio, la “dignidad de la persona”. Jesús vino en búsqueda de aquellos que siendo marginados por la sociedad, son abusados y pisoteados, devolviéndole la dignidad, para que en medio de su pobreza, ellos pudieran conocer que Dios los amaba y no solamente de palabra, de la boca para afuera, sino que, dándose así mismo, partiéndose en la Cruz del Calvario, demostrándoles que sí, que verdaderamente hay esperanza en su amor.

No solamente a los pobres por no tener dinero, pero también a aquellos que sufren por ser mujer o por ser niño, por aquellos que por su decisión de ser diferentes a los otros, son abusados, maltratados o abandonados. Cuando Jesús caminaba en medio de aquellas poblaciones, se daba cuenta de las necesidades de las gentes. A cuántos no sanó; miremos como ejemplo a aquel hombre que llevaba ya treinta y ocho años junto a la piscina de Betesda. Me imagino que a este hombre lo llevaban sus familiares y lo dejaban allí tirado y abandonado. ¿Por qué no se quedaban para ayudarle a meterse cuando el ángel movía las aguas? Porque quizá habían cosas “más importantes” que hacer que perder el tiempo en espera de un “ángel” para darle solución al problema que les aquejaba. Quizá le decían: “Tu invalidez no es nuestra, por lo tanto es tu problema”. Jesús se dio cuenta de ello porque sabía a lo que había venido y sin meterlo en el agua, lo sanó, devolviéndole su dignidad.

En el segundo punto nos dice la Escritura: “…para anunciar la libertad a los cautivos”. Cuántos de nosotros no vivíamos encadenados a aquel vicio, a aquella violencia doméstica; cautivos a esos celos incontrolados que han llevado a muchos a la violencia, culminando con el asesinato; a aquella alimentación desordenada, sufriendo de bulimia u obesidad; aquellos que viven apresados en el homosexualismo y el lesbianismo; por aquellas mujeres encadenadas a la prostitución y al aborto; por aquellos niños que sufren las cadenas de padres alcohólicos y drogadictos, convirtiéndose ellos mismos en la misma estampa de sus padres. Jesús vino por todos ellos y por nosotros también.

El Señor no se aparta de ellos, siempre está allí, no para criticar del porque son o no son, más bien, para ir más profundo en su interior y devolver a cada uno, la verdadera libertad a la que todos hemos sido llamados a experimentar. Veamos como ejemplo al otro paralítico, aquel que bajaron por el techo. Los que lo acarrearon lo trajeron por una razón solamente, ¿no es cierto? ¿Qué era esa razón? Pues el de que lo levantara de su camilla. Pero Jesús que conoce la cantidad de nuestras cadenas, trata primero con las que tienen el candado principal, antes de liberarnos de nuestra enfermedad física: “Amigo, tus pecados quedan perdonados”. Lc 5: 20 y al final le dice: “Yo te lo ordeno: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”. Y al instante el hombre se levantó a la vista de todos, tomó la camilla en que estaba tendido y se fue a su casa dando gloria a Dios”. Lc 5: 24-25

Jesús inundado con el poder de aquel Espíritu recibido en el bautismo, tiene tanto el poder para vencer las tentaciones, como para darnos libertad a los que vivimos cautivos de la vida.

En el tercer punto: “…y a los ciegos que pronto van a ver, para poner en libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor”. Él vino para ser testigo del amor de Dios. No como testigo jurídico que es llamado para atestiguar como acusador o como defensor, más bien, en el hecho real de su desprendimiento del Padre, de quien proviene para brindarnos lo que hay en Dios para nosotros. “El Hijo de Dios se hizo hombre para que el hombre, todo hombre, se haga hijo de Dios”. Cuando la Palabra habla sobre “…los ciegos verán”, no nos habla sobre los que siendo faltos de vista física, fueron sanados por él. No esto significa que vino para darle visión a aquellos que encontrándose ciegos espiritualmente, no lograban ver la luz del amor de Dios en sus vidas. Por eso aquella canción nos dice: “Enciende una luz en la oscuridad y déjala brillar. No la puedes apagar ante tal necesidad…” Esa es luz que Jesús viene a prender en lo más íntimo de nuestro ser. Cuántas veces no hemos experimentado oscuridad en nuestras vidas y cuando todo está oscuro no vemos para donde vamos y menos podemos visualizar el punto exacto en donde está el amor del Padre. Para eso precisamente vino Jesús. Él se despojó de su igualdad con Dios[3] para experimentar en su Bautismo la realidad del hombre que se consume en la ceguera a la cual le lleva el mundo. Vino para ser testigo de la verdad, es decir del verdadero amor que transforma vidas.

Jesús vino con ese propósito, pero una vez más es bueno decirlo, esta parte de su ministerio lo hizo, solamente después de ser bautizado y probado en el desierto. Hoy día sabemos eso porque lo leemos en las Escrituras, pero nos cuesta comprender el hecho porque solamente lo leemos o lo escuchamos como una simple poesía y es por lo mismo que no ponemos en acción esa gracia de Dios derramada en nuestras vidas como fuente de agua que da vida.

Todo esto suena bonito. ¿Qué le trajo esto a Jesús? Nada más que críticas, acusaciones, persecuciones, su Pasión y por último la Cruz. Es precisamente ahí en esa Cruz en la que él demostró en su plenitud, el ser, el verdadero testigo de la verdad. Su misma humanidad lo hizo experimentar dolor y sufrimiento e inclusive, supo comprender en el instante de la Cruz, aquel momento en el que se sintió en la más grande de las soledades, sí, en aquel desierto en donde venció la tentación. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?… Pero Jesús, dando un fuerte grito, expiró” Mc 15: 33-37 Mientras que en el evangelio según San Juan leemos: “Jesús probó el vino (amargo) y dijo: «Todo está cumplido.» Después inclinó la cabeza y entregó el espíritu”. Jn 19: 30

Primero se experimenta lo amargo de la vida y luego después de haber cumplido lo que Dios nos ha encomendado, es entonces que nuestro espíritu vuelve nuevamente a él, es decir, a Shalom.

A eso precisamente estamos llamados cada uno de nosotros. Primero que nada a darnos cuenta que no se trata solamente de apuntar con el dedo a nuestros padres y padrinos por no habernos llevado de la mano por los caminos correctos. Tenemos que entender que se trata de vivir en carne propia como Jesús, la experiencia de nuestro bautismo, dejando que el Espíritu de Dios que ya vive en nosotros como el templo de Dios que somos, nos conduzca hacía el mismo amor que un día recibimos en medio de nuestros propios desiertos y madurando en ese mismo amor, confiemos plenamente que después de ser perseguidos y maltratados, un día llegaremos (muy pronto), a nuestro destino que es la cruz y que de allí nuestro brinco será para la vida eterna.

Esto no es nada fácil. Lógicamente debemos de estar compenetrados que el proceso es largo y lento, entendiendo que nada de eso se compara con la corona que un día recibiremos allá en la gloria eterna, los que permanecimos, perseveramos y vencimos las tentaciones en medio de aquel desierto de la vida.

Jesús hoy día está sentado a la derecha del Padre en espera que nosotros lleguemos como el hijo pródigo. ¿Estaremos listos? Para ello ya sabemos lo que hay que hacer… Simplemente amar y dejarnos amar.


René Alvarado

Pan de Vida, Inc.