Caminando con Cristo

Muchas veces surge en la mente el pensamiento sobre el significado de caminar con Cristo. Esto ciertamente se torna difícil de responder dado a que, nuestro pensar está en un régimen de concientización de todo aquello que nos separa de la realidad de Dios en nuestras vidas. Los problemas económicos, las enfermedades, los desalojos de vivienda, etc. Todo esto nos lleva por caminos que oscurecen nuestras vidas y, por ende, ciegan la vista espiritual de todo aquello que nos plantea Dios en su Hijo Jesucristo.

Las Escrituras nos hablan sobre el hecho del caminar con Dios. Primero que nada, debemos de entender que caminar con Cristo, implica conocer el “Camino”, en el sentido espiritual de fe, porque, sólo con el conocimiento intelectual, caminaríamos sin dirección hacia ningún punto en particular. En el Evangelio de San Juan, nos encontramos con el verdadero camino y lo que esto significa para los que deciden tomarlo: “Y ya sabéis el camino adonde yo voy.» Le dijo Tomás: «Señor, no sabemos adónde vas; ¿cómo podemos saber el camino?» Respondió Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14:4-6). En esta cita, nos encontramos con el aspecto teologal y cristológico de Jesús como el Mesías esperado, que con su amor nos invita a caminar en él, y, esto, con propósito: que todos nosotros un día, alcancemos la salvación.

Desglosemos esto: primero, nos dice en el verso 14 que, nosotros ya sabemos el camino… este camino es el que nos dirige al Padre, pero que no todos estamos dispuestos a tomar, porque caminar en él, tiene sus complejidades y exigencias, siendo el amor una de ellas. Recordemos que Jesús nos dice que debemos de amarnos los unos a los otros como un mandamiento nuevo (Jn 13:34), pero ¿cómo es amar como Jesús ama? Amar como él ama, es darnos cuenta de que, a pesar de su propio dolor y sufrimiento de Cruz, él estuvo dispuesto a partirse por cada uno de nosotros para el perdón de nuestros pecados (Lc 22:19-20). De la misma manera, debemos nosotros estar dispuestos a partirnos por amor hacia los otros. “…Hagan esto en memoria mía” (Lc 22:19b).

Pero ¿por qué nos cuesta tanto amar? Quizá porque somos egocentristas y narcisistas. Nos gusta solamente sentir bonito, que otros hablen bien de nosotros, que nos pongan en un pedestal y que todo el mundo nos admire; ignorando a los otros que a nuestro alrededor sufren por falta de alimento, de vestido, de medicinas para su enfermedad, de dinero para su renta; y, aun así, decimos de la boca para afuera que amamos como Jesús ama.

Hay que recordar que este camino tiene un fin, el de llegar a la Casa del Padre, en donde hay muchas habitaciones que aguardan a todo aquel que ha tomado la decisión de amar como él (Jn 14:1-2). Es por esto por lo que parece ilógico el pensar que aquel (Tomás) que ha caminado con Cristo, que ha visto multiplicar el pan, resucitar los muertos, dar vista a los ciegos, caminar a los paralíticos, no se de cuenta del camino sobre el cual está caminando (Jn 14:4).

Nuestra realidad es esa. Como miembros de la Iglesia, caminamos como tontos, ciegos espiritualmente y faltos de amor; cuestionamos a cada momento la presencia del Dios vivo en nuestro sendero. ¿Dónde está Dios en este momento de dolor y sufrimiento? Aunque, hemos visto las grandezas de Dios en cada una de nuestras vidas, como el momento en el que a travesamos la línea de indocumentados y por la gracia y misericordia de Dios estamos hoy aquí, por ejemplo. Otro ejemplo sería el hecho de que hayamos sanado de alguna enfermedad que parecía de acuerdo con la ciencia, imposible; el trabajo que tenemos, el techo sobre nuestras cabezas, y así podríamos enumerar tantos ejemplos y, aun así, como ciegos porque somos, “…pueblo necio y sin seso – tienen ojos y no ven, orejas y no oyen -” (Jer 5:21), cuestionamos la presencia de Dios en nuestro caminar.

Ciertamente, el caminar con Jesús no es nada fácil; es más, se torna difícil, porque este no es un camino llano o plano; es más bien, un camino pedregoso y de constante riesgo a tomar por los peligros que estos implican. Pero, debemos de entender que es de valientes tomar la decisión de encaminarse por estos rumbos: “El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 10:38-39).

La cuestión aquí es darnos cuenta de que, cargar con nuestra cruz es signo de aceptación de las circunstancias en las que nos encontramos en este momento. Es a la vez, aceptar con dignidad las situaciones negativas de nuestro caminar; es, dejarnos conducir propiamente por su amor leal que nunca nos abandona (Is 49:15), porque, él, no es solamente el Camino propiamente dicho, que nos lleva al Padre, sino que es Verdad (Amor) en su totalidad y es en ese Amor en el que encontraremos la vida (Jn 3:16). Por eso, Jesús nos dice: “«Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.»” (Mt 11:28-30).

Ese es el propósito de caminar con Cristo. Es dejar conducirnos por su amor, que nos invita a que también nosotros amemos como él nos ama (Jn 13: 34). No se trata solamente de amarle en los momentos de algarabía, porque, si fuera así, todo el mundo se encaminaría en su Verdad; más bien, es el hecho de demostrar que le amamos en los peores momentos de nuestras vidas, que aún en los momentos de persecución, podamos amar, perdonando al que nos persigue. Es también, amar al que tiene menos que nosotros: al indigente, al que nos pide dinero para comer, al que está necesitado de ropa, al vecino que se quedó sin trabajo, etc. Esto más bien, en el sentido de amar en la praxis, más que de la boca para afuera. “Si cumplís plenamente la Ley regia según la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, obráis bien; pero si tenéis acepción de personas, cometéis pecado y quedáis convictos de transgresión por la Ley. Porque quien observa toda la Ley, pero falta en un solo precepto, se hace reo de todos” (Sgo 2:8:10).

El caminar con Cristo, por lo tanto, no es sentir bonito; es esencialmente, saber que cuando caminamos en su amor, estamos expuestos a todas las circunstancias adversas que el enemigo quiere en nuestras vidas. Es por ello por lo que, si hemos tomado la decisión de caminar en Cristo, debemos de confiar totalmente en él. Esto significa que en cada momento de nuestras vidas ya sean de algarabía o melancolía, nuestros corazones deberán estar dispuesto a alabar a Dios, porque en medio de toda circunstancia o experiencia de vida, nuestras almas se regocijan en el Señor, ya que, “Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos” (Rom 14:8).

Al final de cuentas, el caminar con Cristo, es dejarnos guiar por su amor hacia el Padre, sabiendo que es solamente por él como llegaremos a nuestra habitación en el Cielo.

En el amor de Cristo

René Alvarado

La comunión con Dios

La comunión con Dios se obtiene a través de la contemplación. Esta contemplación de Dios la podemos obtener al ver el mar profundo, las montañas más altas, las estrellas en el espacio, pero especialmente, cuando lo contemplamos ante el Santísimo. Estar ante el Santísimo, se hace muchas veces con resistencia y ciertamente con dificultad porque la vida tan apresurada que vivimos no nos permite detenernos un momento para estar con el Señor. Pero si de veras queremos tener un encuentro contemplativo con el Señor, debemos de buscar su rostro y confiar en lo más íntimo en que a través de esa contemplación encontraremos la paz y la Vida misma.

En esta vida, en el día a día, se encuentra la presencia de Dios. Debemos de vivir esa contemplación con los hijos, con el cónyuge, en medio de nuestra vida normal, en el trabajo, en la escuela, en las calles del barrio, cuando vemos a los niños jugando; en los desamparados, en los ancianos; también lo contemplamos cuando visitamos enfermos, cárceles, asilos, etc. Asimismo, debemos de comprender que el contemplarlo es una integración entre la psicología y lo espiritual pues Dios nos ha creado carne y espíritu y no solamente lo uno o lo otro (NC 362). Dios nos recibe así en su totalidad. Quitando las capaz del pensamiento creyendo que somos perfectos. (Pacot: «La llamada»).

En nuestra adultez, la vida nos va proponiendo situaciones que tenemos que resolver a partir de la plenitud de la gracia de Dios. Un claro ejemplo lo vemos en María. Ella nos enseñó que la presencia de Dios la encontramos a través del aceptar su plan perfecto en medio de todas las cosas negativas de la vida. Cuando el Ángel vino a ella, ella entregó todo su ser, tanto interior (espiritual) como carnal (su ser racional). Aun viendo la posibilidad de ser muerta a pedradas por su marido, ella confió plenamente en lo íntimo de todo su ser en que Dios de una forma solventaría aquella aflicción. No lo hizo por sus fuerzas, sino más bien con un corazón contrito y abierto para dejar que sea Dios quien se encargare de esa situación. Otro claro ejemplo lo vemos en Santa Teresa de Calcuta, una mujer entregada en su total ser –cuerpo, alma y espíritu-, a la contemplación profunda. Ella podía contemplar el rostro de Jesús en aquellos seres marginados por la sociedad, enfermos por la vida y dejados como desechos en medio de la sociedad que elige dar oportunidades de sobrevivencia solamente a los «privilegiados,» olvidándose de los que aún con sacrificio nunca lograran sobrevivir por no tomarse en cuenta. Madre Teresa decía, «Trató de dar a los pobres amor, lo que los ricos podrían conseguir por dinero. No tocaría a un leproso por mil libras esterlinas ($1500.00); sin embargo, voluntariamente lo curaría por el amor de Dios» (Reflexiones para ti y para mi).

Es importante conectarse con la Verdad (el Amor) que es Cristo en nuestros corazones. De nada sirve rezar sopotocientos Rosarios o confiar en todo lo que se hace en la parroquia, más bien, se trata de darnos cuenta de quién soy en relación con Dios. Visualizar internamente en qué puerta es dónde me paro para contemplarlo, es decir, en dónde pongo mi atención; De lo contrario, sería muy difícil que haya paz en nuestro interior. Es que nos dedicamos a hacer cosas constantemente, nos ocupamos al estudio de Dios en la teología, filosofía y tantos otros estudios de letra que nos hace decir intelectualmente lo que sabemos, pero no nos hace vivir lo que sabemos. Esto nos desprende de nuestra acción. «¡Ay de ustedes, maestros de la Ley y fariseos, que son unos hipócritas! Ustedes son como sepulcros bien pintados, que se ven maravillosos, pero que por dentro están llenos de huesos y de toda clase de podredumbre. Ustedes también aparentan como que fueran personas muy correctas, pero en su interior están llenos de falsedad y de maldad.» Mt 23: 27-28

Por otro lado, nos distraen nuestras propias emociones y eso me desliga de mis pensamientos. Tenemos que entender que mi existencia está en Dios y no en mis emociones. Si bien es cierto que estamos llenos de conflictos que perturban nuestra manera de vivir, también debemos de entender que la confianza en Dios sobre lleva las emociones de enojo, de miedo o de incertidumbre. Hay que entender que Dios no nos da la vida solo porque sí. Dios nos participa de su vida en Jesucristo: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Único Hijo para que todo aquel que crea en él no se pierda, sino que para que tenga vida eterna.» Jn 3: 16. Esto es difícil de comprender por la situación en la que vivimos. Necesitamos sumergirnos en los misterios de nuestra existencia en Dios y Dios en nosotros. La vida de Dios se hace vida en cada uno de nosotros. En nuestros conceptos, y nuestros ideales tienen que ir cayendo como parte vieja para abrirnos a lo que es la presencia de Dios y aprender a vivir el Cielo en la tierra, en medio de todo lo que nos pasa.

¿Cómo hacemos esta integración? A través de la oración contemplativa. Es aquí en el instante que descargamos todo en el Señor y dejamos que sea él quién nos sostenga, nos abrace y nos fortalezca. Los Salmos con una manera en la que Jesús oraba. Él muchas veces tomaba su tiempo para orar. Ahí se encontraba con las diferentes puertas con la que se relacionaba en medio de las multitudes. Su vida está centrada en su certeza y en su relación con el Padre, siendo su misión el amar. La pregunta que viene a la mente es, ¿Cuál es la relación que tenemos con Dios? Es porque somos seres de reflexión y por ende para reflejar la vida de Dios, debemos de ir en búsqueda de ese mismo reflejo de amor. ¿En dónde entonces conocemos al Amor? Pues en el corazón. Es ahí en donde percibimos la fuerza y la claridad para saber cómo lidiar con los conflictos de la vida. Él nos hace participes de su fuerza cuando nos adentramos a buscar su reflejo en nuestro interior. «Pero tú, cuando ores, entra en tu pieza, cierra la puerta y ora a tu Padre que está allí, a solas contigo. Y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará.» Mt 6: 6

Debemos de permanecer enraizado en la presencia de Dios ya que la felicidad y el sostén dependen de Dios. Las tormentas nos mueven y sacuden, pero estamos invitados a estar enraizado en Dios. Por eso es esencial e importante que dejemos que Dios penetre en lo más hondo dejando que él nos despoje de los sentimientos negativos por las experiencias en las que nos encontramos, es decir adentrarnos en la intimidad de Cristo. Entre más aceptemos las circunstancias que nos rodean eso nos ayudara a decir con dignidad de hijo de Dios, que tengo límites. Cuando reconozco mis límites, entonces reconozco que la gloria de Dios es mucho más grande que la pequeñez de mí ser. (2 Cor 12: 2-10. Rom 8: 17-29).

Somos uno en Dios en toda su plenitud (Jn 17). Pero ¿cómo nos podemos dar cuenta que Jesús vive en nosotros? Él une su Espíritu al nuestro para ser un sólo ser, en una unidad. Esto lo descubriremos al momento en el que necesitamos de su presencia, en el instante en el que nos sentimos abandonados, en el que necesitamos de su armonía que nos comunica su ser para encontrar la verdadera plenitud de ser humanos. Es en la experiencia de la vida misma como me doy cuenta de la realidad de mi vida. Necesito volver a este encuentro por medio de la oración contemplativa. En el ejercicio de la oración debo reconocer como primer recinto lo que vivo, lo que soy y lo que siento, entrando en comunión con el Señor. Quizá con preguntas del porqué de la vida: las enfermedades, los problemas familiares, las situaciones económicas, etc. Confiando en que Dios todo lo puede en esta entrega y que lo que las experiencias que vivimos en nada se comparan con la gloria que nos tiene preparado Dios cuando venimos a su encuentro (Rom 8: 18)

La oración de contemplación es un momento de entrega profunda e íntima en el silencio de nuestro ser. Es llegar a la fuente para beber directamente del manantial de vida. Es dejarnos empapar de su presencia como la lluvia que baja y empapa y no sube de regreso sin haber hecho lo que tenía que hacer. (Is 55: 10-11).

Santa Teresa de Jesús nos dice en su libro Las Moradas del Castillo: «…que son las almas que no tienen oración como un cuerpo con perlesía (debilidad del cuerpo) o tullido, que, aunque tiene pies y manos no los puede mandar.» # 6. Cuando la oración no nos lleva a la contemplación son esos, cuerpos tullidos porque no llegamos a lugar santo en nuestro interior. Es por ello por lo que nuestra vida vuelve como el perro al vomito porque no sabe que media ves vomitado ya no vuelve a consumirse. En otras palabras, el que no confiere su voluntad a Dios en el instante de la contemplación, no puede alcanzar la paz deseada.

Propongámonos a cambiar nuestro estilo de vida y confiando en que tenemos un Dios que todo lo puede; doblando nuestras rodillas y postrándonos ante su presencia, entreguemos todo nuestro ser, tanto carnal como espiritual, creyendo en lo íntimo que Dios ya sabe lo que necesitamos desde antes que se lo pidamos. (Mt 6: 8)

René Alvarado

Pentecostés

Pentecostés

Estamos celebrando un momento histórico muy importante dentro de nuestra bendita Iglesia católica. Celebramos 2019 años desde que el Espíritu Santo se derramó con poder. Ya desde el Antiguo Testamento, Dios hacía la promesa en la que su Espíritu de Amor sería derramado sobre todo mortal. “Y después de esto: derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán sus hijos y sus hijas; sus ancianos verán en sueños, y sus jóvenes tendrán visiones. También sobre mis siervos y mis siervas, en aquellos días, derramaré mi Espíritu. Realizaré prodigios en los cielos y en la tierra: sangre, fuego y columnas de humo…Y sucederá que todo el que invoque el Nombre del Señor será salvo; porque en el monte Sión y en Jerusalén habrá salvación — como dijo el Señor — y entre los supervivientes, a los que llame el Señor.” Joel 3: 1-5.

Dios siempre ha deseado nuestra salvación y por ende cumple su promesa en el nuevo Pentecostés. Él lo hace de una manera muy especial, lo hace por medio de su Hijo Jesucristo a quién envió como el Cordero sacrificado por el perdón de los pecados. En Cristo se cumple el deseo profundo del Padre de derramar su Amor sobre todo “mortal” sin descalificar a nadie ya sea por joven o viejo, hombre o mujer. Esto debe de ser causa de mucha alegría en nuestro corazón; saber que Dios en su grandeza se ha despojado a sí mismo por amor y no un simple amor platónico que se da de una persona a otra. Pero porque el amor humano es limitado, es por ello por lo que vivimos tristes y amargados. Aunque venimos a misa, comulgamos y nos damos de golpes en el pecho, nuestras vidas siguen tristes porque no logramos entender el Amor tan profundo de Dios en el corazón.

Jesús les dice a sus discípulos que no se alejaran de Jerusalén, pues el Padre enviaría al otro Consolador, el paráclito, que vendría a soltarlos de todas las ataduras que los encadenaban al miedo. Ellos obedientemente se quedaron en Jerusalén y encerrados por temor a ser ejecutados, oraban y cuando llegó el momento, el Amor del Padre empezó a derramarse con ese soplo divino, el “Ruah” de Dios.

Ahora, debemos de entender que, en ese preciso momento, existe una acción de parte de Dios. Recordemos que el Padre siempre está en acción (Gén 1: 1-2, Jn 5: 17) y, es precisamente esa acción que caracterizó el Espíritu Santo en las vidas de aquellos que estaban encerrados por miedo a los romanos. Fue en ese momento en el que llenos de esa efusión que se derramaba como lenguas de fuego, cuando empiezan a darse cuenta de que Jesús ha resucitado y que, si él está vivo, entonces hay que salir de la cueva para ponerse a trabajar.

A esto es lo que nos invita hoy el Espíritu Santo que se ha derramado en nuestros corazones. Debemos tener la plena confianza que Jesús ha resucitado y que su amor transforma nuestras vidas en una manera especial y que llenos de esa euforia, debemos de salir de ese rincón que nos tiene atados a la indiferencia hacia los demás. Debemos de salir para compartir ese amor eterno con el que el buen Padre nos ama (Jer 31: 3). Cuando los discípulos fueron bautizados en aquel fuego, empiezan a hablar en “lenguas”, lo que se conoce como “xenoglosia”. Ellos empiezan a predicar la Buena Nueva a los oyentes que asombrados los escuchaban hablar en su propio idioma (es lo que hacemos hoy aquí).  Pedro comparte con el poder del Espíritu para reunir a los pueblos en una sola lengua, la lengua espiritual que se traduce literalmente en amor filial y lleno de misericordia, sin ver color de piel o que tan pobre o rico pueda ser al que le compartimos ese amor.

Hoy día, vivimos en un mundo lleno de materialismo, en donde el rico es más rico, el poderoso más poderoso, dejando al borde de la muerte a los hermanos que, sin las condiciones debidas, viven en pobreza extrema, pisoteados por el dios dinero y marginado por aquellos que, aun llamándose cristianos, les latiguean, quitándoles el pan de la boca y el techo sobre sus cabezas. Así de triste es la situación de nuestro país. Hoy vemos más indigentes botados en las calles como desperdicio de la sociedad. Niños que, por la situación de desempleo de sus padres, viven y duermen bajo los puentes, sin futuro, mientras nosotros los bautizados, los llenos de gracia, nos complacemos con “amar” al que nos ama. Nos golpeamos el pecho en el Templo aparentando ser verdaderos santos y, al salir golpeamos a nuestros semejantes cuando estos nos piden dinero para comer o para pagar un motel para pasar la noche.

Nos emos vuelto fariseos, hipócritas que blanqueamos nuestras ropas y más, sin embargo, el corazón lo tenemos lleno de podredumbre. No hay acción de nuestra parte porque seguimos escondidos en nuestras habitaciones. Tenemos miedo de compartir con los que tienen piel diferente, con los que hablan diferente a nosotros y que poseen cultura diferente. Tenemos miedo de ser compasivos y misericordiosos. Criticamos y pelamos a los que no tienen nuestra posición social, por lo que no damos de comer al hambriento ni vestimos al desnudo (Mt 25: 31-45).

Después de esa efusión, Pedro y Juan caminan por las calles de Jerusalén y al llegar al Templo, se encuentran con un tullido de nacimiento que pide limosna. Pedro le ve con misericordia y le dice: “No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te lo doy: ¡En el nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda! Y tomándolo de la mano derecha lo levantó, y al instante se le fortalecieron los pies y los tobillos. De un brinco se puso en pie y comenzó a andar…” Hechos 3: 1-8. Pedro actuó de esa forma porque comprendió que el Espíritu de Dios le exigía una acción. Nosotros debemos de tener eso en cuenta. Necesitamos ponernos en acción si es que hemos sido bautizados con el fuego del Señor.

Debemos de darnos cuenta en el mismo ejemplo de Jesús. Él hablaba sí es cierto, pero, más que hablar él, actuaba en medio de su pueblo. Sanaba a los enfermos, resucitaba a los muertos de cuerpo y alma y daba libertad a los oprimidos (Lc 4: 18-21). Cuántos de los que estamos hoy reunidos aquí, podemos decir que estamos llenos de ese Espíritu de amor. Es que, si analizamos esto, nos vamos a dar cuenta que el Espíritu de Dios ya está en nosotros desde el mismo momento de nuestro bautismo. Quizá no hemos actuado como Dios manda porque la ignorancia nos ha tenido escondidos en nuestra habitación. Hoy es el momento en el que debemos de escuchar ese llamado de Dios a nuestros corazones. Dejemos que es efusión nos lleve a hablar en nuevas lenguas, en el idioma del amor, compartiendo con los enfermos, visitando cárceles, velando por los niños desamparados y los ancianos que se abandonan en asilos en los que los tratan como basura, compartiendo el pan con el hambriento, aceptando a los demás como aceptamos a Cristo Jesús para tenderles la mano derecha en los momentos de necesidad.

Que en este Pentecostés Dios Padre realice la obra en cada uno de nuestros corazones, rompiendo cadenas y ataduras para que, en esa libertad, podamos compartir la Buena Nueva con el mundo entero (Mt 28: 16-20). Amén, así sea. Emunah.

Hombres y mujeres sedientos de su presencia

En el libro de Isaías 55 del 1 en adelante nos habla sobre algo que es muy interesante para nuestras vidas. «Tú que andas con sed, ven a mí que yo te daré de beber…» Maravilloso. Pero, ¿qué significa tener sed y que es lo que él nos ofrece?

Para comprender esto, es necesario analizar primero que nada el hecho de tener sed. El cuerpo humano en su parte físico o carnal, está compuesto de cinco «niveles,» atómico, molecular, celular, anatómico y cuerpo íntegro. Desde el punto de vista atómico y molecular, nuestro cuerpo no puede estar sin tomar agua puesto que la tercera parte del mismo es agua (75% al nacer y 65% al envejecer) y por lo tanto si no bebemos el suficiente líquido, el mismo se deshidrata y puede causar por ejemplo daños profundos en nuestros órganos principales como los riñones.

El agua es una parte muy importante del mantenimiento del cuerpo. Es este líquido que se conserva en el cuerpo para la fluidez de los órganos y el bienestar de las células que componen nuestro cuerpo. El agua por ejemplo es llevada por la sangre para bañar a nuestros tejidos proveyendo de oxígeno a nuestro cerebro. Otro punto interesante es el hecho de que nuestro cuerpo no puede estar sin beber líquidos por más de cinco o seis días consecutivos sin tener el riesgo de una severa deshidratación, y en casos extremos está deshidratación nos puede llevar a la muerte.

Imaginémonos cuantos migrantes cruzan el desierto arriesgando sus vidas por una mejor. Cuántos de ellos no mueren en medio del calor que en algunos casos llega a 114 °F (unos 45.5 °C). El cuerpo humano no está diseñado para tales extremos y perecerá o dañará sus órganos principales por la falta de agua. Pero aun así, estos migrantes arriesgan su vida para encontrar algo mejor, la tierra en donde mana la leche y miel. ¿Cuántos no se han quedado en la mitad de su jornada en medio del desierto? Es que su travesía por el desierto es dolorosa y costosa. Todos los que han tenido la experiencia de migrar por el desierto han de saber lo que esto significa para sus vidas. Como dice aquel cantico «Cansado del camino, sediento de ti. Un desierto he caminado, mi armadura he desgastado, vengo a ti…»

Ahora veamos el significado de estar sedientos de Dios. Los desiertos espirituales que atravesamos en la vida, van secando nuestro espíritu y algunos sin fuerzas acabamos muertos a la mitad del camino. Sentimos morir y deseamos no continuar más porque el camino en medio de ese desierto es muy largo y ardiente. Ese problema en el que nos encontramos nos debilita y aunque tratamos de beber líquido, no es el suficiente como para terminar la travesía. Y es que bebemos cualquier cosa que nos ayude a solventar los momentos duros que estamos viviendo. Así es, el mundo siempre está dispuesto a ofrecernos agua pero, ¿nos hemos detenido alguna vez para analizar qué tipo de agua es la que bebemos para calmar la sed de nuestro desierto?

Recordemos que así como nuestro cuerpo corporal está compuesto de cinco niveles que son necesarios para existir, nuestro ser interior está compuesto por tres elementos, amor, fe y esperanza, que hacen de nosotros un ser espiritual. Del mismo modo que el corporal necesita beber líquido para subsistir, nuestro ser espiritual necesita hidratar nuestro interior con el sublime amor de Dios, con la plena confianza de que Dios nunca nos abandona y con la esperanza que un día llegaremos a nuestra casa celestial. Es por ello que necesitamos beber del Espíritu de Dios para poder subsistir, y si el cuerpo externo se debilita por no beber agua en medio del candente desierto que atraviesa para migrar, el espiritual se mantiene firme en medio de sus problemas, de sus dolores y enfermedades porque su bebida es el mismo Espíritu del Dios de poder que los guía en medio de sus desiertos.

Dios que es tan grande y sabio, nos hace la invitación a acercarnos a él, aunque no tengamos plata pues él nos dará a beber del manantial de agua de vida. San Juan de Ávila nos dice: «Y conociendo Tú, Señor sapientísimo, como Creador nuestro, que nuestra inclinación es a tener descanso y deleite, y que un ánima no puede estar mucho tiempo sin buscar consolación, buena o mala, nos convidas con los santos deleites que en Ti hay, para que no nos perdamos por buscar malos deleites en las criaturas. Voz tuya es, Señor (Mt 11: 28): Venid a Mi todos los que trabajáis y estáis cargados, que Yo os recrearé. Y Tú mandaste pregonar en tu nombre (IS 55): Todos los sedientos venid a las aguas. Y nos hiciste saber que hay deleites en tu mano derecha que duran hasta el fin (Sal 15: 11). Y que con el río de tu deleite, no con medida ni tasa, has de dar a beber a los tuyos en tu reino (Sal 35: 9).» (San Juan de Ávila – Lectura del orante 9).

Por muy fuertes o difíciles que parezcan nuestros desiertos, una cosa debemos de entender, que nuestro espíritu siempre estará sediento del Manantial incomparable de Dios que se nos da a cada uno de nosotros no por nuestros méritos, pero por la misma gracia de Dios. En realidad, si nos ponemos a pensar, podríamos analizar perfectamente lo que San Pablo nos relata en la carta a los Romanos en el capítulo 8 y verso 18ss «Estimo, en efecto, que los padecimientos del tiempo presente no se pueden comparar con la gloria que ha de manifestarse en nosotros. Porque la creación está aguardando en anhelante espera la manifestación de los hijos de Dios, ya que la creación fue sometida al fracaso, no por su propia voluntad, sino por el que la sometió, con la esperanza de que la creación será librada de la esclavitud de la destrucción para ser admitida a la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Sabemos que toda la creación gime y está en dolores de parto hasta el momento presente. No sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo. Porque en la esperanza fuimos salvados; pero la esperanza que se ve no es esperanza, porque lo que uno ve, ¿cómo puede esperarlo? Si esperamos lo que no vemos, debemos esperarlo con paciencia.»

Debemos de entender por ende, que somos también migrantes espirituales que en nuestra búsqueda de nuestro bienestar espiritual, atravesamos momentos duros y en algunos casos de muerte. Lo triste es darnos cuenta de que la muerte espiritual es peor que la corporal, puesto que el cuerpo material regresa al polvo, mientras que el que muere espiritualmente bebiendo aguas del mundo, pierde su entrada en la Nueva Jerusalén del Cielo.

«Prestad oído y venid a mí; escuchad y vivirá vuestra alma. Haré con vosotros un pacto eterno, según la fiel promesa que hice a David… Buscad al Señor mientras puede ser hallado; clamad a él mientras está cerca.» Is 55: 3.6

No dejemos que nuestro espíritu se deshidrate por las circunstancias de la vida. No permitamos que las aguas negras y envenenadas del mundo nos aniquilen mientras sufrimos la travesía de nuestro desierto. Sepamos escuchar la voz de Dios que nos invita a beber de los manantiales de donde brotan ríos de agua viva. «Jesús le respondió: «El que bebe esta agua (del mundo) tendrá otra vez sed, pero el que beba del agua que yo le dé no tendrá sed jamás; más aún, el agua que yo le daré será en él manantial que salta hasta la vida eterna».

Cristo resucitó

Queridos hermanos de mi corazón. Que la paz y el amor de Cristo Jesús y el de nuestra madre María los acompañe siempre.

Cantemos llenos de júbilo, ¡Cristo nuestro Señor ha resucitado!

Esa es la alegría que cada uno de nosotros de vemos de estar experimentando en este momento en el que sabemos que todas nuestras cargas han quedado en el pasado, clavadas en la Cruz del Calvario y empezamos una nueva vida llena de esperanza para nuestras vidas.

Yo sé bien que alguien me dirá por ahí que eso de que nuestras cargas se han quedado en el pasado, no es cierto pues, sus vidas siguen igual, sin ilusión, sin esperanza que todo lo ven oscuro sin la famosa luz al final del túnel. El problema siempre ha sido que muchos de nosotros hemos vivido la Cuaresma sin sentido, más bien creo, que la vivimos hasta amargados y esa misma se acarrea aun en la misma resurrección.clip_image002

No debemos de permitir al enemigo que tome control de nuestras vidas. Debemos de creer con todo el corazón que en la resurrección de Cristo, nuestras propias vidas han resucitado con él, y como dice San Pablo: “¿No saben que todos nosotros, al ser bautizados en Cristo Jesús, hemos sido sumergidos en su muerte? Por este bautismo en su muerte fuimos sepultados con Cristo, y así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la Gloria del Padre, así también nosotros empezamos una vida nueva.” Rom 6: 3

Entonces debemos de aprender a percibir la vida de una manera totalmente diferente y no dejarnos influenciar por lo que acontece en nuestras vidas. Las cosas de la vida son pasajeras, nada es eterno; no nos esforcemos por alcanzar todo aquello que por más que queramos nunca nos lo llevaremos con nosotros.

Si han sido resucitados con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Preocúpense por las cosas de arriba, no por las de la tierra. Pues han muerto, y su vida está ahora escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste el que es nuestra vida, también ustedes se verán con él en la gloria.” Col 3: 1-4

La vida terrenal no es nada más que un segundo en el tiempo de Dios y por ende hay que vivirla al compás de la voluntad del Señor, quien de día y de noche trabaja por darnos la felicidad y de llenar ese vacío que mantenemos en el corazón.

Creo que lo que ha pasado es que hemos perdido la fe, es decir ya no creemos que Dios en su plan perfecto de amor nos ha salvado de la muerte a que todo ser viviente le sobre viene y, no hablemos de la muerte física como tal, pues bien claro es que todos vamos a estirar el tenis un día. Más bien, hablemos de la muerte que es aun más profunda, la espiritual a la que muchos estamos expuestos por las circunstancias de la vida. Dios ha querido desde el principio de la humanidad, salvarnos de esa muerte y por milenios el hombre no ha querido pues para él (el hombre), el dejarse guiar por la mano de Dios es ir en contra de los deseos carnales. Ya bien lo decía Jesús a sus apóstoles allá en el Huerto de Getsemaní: “…el espíritu es animoso, pero la carne es débil.” Mc 14: 38

En eso se han convertido nuestras vidas, en puros deseos he intenciones carnales y con ello, nos exponemos a morir espiritualmente y cuando nos vemos en aprietos, es entonces que el culpable de nuestras decisiones erróneas es Dios. Esa es nuestra naturaleza y aunque Dios nos creo con espíritu, desde los principios le hemos dado rienda suelta a la carne.

No podemos darnos el lujo de perder la fe, pues en el momento en el que lo hagamos, entonces lo que continúa es la esperanza y si está se muere, ¿qué más nos queda? ¡Nada!

No desperdiciemos nuestras vidas en cosas que no tienen sentido, no nos aferremos a las cosas materiales, ni a la vida (sea está la mujer, el marido o la amante), no nos enfoquemos en los problemas que tenemos, más bien enfoquémonos en las soluciones para esos problemas. Recordemos que tanto la vida como el globo terráqueo continúan su marcha y por más que lo queramos detener nunca lo lograremos, más bien, nos saldrán canas y arrugas, la piel debajo de los brazos se desprenderá y aun así los días no se detendrán.

Por eso es que debemos de vivir siempre felices, pues la felicidad aniquila a la tristeza y le da sentido a nuestro dolor y sufrimiento. Y claro podemos decir que eso se dice fácil, pero lo difícil es realizarlo pues somos humanos con sus debilidades es cierto, pero aunque no lo creamos contamos con las fuerzas de Dios si así lo deseamos.

Muchos se enfocan en el dolor como algo que daña o mata y la misma experiencia de ese dolor les hace alejarse y apartarse de lo que son a los ojos de Dios. Recordemos, somos creación de Dios; él nos creo con sus benditas manos y nos dio su aliento divino entonces hay algo de él en nosotros: hay vida y mientras haya vida, siempre existirá una esperanza. Pero para llegar a esa esperanza, hay que vivir el momento en fe, creyendo que él estará siempre ahí con nosotros y aunque el mismo dolor o sufrimiento nos encamine a la muerte corporal, bien es sabido que de esa muerte viene la vida espiritual eterna. “…y ahora no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Lo que vivo en mi carne, lo vivo con la fe: ahí tengo al Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí.” Gal 2: 20

¡Gloria a Dios! Que manifestación tan grande tuvo Jesús al dar su vida en la Cruz del Calvario por la salvación de nuestros pecados, la sanación de nuestras heridas y sobre todo, como Dios en su grandeza arranca de las garras de la muerte a su Hijo Jesucristo para con ello darnos vida eterna.

Eso es lo maravilloso del Buen Padre, que aunque el hombre se ha apartado de él, él nunca se apartó del hombre y hoy está en espera de que sus hijos se arrimen a él como la gallina junta a sus polluelos debajo de sus alas (Mt 23: 37. Lc 13: 34)

Seamos felices en medio de todo aquello que nos aturde. Jesús que vivió el momento, no se dejó intimidar por las circunstancias que le rodeaban, al contrario tomo ventaja de ellas para glorificar su nombre y al final en su resurrección ser elevado al Cielo al lado del Padre que espera con los brazos abiertos a que cada uno de nosotros vengamos a él y nos dejemos conducir por él.

Hoy te invito a que no pierdas tu fe, a que siempre mantengas viva tu esperanza y que cuando sientas que la vela de tu vida se hace pequeña, has de saber que su luz nunca dejará de brillar si está prendida con la luz de Cristo.

Gal 5,4

Gal 2,20

1Tes 4,17

1Pe 1,7

1Jn 3,2

René Alvarado

Pan de Vida, Inc.