Dios pide el sacrificio del corazón

René Alvarado

¿Qué nos viene a la mente cuando escuchamos que Dios pide el sacrificio de nuestro corazón? Posiblemente responderemos que sacrificar el corazón significa que debemos de hacer penitencias, mandas o cumplir con los sacrificios del tiempo de cuaresma, como el de ayuno de comida, o alcohol, etc. Aunque eso es para muchos, hacer un sacrificio, no necesariamente es de corazón, más bien por tradición.

Ya desde tiempos remotos, el hombre ha manifestado su deseo de sacrificio para agradar a sus dioses, ya sea como ofrendas humanas o de animales. En el caso del judaísmo, se sabe por las escrituras que se sacrificaban corderos o cabrillos sin mancha como signo de expiación por los pecados hasta en el tiempo de Jesús. Por su parte, la Iglesia nos enseña que el sacrificio más grande que se hizo para redimirnos del pecado es por medio del sacrificio de Jesús en la Cruz del Calvario, como el cordero pascual (Is 53:1-12) y las ofrendas que ofrecemos el día de hoy no son sacrificio, sino agradecimiento; la adoración y las oraciones en acción de gracias lo ofrendamos por lo que él hizo por nosotros.

Pero la realidad es que, es importante tener en cuenta que el concepto de sacrificio en el contexto religioso no se limita únicamente a la idea de la muerte o el sufrimiento físico, porque si de eso se tratara, entonces Jesús hubiese tirado la toalla en el huerto del Getsemaní y, más, sin embargo, decide continuar con el plan perfecto de Dios para nuestra salvación. Desde nuestro entorno de fe, se trata de un sacrificio simbólico o espiritual, en el que lo que se ofrece es el corazón o el espíritu. En este sentido, el sacrificio puede ser entendido como un acto de renuncia o de entrega, en el que se renuncia a los propios deseos y se entrega la voluntad a Dios.

En este punto, no se trata de una muerte física de parte nuestra por el perdón de los pecados, porque esto ya lo ha realizado el sacrificio de Cristo en la Cruz; lo importante de reconocer en este sentido del sacrificio del corazón va más allá de un simple hecho puramente carnal, como el de dejar de comer o beber alcohol o dejar de drogarse por la cuaresma, etc., es más bien en el sentido de un sacrificio interior que nos permita abrirnos al verdadero amor que decimos profesar en Cristo Jesús, es decir, se trata de ofrecer nuestras vidas enteras como una ofrenda viva y santa. Pero ¿en qué consiste esto? Y ¿cuál es la implicación para nuestras vidas? Es que el sacrificio del corazón envuelve reconocer que tenemos que cambiar nuestra actitud turbia y amargada y, a su vez, nos exige un compromiso de amar y no un simple amar por que sí, más bien un amar, en el amor de Cristo, con todo nuestro corazón, mente, alma y espíritu (Mc 12:30-31). Esto tiene otra implicación; porque amar con todo nuestro corazón no se queda simplemente en el amar a Dios sobre todas las cosas. Esto involucra a su vez, que también se debe de amar al prójimo como a nosotros mismos.

Jesús nos da un claro ejemplo de esto al instituir la Eucaristía: “Después tomó pan y, dando gracias, lo partió y se lo dio diciendo: «Esto es mi cuerpo, que es entregado por ustedes. (Hagan esto en memoria mía.»” (Lc 2:19-20). Es que amar en el amor de Jesús significa que estamos dispuestos a partirnos por los demás. Esto no significa que vamos a morir físicamente por otros desde el punto meramente humano, más bien, quiere decir que moriremos a nuestro yo interior que se da en el amor de Dios a los demás. Cristo se parte y pide que también nosotros hagamos lo mismo. El partirse significa que aunque nos duela, estamos dispuestos a perdonar como él nos ha perdonado. Pablo, hablando a los corintios nos dice algo fantástico en referencia a lo que estamos leyendo: “A él, que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que por medio de su muerte fuéramos reconciliados  con Dios” (1 Cor 5:21).

Ese es el verdadero sacrificio del corazón. No se trata solamente de sentirnos amados por Dios, sino que también debemos de comprender que, como respuesta a ese amor, nosotros debemos de amarle aunque no con la misma intensidad, porque solamente él puede amar así, de muerte en la Cruz; aunque amarle a él, tiene una dimensión que va más allá del estado racional y lógico del ser humano; significa que estamos dispuestos a amar al prójimo, como a mí mismo y, en especial, a todo aquel que nos ha hecho daño, porque de nada sirve decir que amamos a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano que si vemos, eso nos convierte en hipócritas mentirosos (1 Jn 4:19-20).

Recordemos que Cristo mismo nos dice como un mandamiento nuevo: “…que se amen los unos a los otros. Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado. En esto reconocerán todos que son mis discípulos: en que se aman unos a otros” (Jn 13:34-35). ¿Cómo entendemos ese mandato de Jesús? Pues, lo entenderemos en la misma medida en la que pongamos en acción el amor que decimos profesarle, es decir, en la misma praxis, que se pone en movimiento en búsqueda del amor verdadero y que nos da libertad y sanidad espiritual.

El apóstol Pablo habla de esto en Romanos 12:1, donde dice: «Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional». En otras palabras, el sacrificio del corazón implica ofrecer todo nuestro ser – cuerpo, mente y espíritu – a Dios como una ofrenda viva y santa, que es nuestro servicio espiritual.

Por otro lado, el sacrificio del corazón significa que estamos dispuestos a entregarle todo a Dios, desde el interior de nuestro ser: nuestras alegrías, nuestras tristezas, nuestras ilusiones, nuestros anhelos y sueños, sobre todo, todos aquellos sentimientos turbios del corazón, como: la ira, el rencor, las ansias de venganza, los celos, las vanidades, etc. Es, en otras palabras, ser conscientes de que él es quien está en control de todo cuanto somos y poseemos y que confiamos en él, en que su voluntad se hará mella en nuestros corazones y que por lo mismo, estamos dispuestos a renunciar a nuestros propios idealismos y deseos. “Felices los pobres de corazón, porque el reino de los cielos les pertenece” (Mt 5:3).

Es en esto en el que empezaremos a amarle de corazón y que estamos dispuestos  a caminar junto a él; que seremos en cierto modo, ese Simón de Cirene (Mc 15:21), que le ayudará a cargar con la Cruz. Además, haremos nuestra su voluntad de amar como él nos ama, la misma que se hará en nuestras vidas, como un bálsamo que sana las heridas del alma, cuerpo y espíritu y que al final, nos lleva a la vida eterna.

Como vemos, el sacrificar el corazón a Dios no es cualquier cosa o algo que haremos solamente porque es tiempo de penitencia para que el mundo nos vea y nos admire. Como dice Jesús, “…ellos ya tuvieron su recompensa” (Mt 6:5). Y es que no se trata solamente de golpearnos el pecho, si no estamos dispuestos a someternos al amor reconciliador del Padre. El sacrificar el corazón en resumidas cuentas es, estar dispuestos a hacer la voluntad del Padre que está en los Cielos. Imaginémonos una vez más que Cristo en el huerto, en vez de seguir con el plan perfecto del Padre hubiera tirado la toalla, ¿qué sería de nosotros? “Pero que no se ha lo que yo quiero, sino que se haga tú voluntad” (Mc 14:36).

Por supuesto que sacrificar el corazón no es nada fácil. A Jesús no le fue sencillo hacerlo: “…«Siento en mi alma una tristeza de muerte… »” (Mc 14:34). Es cierto que duele y precisamente por eso se llama “sacrificio”, porque esto implica un desprendimiento a mi comodidad, me exige salir de mi zona de conforte, para encaminarme por el camino de desierto, por donde se experimenta el vacío del ser en su totalidad, el hambre y sed espiritual y sobre todo, el abandono de Dios. “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?” (Mc 15:33).

Pero esto no nos debe de achicopalar, al contrario, nos debe de fortalecer porque sabemos que hay una recompensa que aguarda para todo aquel que toma la decisión de sacrificar el corazón a Dios y, este es, la vida eterna en la Nueva Jerusalén a la cual todo aquel que atienda el llamado, será llamado santo y entonces Jesús enjugará toda lágrima de sus ojos y ya no habrá más llanto ni dolor, porque todo lo demás habrá pasado (Ap 21:1-4).

La pregunta entonces para ti y para mi es, ¿Estoy dispuesto a sacrificar el corazón para Dios? La respuesta será de acuerdo con lo que tú has creído.

Id y evangelizad

René Alvarado

Introducción:

Desde la perspectiva de la teología natural, entendemos que Dios nos pide que como bautizados vayamos por el mundo alcanzando almas a sus pies. Es decir que la fe es la base fundamental para realizar o llevar a cabo el plan de Dios para la salvación de la humanidad. Esto es muy importante de reconocer, ya que, sin fe no podemos comprender las profundidades espirituales a las cuales estamos llamados a realizar cada uno de nosotros por el bautismo. Es precisamente por esto mismo que queremos reflexionar sobre el mandato de Jesús de id y anunciar la Buena Nueva, relato que encontramos en los textos del Evangelio de San Mateo capítulo 28:18-20: “Jesús se acercó y les habló así: «Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,  y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia.»”.

Desarrollo:

Hay varios puntos sobre los cuales vamos a reflexionar, uno de ellos trata sobre la unidad hipostática de la Santísima Trinidad. El centro primordial de todo servidor debe de estar enfocado en esta hipostasis en la que Dios manifiesta su plan perfecto de amor para cada uno de nosotros. Es a través de esta unión de tres en un solo Dios, como cada uno de nosotros los servidores, vamos a llevar esta Buena Nueva a todas las naciones. Pero ¿cómo se manifiesta esa unidad en nuestras vidas y cómo vamos a proyectar esa unidad a otros? Primero debemos de entender que Dios tiene un plan perfecto para nuestra salvación y es precisamente en ese plan perfecto en el que cada uno de nosotros hemos creído por fe (teología natural), de lo contrario ninguno de nosotros estaríamos aquí, porque esa unidad Trinitaria se realiza en el amor, cosa que muchas veces olvidamos o no queremos reconocer porque esto indica que se debe de amar como ama Jesús.

Es por ello que para llevar el mensaje de salvación a otros, debemos primero que nada vivir nosotros mismos, la plenitud de esa salvación, en el amor de Cristo, porque desde que fuimos bautizados, estamos llamados a llevar el Evangelio de amor y redención a la humanidad. En otras palabras, estamos llamados por el bautismo a ser los misioneros del mensaje de amor, como mandamiento nuevo: “Este es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado” (Jn 15:12). No podemos ser hipócritas, tratando de anunciar algo en lo que no creemos; podemos saberlo intelectualmente porque lo hemos leído y estudiado (teología sistemática), pero que sin la praxis, se queda solamente en un grafo que no nos conduce a nada.

Es precisamente aquí, en donde se realiza la plenitud de la hipostasis; en la unidad Trinitaria, que se entrelaza en el amor de Dios y que se manifiesta a nosotros en la humanidad de su Hijo Jesucristo, por medio del otro Paráclito (Jn 15:16), el Espíritu Santo, como soplo divino (Ruah). Es a esto a lo que estamos llamados: a amar como nos ama Jesús, hasta la Cruz, porque después de la cruz viene la vida en nuestra morada eterna, la Nueva Jerusalén del Cielo (Ap 21:1-4). Pero lógicamente, esto no es fácil de realizar, porque, estamos rodeados de situaciones que nos impiden amar a Dios sobre todas las cosas y, más difícil aún, amar al prójimo como a nosotros mismos (Mc 12:30-31). Por otra parte, nuestra excusa para alivianar nuestra falta de amor, es decir que somos humanos y que por lo mismo ya que no somos Dios, tendemos a faltar al mandamiento de amar como ama Jesús. Claro que somos humanos y por ende, carne (sarx); pero esto no es indicativo de que nos debemos solamente a lo que la carne nos conduce a hacer o a proyectar; por el contrario, recordemos que si la carne es débil, tenemos el Espíritu del Padre que es fuerte, “Porque Dios no nos dio un espíritu de timidez, sino un espíritu de fortaleza, de amor y de buen juicio” (2 Tim 1:7);  o como diría Jesús: “…pues el espíritu es animoso, pero la carne es débil” (Mc 14:38b).

Otro punto importante en esta cita de Mateo para poder comprender el llamado a evangelizar es, “Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra…”  Jesús siendo uno con el Padre (Jn 14:6-9), tiene autoridad sobre la Iglesia que se adhiere a él en un mismo espíritu, y en su autoridad, nos invita a evangelizar no solamente como un mandato por obligación, si no qué, con su propia experiencia, enseñándonos a llevar una vida recta, para que por medio de nuestras vidas, podamos de la misma manera dar ejemplo de seres que viven a plenitud la experiencia de haber sido evangelizados. Ese mismo poder, Jesús nos lo da a nosotros, los que creemos verdaderamente en él y que nos dejamos envolver de su amor. Recordemos que su autoridad es obtenida por su relación con el Padre y su deseo absoluto de llevar la Buena Nueva a la humanidad, sacrificando su vida por amor al Padre y a cada uno de nosotros. Ese es su poder. El poder de amar como el Padre nos ama, demostrándonos que, si lo hacemos por amor y confiamos plenamente en su poder, obtendremos victoria.

Pero debemos de entender que aunque, es un mandato, este no es autoritativo, es decir, que Jesús no nos obliga a hacerlo, pero tampoco lo hace sentir como un mandato vago, para ver si tenemos ganas de realizarlo o no. Él mismo, tomó una acción positiva en medio de su experiencia de vida: “…«Siento en mi alma una tristeza de muerte… Jesús se adelantó un poco, y cayó en tierra suplicando que, si era posible, no tuviera que pasar por aquella hora. Decía: «Abbá, o sea, Padre, para ti todo es posible, aparta de mí esta copa. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú.»” (Mc 14: 34-35). Jesús aceptó libremente, el llamado del Padre a entregar su vida por la salvación de nuestras almas; a eso estamos llamados cada uno de nosotros los servidores, a responder a su mandato con la plena libertad de conciencia, sabedores de que el decir que sí, implica que seremos perseguidos, pisoteados y humillados, no solamente por aquellos a los que les anunciamos la Buena Nueva, sino que también de parte de nuestros familiares y amistades cercanas (2 Cor 6:8-10).

Pensemos por un momento lo que Jesús hizo por cada uno de nosotros, al compartir su amor en una entrega total que lo llevó al madero. Así nos ama y así de esa manera se dio así mismo como último sacrificio para enseñarnos la forma en la que debemos de evangelizar, llevando su Palabra de amor y salvación y a su vez trayendo almas a sus pies. Esto involucra una apertura total de corazón del cual irradia la imagen de Dios a quien decimos predicar. Es necesario pues, que nos despojemos de todo nuestro interior y que rechacemos los miedos, los temores al fracaso y digo “al fracaso”, porque muchas veces pensamos que somos ineptos, que no sabemos hablar y que no tenemos sabiduría para poder compartir lo que Cristo ya hizo por nosotros en la Cruz del Calvario. Es que no se trata de ser eruditos, teólogos, biblistas o filósofos, para responder a ese mandato. Se trata de que vivamos en carne propia lo que predicamos, es decir, que vivamos la plenitud del amor eterno de Dios (Jer 31:3) en todas sus dimensiones, ya sea en el dolor, la enfermedad, la persecución o en el mismo proceso de muerte, porque es en esto en que podremos experimentar el verdadero significado del amor del Padre, ya que, “Ha sido Dios quien nos ha puesto en esta situación al darnos el Espíritu como un anticipo de lo que hemos de recibir” (2 Cor 5:5).

Sólo imaginemos por un momento si Jesús en el Huerto del Getsemaní hubiera dicho no, al plan de Dios, ¿qué hubiera pasado con nosotros? Ahora pensemos por un instante, qué pasaría si nuestra respuesta al mandato de Jesús de ir y evangelizar a las naciones fuera un rotundo no, o un sí, a medias. Cuántas almas se perderían por  nuestra negativa. Es que debemos de entender que, si decimos que amamos a Dios y que estamos dispuestos a hacer su voluntad, esto significa que estamos llamados a amar como él ama y si en verdad amamos como él, entonces, responderemos sí, no para que el mundo nos glorifique por nuestra prosa adornada con palabras bonitas, pero que sin embargo, no ofrecen más que la alabanza de las multitudes: “Miren, como habla de bonito…”. Nuestra respuesta debe de estar enfrascada y diluida en ese amor por el cual nosotros mismos hemos sido salvados. “La verdadera enseñanza que trasmitimos es lo que vivimos; y somos buenos predicadores cuando ponemos en práctica lo que decimos” (San Francisco de Asís[1]).

Jesús pregonó el amor del Padre, no por su elocuencia, sino que más bien por su testimonio, el cual plasmó en una acción viva y eficaz. “Si tu quieres puedes sanarme, Jesús extendió la mano, lo tocó y le dijo: «Quiero; queda limpio.» Al momento quedó limpio de la lepra” (Mt 8:2-3). El amor se demuestra con la acción, no con el conocimiento de la letra; parafraseándolo de otro modo, el conocimiento, nos debe de llevar a la acción. Como dijo San Francisco de Asís: “…solamente si es necesario, pronunciaremos palabras”.  Esa debe de ser nuestra actitud ante el mandato de Jesús, el anuncio del Evangelio de salvación a través de nuestras actitudes, experiencias y testimonios, de lo contrario el mensaje de Jesucristo se convierte en nuestro mensaje y por lo mismo, en una falacia, porque no hacemos lo que predicamos.

Un tercer punto primordial en esta cita es el versículo 20: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia”. Vaya, qué promesa tan especial nos hace Jesús. Él nunca nos dejará abandonados a nuestros propios destinos. Jesús que no tenía en donde recostar su cabeza (Lc 9:57), que caminó sólo en el desierto (Lc 4:1-13) y que en el momento de su aprensión, fue abandonado por todo el mundo especialmente los más allegados a él (Mt 26:56), nos promete que nunca nos dejará en las mismas condiciones en las que nosotros lo dejamos a él cuando no hacemos su voluntad y trabajamos solamente para satisfacer nuestros propios egos personales, para vanagloriarnos de lo que hacemos en la Iglesia y no necesariamente, para darle honor, honra y gloria a aquel que nunca nos abandona.

Ese es el Señor para nosotros, pero lo que debemos de preguntarnos en este momento es: ¿Soy yo verdaderamente para el Señor? o simplemente hago lo que hago sin estar consciente de su amor. Dios nunca nos abandona, aún así, nosotros lo hagamos. Es que hay algo tan profundo en Dios que, no existe la posibilidad en su Esencia, el de abandonarnos al abismo; dicho en otras palabras, Dios no puede dejar de amarnos: “…Pero ¿puede una mujer olvidarse del niño que cría, o dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues bien, aunque alguna lo olvidase, yo nunca me olvidaría de ti” (Is 49:15; Os 11:8). Por eso, debemos de estar compenetrados que si Jesús nos envía como misioneros de su amor, es su amor el que nos sostiene en el Espíritu Santo para alcanzar almas a sus pies. Dios en su Hijo Jesucristo, nunca nos abandonará en nuestro trabajo de evangelización y por muy duro que esto nos parezca, él siempre estará a nuestro lado, pues su promesa es justa, ya que él es justo. Como leemos en la carta de San Pablo a los romanos: “¿Qué más podemos decir? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?  Si ni siquiera perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos va a dar con él todo lo demás? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Acaso las pruebas, la aflicción, la persecución, el hambre, la falta de todo, los peligros o la espada?  Pero no; en todo eso saldremos triunfadores gracias a Aquel que nos amó.  Yo sé que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni las fuerzas del universo, ni el presente ni el futuro, ni las fuerzas espirituales, ya sean del cielo o de los abismos, ni ninguna otra criatura podrán apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8:31-37).

Por último, debemos de reconocer que para poder comprender todo lo que aquí compartimos, es necesario un acercamiento a la oración. Sin ella, será imposible vivir a plenitud el significado de amar como él nos ama (Jn 13:34). La oración debe de ser parte primordial de nuestras vidas como misioneros del amor. Es la misma esencia de la vida, la que alimenta nuestro espíritu y la que nos une a esa unión hipostática de la que hablamos anteriormente. En el huerto, Jesús dobla rodillas y postrado en tierra entabla un diálogo directo con el Padre y eso le da la fortaleza para seguir adelante, sabiendo de antemano que Dios siempre le escucha y le responde: “Te doy gracias, Padre, porque me has escuchado. Yo sabía que siempre me escuchas…” (Jn 11:41b-42). De esa misma forma debe de ser nuestra oración, creyendo de antemano que Dios siempre nos escucha y aunque pensamos que tarda en responder, él sabe lo que necesitamos desde antes que le pidamos (Mt 6:7-8).

Por ende, pongámonos la armadura del Señor y proclamemos al mundo entero que Dios nos llama al arrepentimiento y a la conversión, espiritual, moral y social en medio de un mundo perdido por los vicios inculcados por hombres que llenos de odios y rencores y sobre todo llenos de soberbia, ambición y ansias de poder, llevan a la sociedad a la incertidumbre, a la pobreza, a la injusticia en contra de los más pobres y todo lo oscuro que esto acarrea. Recordemos que evangelizar, es amar y si no amamos, nunca podremos llevar la Buena Nueva a la humanidad y mucho menos podremos hacer de los pueblos sus discípulos. 

Conclusión:

Jesús nos envía, sabiendo que hemos comprendido su Palabra, sus enseñanzas y que sus milagros los vivimos en lo más profundo de nuestro corazón. Pero la clave de todo es el de “estar unidos”, como comunidad (común unidad). Jesús esta unido al Padre y él a su vez al Espíritu Santo; los tres en una unidad hipostática. A los apóstoles los reunió en un mismo lugar y a todos les habló en conjunto, como a un grupo centrados con el mismo ideal y no individualmente, por lo tanto, nosotros debemos de unirnos con el mismo ideal, para poder ser verdaderos mensajeros del poder de Dios, trayendo almas a Sus pies, amando y soportándonos unos a otros por amor, pues al final de cuentas eso es el poder de Dios: “el amor”. Como nos dice Pablo: “El fin de nuestra predicación es el amor, que procede de una mente limpia, de una conciencia recta y de una fe sincera” (1 Tim 1:5). Eso es lo que Dios quiere de nosotros.


[1] Píldoras de Fe: “25 frases de San Francisco de Asís que mueven el corazón” Tomado de: https://www.pildorasdefe.net/aprender/fe/15-frases-de-San-Francisco-de-Asis-La-numero-5-estremecera-tu-corazon

La misericordia de Dios: 

René Alvarado Mayo, 2022

¿Qué es misericordia? Etimológicamente, esta palabra viene del latín, y se puede describir como: misere (miseria, necesidad), cor, cordis (corazón) e ia (hacia los demás); significa tener un corazón solidario con aquellos que tienen necesidad.

Hoy día hemos perdido el sentido racional del significado de esa palabra. Esta lo decimos como si fuera tan normal sin tener en cuenta su valor y significado. Muchas veces decimos, “Dios tenga misericordia de él…” pero ni nos damos cuenta de que en realidad Dios sí ha tenido ya misericordia por el simple hecho de ser creación suya. Somos nosotros los que por razón del amor de Dios que decimos profesar, los que debemos de tener misericordia con los demás. Es más, ella debe de empezar por nosotros mismos, es decir, ver el daño que hacemos a nuestra persona cuando nos separamos del amor de Dios. Nadie puede decir, “te amo Dios”, si no se ama así mismo. 

Para entender esto debemos de saber que el núcleo de la misericordia es Dios mismo en su Hijo Jesucristo. Ya el Papa Francisco lo escribe en su bula, Misericordiae Vultus (MV # 1), en donde nos dice que, “Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre”. Es que, hablar de misericordia es parte esencial de nuestra vida cristiana. El problema es que solamente nos quedamos en el “hablar” de ella, pero se nos olvida que ésta se debe de poner de manifiesto en la acción en todo momento de nuestra vida. Esto lo podemos encontrar claramente en el Salmo 136, en la que el Salmo va relatando su plan perfecto de amor y en el cual se canta que eterna es su misericordia por cada acción obrada durante su plan de salvación.

En su bula, el Papa Francisco nos habla sobre cómo, “Con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos percibir el amor de la Santísima Trinidad”(MV # 8). He allí el conflicto del cristiano; Nuestros ojos no están puestos sobre Jesús y por lo tanto no podemos descubrir en esos ojos, el amor tan profundo del Padre por cada uno de sus hijos amados. Nos cuesta ser misericordiosos porque nuestros ojos se enfocan en las actitudes de los demás a los cuales criticamos, pelamos y calumniamos. Solamente tenemos ojos para ver en los demás sus errores como fariseos señaladores de la espina del ojo del otro, cuando en nosotros mismos existe una viga que no nos deja ver más allá de la espina en el ojo del que juzgamos. 

Es triste ver cómo es que muchos decimos estar conscientes del amor de Cristo, pero no estamos conscientes del amor que le debemos profesar a él, en el hermano al que pelamos. “¿Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su Hermano, ¿es mentiroso? Porque el que no ama a su Hermano al cual ha visto, ¿cómo puede amar a Dios que no ha visto?” (1 Jn 4: 20). Y por consiguiente si no ama a su hermano, que ve, tal y cual es, ¿cómo entonces se podrá amar así mismo? Esto no tiene lógica. “Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices” (MV # 9 tercer párrafo).

Hoy en vez de misericordia, (que es “…la disposición a compadecerse de los trabajos y miserias ajenas” (Misericordia), nos encontramos con un mundo que se llena cada día, de odios y rencores, de racismos y persecuciones, de discriminación de género, de la muy mal entendida filosofía del feminismo, etc.; porque está el corazón vacío del amor del Padre. No hay amor, no hay solidaridad con los demás; nos empujamos, nos ponemos zancadillas uno contra el otro porque todos “…amamos el lugar de honor en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas”, (Mt 23: 6); porque deseamos y amamos tener el control, porque cuando niños, nuestros padres alcohólicos y abusadores, nos controlaban, queremos ahora de adultos, el poder para gobernar y aplastar a los demás. 

Ver el rostro de Jesús es ver la imagen de Dios en el prójimo. En otras palabras, es ver el rostro del amor que se hace “visible y tangible” en la acción de Jesús porque “su persona no es otra cosa sino su amor.” Porque “…en él, todo habla de misericordia” (MV # 8). 

Tener misericordia es simplemente amar como ama Jesús. Todos sabemos cómo ama Jesús ¿no es cierto? Por supuesto, clavado en la cruz con los brazos abiertos para perdonar y recibir a todos por igual. Nosotros debemos de amar con esa intensidad. Dar nuestras vidas por amor, especialmente por aquellos con los que no comulgamos del todo. Eso es misericordioso. Porque la misericordia es compasiva (Mt 9: 36). Es ver la miseria del ser humano que se pierde en el abandono del mundo, sin que haya gente que se preocupe por él. Como dice aquel canto: Con nosotros está y no le conocemos, con nosotros está, su nombre es el Señor…y muchos que le ven pasan de largo, quizá por llegar temprano al Templo…” 

En la cruz del Calvario Jesús proclamaba: “¡Tengo sed!” (Jn 19: 28). Preguntemos a nuestro corazón: ¿Qué tipo de sed tuvo Jesús? Será que se trata de la sed de que todas sus criaturas brindemos compasión como él la tuvo con nosotros; sed de que amemos como él nos ama (Jn 13: 34-35). Pero en nuestra condición desamorada, lo que hacemos es lo del soldado que escuchando estas palabras corre a mojar una esponja con vinagre, dándole a Jesús solamente las incompetencias y amarguras de nuestro vivir. Como hipócritas creemos que con eso calmamos su sed. Que fastidio, así nos consideramos cristianos fieles. Alguien quizá pregunte por allí, “¿Señor cuando me dijiste que tenías sed?” Cuando vemos al desvalido, al moribundo, al preso, al hambriento, a los niños abusados, a las madres solteras, a las viudas, cuando escuchando su sed de justicia y haciendo la vista gorda, les damos con ignorarlos, el vinagre que en la esponja del corazón le damos a Jesús. “¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti?” (Mt 18: 33). Porque eso hizo Jesús en la cruz por nosotros. Fue compasivo y misericordioso hasta su muerte.

Si la compasión es la puesta en acción de la misericordia, entonces, Jesús es la acción del amor del Padre por cada uno de nosotros. No es posible que no veamos esto. No es posible que seamos tan ciegos ante esto que es tan palpable. Una vez más, estamos llamados a ser compasivos en nuestros hogares, en nuestras comunidades, en medio de la sociedad y si eso significa dar la vida, pues entonces con orgullo la debemos de dar, pues sabemos que de la muerte en Cristo pasamos a la vida eterna en Cristo (Rom 14: 9). Sin miedos, porque Dios no nos dio un Espíritu de miedo (2 Tim 1: 7-9), más nos ha dado un Espíritu de fortaleza para afrontar no solamente nuestras propias realidades, sino que en medio de esas realidades poder ver con ojos de misericordia a la creación de Dios y “…en eso los reconocerán como mis verdaderos discípulos” (Jn 13: 35).

“La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su acción pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia” (MV # 10).

Por lo tanto, no veamos el rostro de Jesús en la cruz, más bien veamos al hermano en esa cruz y entonces veremos cómo es que el amor del Padre nos llama a amar al que está allí dando su vida en medio de la miseria del mundo.

La misión del servidor

Antes de empezar, tenemos que entender el significado de “misión” y de las ramificaciones que de ello desprende, de lo contrario no podremos comprender a plenitud el llamado que Dios hace a nuestras vidas.

Literalmente misión viene del latín “missio y -ōnis (enviar y deber)” y significa: “Poder, facultad que se da a alguien de ir a desempeñar algún cometido” (Real academia Española). En otras palabras podemos decir que “misión” es: alcanzar un ideal y trasmitirlo con una verdadera devoción, creyendo a profundidad que lo que compartimos al ser enviados, es la misma realidad que vivimos a diario.

Esto lógicamente no es nada fácil, ya qué, nos encontramos con una gran variedad de oposiciones al mensaje que queremos transmitir y en ciertas ocasiones esto se convierte en dolor, angustia, sufrimiento y en muchos casos la misma muerte. “Siguiendo a Cristo pobre, ni se abaten por la escasez ni se ensoberbecen por la abundancia de los bienes temporales; imitando a Cristo humilde, no ambicionan la gloria vana (cf. Gál 5: 26) sino que procuran agradar a Dios antes que a los hombres, preparados siempre a dejarlo todo por Cristo (cf. Lc 14: 26), a padecer persecución por la justicia (cf. Mt 5: 10), recordando las palabras del Señor: «Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16: 24). Cultivando entre sí la amistad cristiana, se ayudan mutuamente en cualquier necesidad” (Apostolado del seglar # 4 párrafo 6).

Podemos ver un claro ejemplo en Martin Luther King Jr., siendo un misionero del amor y la unidad, su sueño fue el de compartir lo que él vivía y su misión se convirtió en la misma experiencia de dolor, persecución, encarcelamiento y luego de muerte, por el hecho de creer en que la sociedad podía dar un cambio rotundo a la unidad del hombre sin las barreras del color de la piel e inclusive de la fe que se profesaba.

El mismo Señor Jesucristo fue un vivo ejemplo del verdadero misionero; él entendió el plan de Dios y atendiendo a ese llamado, pudo despojarse de su igualdad con Dios para hacerse semejante a los hombres y poder de esa manera comprender el mismo dolor y sufrimiento que al hombre aqueja, dándose a sí mismo en el amor y la caridad. “Si bien todo el ejercicio del apostolado debe proceder y recibir su fuerza de la caridad, algunas obras, por su propia naturaleza, son aptas para convertirse en expresión viva de la misma caridad, que quiso Cristo Señor fuera prueba de su misión mesiánica (cf. Mt 11: 4-5)” (Apostolado del seglar # 8 párrafo 1).

Ciertamente todos los creyentes lo sabemos muy bien, que, Cristo no vivió una vida cómoda (Lc 9: 58), como muchos de nosotros hoy día y más, sin embargo, eso no le impidió cumplir con ese mandato de ir y compartir con ejemplo la acción de ese Verbo entre nosotros, sufriendo las criticas, sufriendo su Pasión, Muerte y como recompensa la vida eterna en su Resurrección. “Porque el discípulo tiene la obligación grave para con Cristo Maestro de conocer cada día mejor la verdad que de Él ha recibido, de anunciarla fielmente y de defenderla con valentía, excluyendo los medios contrarios al espíritu evangélico” (Dignitatis Humanae # 14 párrafo 3).

Hoy día tenemos que darnos cuenta de que la tarea del cristiano no es la de simplemente quedarnos cómodos en nuestras comunidades, dejando que el mundo venga a nosotros, sino que ir nosotros al mundo, a trasmitir ese mensaje de poder, aceptando el reto del Evangelio de “Id por todas las naciones y predicar la Buena Nueva” (Mt 28: 19ss).

Es que se nos hace tan fácil simplemente venir a lo que ya existe, en donde otros ya sufrieron persecuciones y derrame de lágrimas, en donde se ve una mesa bonita y lista para que nos sentemos solamente a comer, sin darnos cuenta de que hay gente haya afuera que también desea compartir con nosotros de las migajas que caen de todas aquellas delicias que cómodamente compartimos. “Por lo cual la misericordia para con los necesitados y enfermos, y las llamadas obras de caridad y de ayuda mutua para aliviar todas las necesidades humanas son consideradas por la Iglesia con un singular honor” (Apostolado del seglar # 8 párrafo 3).

Es por ello por lo que nuestra bendita Iglesia ha sido por siempre una Iglesia misionera en medio de todas las cosas y trapitos que nos quieran sacar a la luz; nunca podrán negar que hemos sido la Iglesia que más mártires hemos dado al mundo. Gente que puso en acción ese llamado a evangelizar y no a vivir en el calentamiento de manos, entre aplausos vagos y gritos de victoria cuando se vive en derrota, sintiéndose que son indignos de salir de casa y dejarlo todo, para que el hambriento tenga alimento y el desnudo su ropa. “Pues los laicos de verdadero espíritu apostólico, a la manera de aquellos hombre y mujeres que ayudaban a Pablo en el Evangelio (cf. Hech 18: 18-26; Rom 16: 3), suplen lo que falta a sus hermanos y reaniman el espíritu tanto de los pastores como del resto del pueblo fiel (cf. 1 Cor 16: 17-18)” (Apostolado del seglar # 10 párrafo 2).

Claro que esto depende de nuestra unión con Cristo, pues él es la cabeza que nos dirige y que nos comparte con viva experiencia la fecundidad del verdadero misionero, pues sin esa unidad, nunca podremos realizar con exactitud ese llamado a ser parte integral del Evangelio, y a su vez también llamados a ser los nuevos mártires de la fe. “Siguiendo a Cristo pobre, ni se abaten por la escasez ni se ensoberbecen por la abundancia de los bienes temporales; imitando a Cristo humilde, no ambicionan la gloria vana (cf. Gál 5: 26) sino que procuran agradar a Dios antes que a los hombres, preparados siempre a dejarlo todo por Cristo (cf. Lc 14: 26), a padecer persecución por la justicia (cf. Mt 5: 10), recordando las palabras del Señor: «Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16: 24)” (Apostolado del seglar # 4).

Por esto, es de suma importancia que el verdadero discípulo de Cristo sea consciente de su responsabilidad en la trasmisión del Evangelio, porque la Buena Nueva no es cualquier historia romántica de salvación, al contrario, es el verdadero testimonio de fe, mismo que va madurando y enriqueciéndose día con día, no solamente por medio de los sacramentos, sino que además, en la manifestación del propio testimonio personal que ha sufrido una conversión que le lleva a la transformación de su propio corazón. Esto le permite ser un servidor que ve a su semejante con misericordia (miserere); que ve el dolor y sufrimiento del semejante y que actúa de acuerdo con el amor de Dios que ya vive en él. “El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas, realizadas con espíritu sobrenatural, tienen eficacia para atraer a los hombres hacia la fe y hacia Dios, pues dice el Señor: «Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5: 16)” (Apostolado del seglar # 6 párrafo 2).

La cuestión que se levanta aquí es el hecho de que nos hemos olvidado por completo de ese amor como mandamiento (Jn 13: 34). En lugar de manifestar lo que agrada a Dios, hemos manifestado como servidores los agravios que evocan rencillas entre los miembros del Cuerpo de Cristo (1 Cor 12: 1) y, por ende, nuestro testimonio se convierte en falacia enmascarada de santidad, lo que conlleva a divisiones que, en vez de anunciar el Buen mensaje, se convierte en arma que aleja al no creyente y por lo mismo, un alma que se pierde por nuestra irresponsabilidad cristiana. Eso no es seguir el mandamiento de Cristo.

Veamos esta analogía para entender lo que aquí hablamos: Al no querer reconocer su amor, es como decir que no necesito la sal para dar sabor.

Cuando preparamos un caldo, vamos poniendo los ingredientes uno por uno. Digamos que estamos preparando un caldo de res, sabemos que los ingredientes importantes son las verduras y sobre todo la carne. Pero si preparamos todo de acuerdo con la receta ya sea de la abuelita o de la que vimos en el Internet, pero se nos olvida el ingrediente más importante, por más verduras o carne que le pongamos, nunca tendrá sabor. Debemos siempre de ponerle sal, para poder disfrutar de un caldo delicioso.

De la misma manera nosotros los discípulos de Dios, debemos dejar que su amor sea el ingrediente principal, para dar sabor a nuestro ministerio laical. Al momento de dejar que su amor nos de sabor, entonces de la misma manera deberemos nosotros mismos, dar sabor a nuestro servicio, en nuestras comunidades y sociedades, sin faltarnos o sin salarnos. Nuestro saborcillo tiene que ser al punto, para que los que disfruten de Cristo, puedan hacerlo a su totalidad.

Es importante que reconozcamos que no solamente servimos para dar sabor a los demás, sino que también debemos reconocer, que primero que nada debemos de dar sabor a nuestras propias vidas. No podemos dar sabor al caldo, si nosotros estamos sin sal. La razón es simple: tenemos que entregar nuestras vidas al Señor, completamente y no a medias. Debemos de empezar a amar con un corazón puro (Mt 5: 8), que no guarde rencor y sobre todo debemos de comenzar amando a Dios sobre todas las cosas y por último aprender amarnos a nosotros mismos. Y es en este último caso en el que tenemos problemas. Si no logramos amarnos, nunca podremos totalmente amar a Dios y mucho menos amar a los demás (Mc 12: 30-31). En otras palabras, si nosotros no somos esa sal, nunca podremos dar sabor al caldo.

Así como la sal, en su mayoría es extraída del mar, de la misma manera nosotros debemos ser la sal extraída de Dios. Es decir que para ser el que da sabor, debemos primero que nada dejar que sea Dios en su grandeza y misericordia, el que nos dé, de su amor.

Cuándo se acaba la sal en el salero de la cocina, vamos y compramos más sal en la tienda ¿no es cierto? De la misma manera, cuándo sentimos que nuestro corazón le falta amor, debemos de ir a donde el Padre, para llenarnos de su amor. La sal de cocina la compramos en la tienda. El amor de Dios, lo adquirimos cuando asistimos a la Santa Eucaristía; cuando compartimos en comunidad y cuando aprendemos a perdonar y a reconciliar nuestras rencillas con aquellos con los que estamos pleiteando.

“Como la santa Iglesia en sus principios, reuniendo el ágape de la Cena Eucarística, se manifestaba toda unida en torno de Cristo por el vínculo de la caridad, así en todo tiempo se reconoce siempre por este distintivo de amor, y al paso que se goza con las empresas de otros, reivindica las obras de caridad como deber y derecho suyo, que no puede enajenar” (Apostolado del seglar # 8 párrafo 3).

Como discípulo de Cristo, ¿qué necesitas tú, hermano de mi corazón, para ser la sal que de sabor? No somos eternos y un día seremos llamados ante la presencia del Señor. Si no llenas hoy el salero de tu corazón, no podrás nunca ser parte de las maravillas de Jesús.

Animo hermanos y Que Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo los acompañen para la eternidad. ¡Amén!

René Alvarado

Ser la sal del mundo

Queridos hermanos de mi corazón, les saludo nuevamente con la bendición del Todo Poderoso, deseando que en este año que empezamos, toda vaya bien en todos los asuntos tanto espirituales como seculares.

Se han preguntado alguno de ustedes: ¿Qué significa amor? Por supuesto que muchos dirán que Dios es Amor y tienen toda la razón pues la misma Biblia lo dice en 1 de Juan 4: 8. Hoy vamos a hablar de ese amor que es diferente al amor que vivimos a diario; hablaremos de ese amor que es especial y que nunca se agota, así como el amor de nuestros cónyuges, ¿no es cierto? A ver… ¿a cuántas mujeres, les parece que el amor de sus viejos ya no es el mismo que les prometieron cuando eran las bellas doncellas de las tierras lejanas? Es que no es lo mismo y saben por qué no es lo mismo, pues por el hecho de ver que el tiempo pasa y la vida nos va dejando preocupaciones que poco a poco van matando ese amor, sí, ese que decíamos tener por nuestra pareja.

¿Cuántos de ustedes, recuerdan su primer amor? Hay, ¿en dónde estará Menchita? Recuerdas como tu primer amor era lo máximo que pudiese haber pasado en tu vida. Tantas palabras bonitas, tantas flores, tantas cartitas de amor profundo, todo lo veíamos de color de rosa y mariposas en el estomago. Qué lindo es recordar todo aquello. Como me gustaría regresar a esos momentos.

En que se quedaron todas aquellas palabras bonitas: “¡Te amo tanto que daría la vida por ti!”; “Eres lo mejor que ha pasado en mi vida, cachorrito de mi corazón” Hoy te das cuenta de que ese mango con el que te casaste por amor hoy en día es una sandía. ¡No es cierto!

Es que nuestro amor es frágil y aunque decimos amar con todo nuestro corazón, este se va desvaneciendo con el tiempo y en ocasiones el gran amor que decimos dar se convierte en golpes y abusos físicos y espirituales y, aun más, hay casos que termina en la muerte.

Pero hoy compartiremos el amor verdadero que viene de lo alto y que permanece en nuestro corazón para la eternidad, si así lo deseamos. Del amor del que hablamos, es el amor de Dios, que transformó mi propia vida y la vida de mi familia.

El amor de Dios dice su Palabra, es eterno y quiero que lo veamos directamente de la misma Biblia: “Con amor eterno te he amado, por eso prolongare mi cariño contigo” Jeremías 31:3

Qué hermoso. Como quisiera yo poder amar de esa manera. Y claro yo amo a mi esposo y a mis hijos, pero nunca lograré amar como Dios me ama. ¿Saben por qué? Porque soy imperfecto y aunque busco mi perfección, está la alcanzo solamente abriéndome al amor eterno del Padre en mi vida. Lo más interesante, es que ese amor eterno se hizo realidad en mi propia vida, cuando descubrí que su amor no era simplemente una palabra escrita en un verso de la Biblia. ¡No! Dios demostró ese amor con acción al encarnarse en la humanidad y bajar a nosotros, en su Hijo Jesucristo, quien no le interesó su igualdad con Dios, y se humillo, haciéndose servidor, hasta la muerte y muerte en una Cruz (Filipenses 2)

Su amor nunca nos abandona, ni nos maltrata, ni nos abusa. Su amor es paciente, sin rencores y todo lo soporta y todo lo olvida. Por mucho que hemos sufrido, por mucho que hemos llorado, por mucho que hemos soportado el dolor de la pérdida de un hijo, el dolor de la enfermedad, el dolor de tu situación conyugal o tu situación económica. El amor de Dios ha estado, está y siempre estará a tu lado. Por eso la Escritura nos dice que “Tanto ama Dios al mundo, que ha dado a su Hijo, para que todo aquel que crea en él, no se pierda, sino que tenga vida eterna” Jn 3:16

Y eso es lo que tenemos que hacer para lograr descubrir ese amor eterno del Padre en nuestras vidas. Tenemos que creer que Jesús ha dado su Vida por el amor que nos tiene. Hay que darnos cuenta de que, si hemos sufrido por las faltas de amor, también debemos de reconocer que su amor nos sostiene y que, si hemos experimentado rechazos por parte de nuestros padres, hijos, o cónyuge, debemos de recordar entonces que su amor nos contempla y nos sostiene y que, en medio de todo ello, él siempre ha estado.

Mira, puede ser que los problemas de la vida sean grandes y que quizá lo que vives hoy día sea inmenso, a lo mejor creas que no hay salida para lo que vives e inclusive has sentido de terminar con tu vida, pues no experimentas paz y sobre todo paz en nuestro corazón. Hoy vengo a decirte que el amor del Padre es mucho más grande y mucho más poderoso que cualquier cosa negativa que estés atravesando. Porque ni los menjurjes que te da el brujo, ni las cartas del tarot que te tira Mr. Walter Mercurio, ni las trenzas de ajo, ni los amuletos ni fetiches y ningún otro invento absurdo que el Diablo quiera ofrecerte, te dará lo que Dios te da al derramar su amor sobre ti cuando tu así lo deseas.

Al no querer reconocer su amor, es como decir que no necesito la sal para dar sabor.

Cuando preparamos un caldo, vamos poniendo los ingredientes uno por uno. Digamos que estamos preparando un caldo de res, sabemos que los ingredientes importantes son las verduras y sobre todo la carne. Pero si preparamos todo de acuerdo con la receta ya sea de la abuelita o de la que vimos en el Internet, pero se nos olvida el ingrediente más importante, por más verduras o carne que le pongamos, nunca tendrá sabor. Debemos siempre de ponerle sal, para poder disfrutar de un caldo delicioso.

De la misma manera nosotros los hijos de Dios, debemos dejar que el amor de Dios sea el ingrediente principal, para dar sabor a nuestras vidas. Al momento de dejar que su amor nos de sabor, entonces de la misma manera deberemos nosotros mismos, dar sabor a nuestras familias, sin faltarnos o sin salarnos. Nuestro saborcillo tiene que ser al punto, para que los que disfruten de Cristo, puedan hacerlo a su totalidad.

Es importante que reconozcamos que no solamente servimos para dar sabor a los demás, sino que también debemos reconocer, que primero que nada debemos de dar sabor a nuestras propias vidas. No podemos dar sabor al caldo, si nosotros estamos sin sal.

Cierto día, una hermana vino a mí y me compartía que su matrimonio no iba del todo bien. Ella decía que su marido no cambiaba y que siempre andaba de borracho y mujeriego y cada vez que él venía briago a la casa, siempre empezaban los pleitos, las gritaderas, las amenazas y hasta las aventadas de sartenes y cuantas cosas se encontraban en el camino. «Mire hermano René» decía la hermana: «siempre que miro a marido venir así, no me aguanto y me le dejo ir encima, le comienzo a pegar con lo que tengo en la mano y si puedo, lo pateo» «¿De veras hermana», le conteste? «Sí hermano, ya no lo soporto más» «¿Qué debo de hacer?» La hermana estaba sin sal. Ella siempre asistió a eventos de evangelización, a grupos de oración e inclusive estuvo sirviendo en su parroquia como catequista. Más, sin embargo, no podía dar sabor al caldo de su hogar. ¿Cuántos de nosotros mismos, no estamos atravesando una situación similar o posiblemente, estés viviendo un torbellino con tus hijos, tu esposo o esposa, o en el trabajo con tus compañeros o tu jefe? Y aunque asistes a todo lo que sea de evangelización, no logras ni darte sabor a ti mismo, ni mucho menos a los demás.

La razón es simple: tenemos que entregar nuestras vidas al Señor, completamente y no a medias. Debemos de empezar a amar con un corazón puro, que no guarde rencor y sobre todo debemos de comenzar amando a Dios sobre todas las cosas y por último aprender amarnos a nosotros mismos. Y es en este último caso en el que tenemos problemas. Si no logramos amarnos, nunca podremos totalmente amar a Dios y mucho menos amar a los demás. En otras palabras, si nosotros no somos esa sal, nunca podremos dar sabor al caldo.

Así como la sal, en su mayoría es extraída del mar, de la misma manera nosotros debemos ser la sal extraída de Dios. Es decir que para ser el que da sabor, debemos primero que nada dejar que sea Dios en su granza y misericordia, el que nos dé, de su amor.

Cuándo se acaba la sal en el salero de la cocina, vamos y compramos más sal en la tienda ¿no es cierto? De la misma manera, cuándo sentimos que nuestro corazón le falta amor, debemos de ir a donde el Padre, para llenarnos de su amor. La sal de cocina la compramos en la tienda. El amor de Dios, lo adquirimos cuando asistimos a la Santa Eucaristía; cuando compartimos en comunidad y cuando aprendemos a perdonar y a reconciliar nuestras rencillas con aquellos con los que estamos pleiteando.

Ser sal no es simplemente decirle a los demás que existe un Dios todo poderoso, cuando ni nosotros mismos lo estamos viviendo así. La hermana de la que hablamos anteriormente no disfrutaba del amor del Padre y, por lo tanto, no podía amar a su marido alcohólico. En vez de mostrar que ella vivía en Cristo, demostraba que no vivía en el amor. En lugar de buscar ayuda espiritual o física, busco mejor el mejor sartén para darle en la torre a su marido. La historia de esta hermana terminó tristemente. Un día el marido se canso de tantos sartenazos, que de un disparo acabo con la vida de la hermana y con otro más su vida misma. Hoy hay tres adolescentes huérfanos, porque sus padres, no buscar el amor de Dios, porque no buscaron llenar su corazón, con la sal del Señor.

¿Qué necesitas tú, hermano de mi corazón, para ser la sal que de sabor? No somos eternos y un día seremos llamados ante la presencia del Señor. Si no llenas hoy el salero de tu corazón, no podrás nunca ser parte de las maravillas de Jesús.

Hoy tienes la oportunidad de doblar tus rodillas y pedir al Señor su misericordia y sobre todo pedir, que un rayo de su amor llene tu corazón, para que, de esa manera, juntos tú y tu familia, sean la sal que da sabor, al vivir en su amor.

Animo hermanos y Que Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo los acompañen para la eternidad. ¡Amén!