Hoy estamos celebrando una fecha muy importante dentro del calendario de nuestra bendita Iglesia. Celebramos el Día de Pentecostés. Esta es una fecha muy especial, no solamente porque da inició a la actividad misionera de la Iglesia como tal, pero que, a la vez nos recuerda la importancia de Dios en medio de nosotros.
Ya desde el Antiguo Testamento se nos venía anunciando tan especial momento. Joel en el capítulo 3 y verso 1ss nos cuenta que, “…después de esto: derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán sus hijos y sus hijas; sus ancianos verán en sueños, y sus jóvenes tendrán visiones. También sobre mis siervos y mis siervas, en aquellos días, derramaré mi Espíritu.” La promesa de ese Espíritu Santo sería derramada en “aquel día.” Pero la pregunta viene a ser, ¿Cuándo es aquel día? Para esto debemos de entender que ya en el capítulo 2 del mismo libro de Joel Dios hablaba con el pueblo sobre las grandes bendiciones que vendrían sobre ellos. Pero no conforme con esas bendiciones materiales que eran visibles y palpables, Dios derramaría sobre los verdaderos creyentes, la gran bendición de su Espíritu de amor.
El día del Pentecostés, se presenta como el momento de “ese día” especial en el que Dios cumpliría su promesa. Ese fue el momento en el que el Padre sellaría con el poder de su infinito amor su presencia en medio de su pueblo. Ese instante en el que su gloria se manifestaría en medio de todos aquellos que creyeran en su Hijo Jesucristo como el verdadero Camino, Verdad y Vida (Jn 14: 6). Esto sucedería “…después de esto…” como nos dice Joel en el 3: 1. Para nosotros los creyentes cristianos la venida de la promesa del Espíritu Santo se daría después de que Dios Padre se manifestará en la carne en su Hijo Jesucristo. Está manifestación de su amor “…el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte…” Fil 3: 1-10. Dios nos da su bendición en la Carne palpable de su Hijo para que, “…Si alguno come este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.” Jn 6: 51.
En ese día, los apóstoles y discípulos estaban encerrados por temor a que los tomarán presos como sucedió con el Maestro. La manera en la que lo apresaron, con golpes, insultos, humillaciones, flagelación y crucifixión, los atemorizaba. No deseaban a travesar el mismo suplicio. Es por ello por lo que, muchos de los seguidores de Cristo se desaparecieron. Ahora, alguien me podrá decir que los apóstoles por lo menos de quedaron. Sí es cierto, se quedaron, pero con miedo. Encerrados oraban y discutían entre sí las dudas que tenían en cuestión de la muerte de aquel que les prometía la vida eterna. “¿Y ahora que haremos?” Si aquel que me dijo que comiera de su Cuerpo y bebiera de su Sangre me llevaría a la eternidad se murió. ¿Qué va a ser de nosotros? Es exactamente lo que nos sucede hoy. En medio de las calamidades del mundo, con el Covid 19 por ejemplo, que nos mantiene encerrados con temor de infectarnos, con la falta de respeto del uno por el otro, como en el caso del asesinato de George Floyd por un policía blanco, con las injusticias que se ven a cada momento en donde se ve con claridad que las grandes corporaciones son las únicas que han sacado ventaja de la pandemia, mientras que los pobres sufren sin trabajos, sin vivienda, sin alimento para sus hijos y lo que más tristeza da es que son los pobres en donde hay más contaminados con el virus y por ende por su pobreza de no contar con una buena aseguranza de salud mueren por no poder cubrir los costos de la asistencia médica.
Sí, “…en aquel día” Dios promete derramar su Espíritu de amor sobre todos aquellos que en medio de los horrores que el mundo nos brinda han sabido permanecer fieles. Aun así, encerrados; con miedo a lo que nos pueda acontecer, ya sea la muerte o la vida. Pero para entender esto, debemos se reconocer que no vivimos la vida como algo que en medio del terror nos aparte de su gracia divina. ¡No! Debemos de entender que en medio de nuestros temores podemos confiar en la presencia del todo Poderoso, quien dio su vida para que cada uno de los que creemos en él, tengamos vida y, está en abundancia. Jesús nos deja su Cuerpo en la Eucaristía, para que alimentados por su Carne podamos afrontar nuestras más profundas oscuridades.
El encierro, para muchos de nosotros nos trae a la desesperación, a experimentar desolación y posiblemente depresión. Nos vemos ante una realidad que quizá nunca habríamos experimentado y eso, nos da miedo. Está bien tener miedo. “Está bien no estar bien” nos dice un comercial durante la pandemia. Está bien experimentar estos sentimientos porque eso nos demuestra que en nuestra humanidad también tenemos la necesidad de Dios. Hoy día se nos ha prohibido asistir al Templo para adorar, para congregarnos como hijos de Dios, pero no nos han prohibido adorarlo en el Templo de nuestro corazón, que es el Monte Horeb en donde se encuentra la presencia del Señor.
Dios que todo lo sabe, llega a nuestras vidas en medio de ese encierro, en medio de esos miedo y temores. Dios que nos ama con amor eterno se derrama esté día con el poder de su Amor, como ese manantial en donde brota un majestuoso río de agua viva para que nos sumerjamos en él, y de allí salgamos victoriosos, reconociendo que en su bondad somos llenos de ese Espíritu de amor.
Cuando el Espíritu de Dios se derramó en aquel día, algo espectacular sucedió. Los miedos desaparecieron y muchos de los que estaban allí maravillados pudieron escuchar el anuncio del Amor del Padre en sus corazones porque con un gran estruendo se manifestó Dios en ese lugar. Es que algo así tenía que suceder para que esa gente se diera cuenta que para Dios no hay imposibles, que era necesario que su Amor se manifestara con poder porque ese mismo ya lo había ofrecido Jesús antes de partir “…Todo poder se me ha dado en el Cielo y en la tierra y ese mismo poder se los doy a ustedes…y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta que termine este mundo.” Mt 28: 19-20. Este día se hacen realidad esas promesas. No estamos solos. Aun así, estemos encerrados por la pandemia, es importante saber que el Espíritu de Dios no nos abandona. Que Dios está con nosotros porque…” puede una madre abandonar al hijo de sus entrañas, pues, aunque ella lo haga, Yo nunca te abandonaré.” Is 49: 14-15. Aleluya, gloria a Dios.
Entonces dejemos que ese Espíritu de amor llene el vacío que hay en nuestras vidas. “Porque el amor hecha fuera el temor” 1 Jn 4: 18. Recordemos que nuestras vidas están en Cristo que nos ha dejado no solamente su Cuerpo en la Eucaristía, sino que, además, nos ha dejado el Paráclito de amor para que por medio de él encontremos la paz en medio de la tormenta.
Feliz Día de Pentecostés.
René Alvarado
Gracia y misión de todo bautizado
Gracia y misión de todo bautizado
San Pablo nos habla en la introducción a su epístola a los romanos en el capítulo 1 del verso 1 en adelante tres aspectos que son su carta de referencia que le acreditan ser llamado servidor y apóstol.
Primero, Pablo se considera “siervo” de Jesucristo en la misma manera en la que Moisés y los antiguos profetas lo eran de Dios (Dt 34: 5). Ser considerado siervo de Dios era un título especial que no todos tenían y muchos perseguían. El significado de siervo viene de la palabra hebrea “ebed” que significa esclavo. El que se consideraba siervo de Dios entendía que serlo significaba que él era un esclavo y que su dueños era Dios. Pablo se ve como ese esclavo de Jesucristo y, por ende, realiza su servicio con entrega total aun en los momentos más difíciles como el día que fue apedreado: “Pero vinieron algunos judíos de Antioquía y de Iconio, y habiendo persuadido a la multitud, apedrearon a Pablo y lo arrastraronfuera de la ciudad, pensando que estaba muerto. Pero mientras los discípulos lo rodeaban, él se levantó y entró en la ciudad. Y al día siguiente partió con Bernabé a Derbe.” Hc 14: 19-22. Segundo, se consideraba por llamado divino, “apóstol por vocación”; esto lo sitúa al nivel de los otros apóstoles. Después de su encuentro con Cristo, experimenta el llamado al apostolado no porque lo sintiera así, sino que, experimenta la gracia de Dios cuando escucha la voz de Jesús: “…Cayó al suelo y oyó una voz que le decía: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?’ Preguntó él: ‘¿Quién eres tú, Señor?’ Y él respondió: ‘Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Ahora levántate y entra en la ciudad. Allí se te dirá lo que tienes que hacer.” Hc 9: 1-6. Finalmente, reconoce que tiene la autoridad de Dios quien lo llama y envía como mandato, a anunciar y proclamar el Evangelio de Jesucristo.
En la constitución Lumen Gentium (constitución dogmática sobre la Iglesia) en el numeral 33, segundo párrafo 2 que, “…el apostolado de los laicos es participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, apostolado al que todos están destinados por el Señor mismo en virtud del bautismo y de la confirmación…” Esto que nos dice la LG, lo debemos de hacer presente y operante en aquellos lugares en los que estamos llamados a ser la sal de la tierra (Mt 5: 13-15).
¿Pero cómo nos haremos participes de este apostolado al que somos llamados? Primero que nada, debemos de entender que cada uno de nosotros hemos sido llamados a este apostolado por nuestro bautismo. Tomando esto en cuenta, debemos de analizar en qué estado se encuentra nuestro corazón. Recordemos que Pablo cruel perseguidor de la Iglesia, cae postrado ante la presencia de Jesús y como tal, recibe la unción al ser transformado su corazón. En ese momento Pablo reconoce que él no es el señor que toma la decisión de quién vive o muere (Rom 14: 8-10), sino que se da cuenta que es esclavo y como tal se convierte en siervo del Señor. Esa es debe de ser nuestra primera actitud para responder a ese llamado al apostolado. Debemos de descubrir en lo más profundo del corazón quién es nuestro Señor y, sobre todo, saber que le servimos únicamente a él. Esto solamente lo haremos cuando nuestro corazón como el de Pablo sea transformado; pero si nuestro interior no se rinde ante su presencia, eso significa que todavía nuestro corazón no está transformado, es decir, que no ha reconocido en su totalidad la grande presencia de Dios en nuestras vidas. Recordemos, antes de la transformación de su corazón, Pablo le servía a Dios según su criterio fariseísta y en vez de construir en amor y mansedumbre su corazón estaba lleno de odio y celo. Luego de dejarse transformar interiormente, responde al llamado de Dios a compartir su apostolado de amor y reconciliación. “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios…” Ef 2: 8.
Otro aspecto que debemos de tener en consideración para el apostolado es, el deseo profundo de amar. Si nosotros no reconocemos el verdadero amor, entonces se nos hará muy difícil responder a ese llamado. Podremos venir al grupo o vivir sopotocientos retiros, pero sino nos abrimos al Amor, no podremos realizarnos como verdaderos esclavos del Señor. Aquí hay que hacer énfasis en el aspecto de la profundidad en la que nos sometamos a ese Amor. Para esto debemos de entender los diferentes niveles de amar. Primero tenemos el amor “filos” que es un amor como su palabra lo dice, filial, es decir que, ese amor me llama a compartir en armonía con los demás miembros de mi familia o comunidad. Segundo, existe el amor “ágape” que es el amor que se manifiesta en un proceso de apertura hacia los otros en el que voy a compartir una lagrima o una sonrisa con aquellos que forman parte de mi circulo. Pero existe un tercer amor al que le llamamos “eros”. Este amor es muy particular pues es el que nos lleva a experimentar la más extrema intimidad con el ser al que digo amar. Este amor, aunque dura solamente un momento, nos conecta de una manera muy especial con nuestra pareja llevándonos a experimentar el éxtasis de una entrega total. Es aquí en este amor eros en el que de la misma manera podemos llegar desde el punto de vista espiritual esa intimidad con Dios. Además, esa intimidad espiritual nos conduce al conocimiento de Dios, lo que conlleva a la adoración y el anonadamiento. Es en este instante de éxtasis en el que perdemos la razón de pensamiento carnal y nos dejamos envolver por la grandeza de su amor. Recordemos que los dos anteriores, el filial y el ágape, nos conectan con la familia y la comunidad. El amor eros en cambio, nos conecta de una forma íntima con el ser que amamos y de la misma manera si decimos que amamos a Dios, el amor eros nos conecta en la intimidad espiritual con la presencia de Dios todo poderoso.
¿Cómo se tiene esa intimidad con Dios? Como Pablo, reconociendo que, solamente postrado ante el Señor es como nos entregaremos totalmente a ese amor. Es en este punto en el que nos despojamos de todo el ropaje carnal que llevamos con nosotros para presentarnos desnudos ante él. Es aquí en donde nos presentamos solos ante su presencia y en el cual podemos disfrutar de ese amor que nos envuelve y acaricia y sobre todo que nos lleva a experimentar que hay una razón por la cual vivir. Esto solamente lo lograremos a través de nuestra oración personal.
Como tercer punto para responder al llamado del apostolado es, entender que ser siervos del Señor no significa que tendremos una vida de servicio de color rosa. Por supuesto que el servicio está lleno de baches los cuales hacen difícil nuestra gracia. Veamos como ejemplo todos aquellos momentos que hemos deseamos tirar la toalla; por que somos perseguidos, criticados o pelados por los demás; inclusive por los mismos miembros de nuestra familia o por los hermanos de la comunidad. Otro ejemplo que hace difícil el servicio del apostolado son las enfermedades como el cáncer o parálisis que no nos permiten servir a tiempo completo. Además, existen otros factores como lo son el desánimo por ver como nuestra comunidad se desvanece o hay pleitos entre los miembros del apostolado, o posiblemente la apatía que no nos permite movernos para alcanzar almas a sus pies. Hay hermanos servidores que aun así son llamados al apostolado por su propio bautismo, que por la apatía se transforman en estatuas que tienen ojos y no ven, oídos y no escuchan… le que los lleva a no ver más allá de sus propias narices y, al final, se enfrían y se retiran. Pero como verdaderos esclavos que han tenido ese encuentro infalible con el Señor, al que un día nos postramos ante sus pies y le reconocimos como el verdadero Dueño de nuestras vidas, sabremos salir avante ante cualquier situación que se nos presente en el camino. Recordemos que somos “…la sal de la tierra; pero si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada? No sirve más para nada, sino para ser echada fuera y pisoteada por los hombres.” Mt 5: 13.
Pablo nos cuenta la Escritura en 2 de Corintios 12: 1-10, “…Por eso, con sumo placer me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mi la fuerza de Cristo.” Como verdaderos siervos de Dios, tenemos que vivir sabidos que no son nuestras fuerzas las que nos sostienen o las que nos dan ánimo para seguir adelante o que nos levantan de cada caída. Por el contrario, debemos de darnos cuenta de que, si nos sentimos fortalecidos, animados o nos hemos levantado después de cada derrumbe, es porque Dios nos da la fortaleza para seguir adelante. (Fil 4: 13).
Como cuarto punto, es necesario comprender a plenitud que, por medio del bautismo, Dios nos hace ese llamado al apostolado. Este llamado no solamente se trata de recibirlo como algo que “tenemos que hacer,” como por obligación, más bien, es dar una repuesta de amor que transforme el corazón y ya transformados vivíamos el apostolado con testimonio y amor en medio del mundo en el que nos encontramos y que está tan falto de amor.
Por último, el bautismo y luego la confirmación nos llama a vivir ese apostolado unidos al Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Pero como nos dice el decreto del Apostolado del Seglar en el número 2: “…Y, por cierto, es tanta la conexión y trabazón de los miembros en este Cuerpo, que el miembro que no contribuye según su propia capacidad al aumento del cuerpo debe considerarse como inútil para la Iglesia y para sí mismo.” Por lo tanto, respondamos hoy como Pablo: “…Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte.” 2 Cor 12: 10.
Pentecostés
Pentecostés
Estamos celebrando un momento histórico muy importante dentro de nuestra bendita Iglesia católica. Celebramos 2019 años desde que el Espíritu Santo se derramó con poder. Ya desde el Antiguo Testamento, Dios hacía la promesa en la que su Espíritu de Amor sería derramado sobre todo mortal. “Y después de esto: derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán sus hijos y sus hijas; sus ancianos verán en sueños, y sus jóvenes tendrán visiones. También sobre mis siervos y mis siervas, en aquellos días, derramaré mi Espíritu. Realizaré prodigios en los cielos y en la tierra: sangre, fuego y columnas de humo…Y sucederá que todo el que invoque el Nombre del Señor será salvo; porque en el monte Sión y en Jerusalén habrá salvación — como dijo el Señor — y entre los supervivientes, a los que llame el Señor.” Joel 3: 1-5.
Dios siempre ha deseado nuestra salvación y por ende cumple su promesa en el nuevo Pentecostés. Él lo hace de una manera muy especial, lo hace por medio de su Hijo Jesucristo a quién envió como el Cordero sacrificado por el perdón de los pecados. En Cristo se cumple el deseo profundo del Padre de derramar su Amor sobre todo “mortal” sin descalificar a nadie ya sea por joven o viejo, hombre o mujer. Esto debe de ser causa de mucha alegría en nuestro corazón; saber que Dios en su grandeza se ha despojado a sí mismo por amor y no un simple amor platónico que se da de una persona a otra. Pero porque el amor humano es limitado, es por ello por lo que vivimos tristes y amargados. Aunque venimos a misa, comulgamos y nos damos de golpes en el pecho, nuestras vidas siguen tristes porque no logramos entender el Amor tan profundo de Dios en el corazón.
Jesús les dice a sus discípulos que no se alejaran de Jerusalén, pues el Padre enviaría al otro Consolador, el paráclito, que vendría a soltarlos de todas las ataduras que los encadenaban al miedo. Ellos obedientemente se quedaron en Jerusalén y encerrados por temor a ser ejecutados, oraban y cuando llegó el momento, el Amor del Padre empezó a derramarse con ese soplo divino, el “Ruah” de Dios.
Ahora, debemos de entender que, en ese preciso momento, existe una acción de parte de Dios. Recordemos que el Padre siempre está en acción (Gén 1: 1-2, Jn 5: 17) y, es precisamente esa acción que caracterizó el Espíritu Santo en las vidas de aquellos que estaban encerrados por miedo a los romanos. Fue en ese momento en el que llenos de esa efusión que se derramaba como lenguas de fuego, cuando empiezan a darse cuenta de que Jesús ha resucitado y que, si él está vivo, entonces hay que salir de la cueva para ponerse a trabajar.
A esto es lo que nos invita hoy el Espíritu Santo que se ha derramado en nuestros corazones. Debemos tener la plena confianza que Jesús ha resucitado y que su amor transforma nuestras vidas en una manera especial y que llenos de esa euforia, debemos de salir de ese rincón que nos tiene atados a la indiferencia hacia los demás. Debemos de salir para compartir ese amor eterno con el que el buen Padre nos ama (Jer 31: 3). Cuando los discípulos fueron bautizados en aquel fuego, empiezan a hablar en “lenguas”, lo que se conoce como “xenoglosia”. Ellos empiezan a predicar la Buena Nueva a los oyentes que asombrados los escuchaban hablar en su propio idioma (es lo que hacemos hoy aquí). Pedro comparte con el poder del Espíritu para reunir a los pueblos en una sola lengua, la lengua espiritual que se traduce literalmente en amor filial y lleno de misericordia, sin ver color de piel o que tan pobre o rico pueda ser al que le compartimos ese amor.
Hoy día, vivimos en un mundo lleno de materialismo, en donde el rico es más rico, el poderoso más poderoso, dejando al borde de la muerte a los hermanos que, sin las condiciones debidas, viven en pobreza extrema, pisoteados por el dios dinero y marginado por aquellos que, aun llamándose cristianos, les latiguean, quitándoles el pan de la boca y el techo sobre sus cabezas. Así de triste es la situación de nuestro país. Hoy vemos más indigentes botados en las calles como desperdicio de la sociedad. Niños que, por la situación de desempleo de sus padres, viven y duermen bajo los puentes, sin futuro, mientras nosotros los bautizados, los llenos de gracia, nos complacemos con “amar” al que nos ama. Nos golpeamos el pecho en el Templo aparentando ser verdaderos santos y, al salir golpeamos a nuestros semejantes cuando estos nos piden dinero para comer o para pagar un motel para pasar la noche.
Nos emos vuelto fariseos, hipócritas que blanqueamos nuestras ropas y más, sin embargo, el corazón lo tenemos lleno de podredumbre. No hay acción de nuestra parte porque seguimos escondidos en nuestras habitaciones. Tenemos miedo de compartir con los que tienen piel diferente, con los que hablan diferente a nosotros y que poseen cultura diferente. Tenemos miedo de ser compasivos y misericordiosos. Criticamos y pelamos a los que no tienen nuestra posición social, por lo que no damos de comer al hambriento ni vestimos al desnudo (Mt 25: 31-45).
Después de esa efusión, Pedro y Juan caminan por las calles de Jerusalén y al llegar al Templo, se encuentran con un tullido de nacimiento que pide limosna. Pedro le ve con misericordia y le dice: “No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te lo doy: ¡En el nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda! Y tomándolo de la mano derecha lo levantó, y al instante se le fortalecieron los pies y los tobillos. De un brinco se puso en pie y comenzó a andar…” Hechos 3: 1-8. Pedro actuó de esa forma porque comprendió que el Espíritu de Dios le exigía una acción. Nosotros debemos de tener eso en cuenta. Necesitamos ponernos en acción si es que hemos sido bautizados con el fuego del Señor.
Debemos de darnos cuenta en el mismo ejemplo de Jesús. Él hablaba sí es cierto, pero, más que hablar él, actuaba en medio de su pueblo. Sanaba a los enfermos, resucitaba a los muertos de cuerpo y alma y daba libertad a los oprimidos (Lc 4: 18-21). Cuántos de los que estamos hoy reunidos aquí, podemos decir que estamos llenos de ese Espíritu de amor. Es que, si analizamos esto, nos vamos a dar cuenta que el Espíritu de Dios ya está en nosotros desde el mismo momento de nuestro bautismo. Quizá no hemos actuado como Dios manda porque la ignorancia nos ha tenido escondidos en nuestra habitación. Hoy es el momento en el que debemos de escuchar ese llamado de Dios a nuestros corazones. Dejemos que es efusión nos lleve a hablar en nuevas lenguas, en el idioma del amor, compartiendo con los enfermos, visitando cárceles, velando por los niños desamparados y los ancianos que se abandonan en asilos en los que los tratan como basura, compartiendo el pan con el hambriento, aceptando a los demás como aceptamos a Cristo Jesús para tenderles la mano derecha en los momentos de necesidad.
Que en este Pentecostés Dios Padre realice la obra en cada uno de nuestros corazones, rompiendo cadenas y ataduras para que, en esa libertad, podamos compartir la Buena Nueva con el mundo entero (Mt 28: 16-20). Amén, así sea. Emunah.
Nuevo año, nueva esperanza
Bendito sea Dios todo poderoso que nos permite la oportunidad de empezar un nuevo año, acompañado de la esperanza que nos da el Creador en que todo aquello que anhelamos podría realizarse, es sorprendentemente agradable para nuestras vidas.
Todo aquello que nos prometimos hacer este año que terminó y no lo pudimos lograr, se puede realizar con una nueva oportunidad en la que vamos a luchar para lograr lo que nos proponemos. Es que todo es posible para los que creemos. Esa es la verdad. Posiblemente se nos ha dicho una y otra vez que no lo lograremos, que no se puede, que es algo imposible porque no tenemos las capacidades intelectuales para lograrlo, pero todo eso se queda en el pasado. Hoy empieza una nueva carrera para lograr con positivismo todo aquello que anhelamos en la vida.
Quizá nuestro deseo es simplemente bajar de peso, tener un mejor empleo, un mejor sueldo, conseguir una casa para que nuestro sueño deseado se cumpla, o que nuestra enfermedad se cure. Pero, eso que anhelamos no lo es todo en la vida. Por supuesto que la gran mayoría de nosotros deseamos un mejor empleo, o una mejor casa, pero la realidad es que nuestras energías las desgastamos en cosas que si bien es cierto son importantes para la realización de nuestras vidas, no son lo que más nos debería de interesar. El problema es que nos hemos apartado de todo aquello que realmente importa como lo es, el amar y sentirse amado. El mundo nos impide pensar en ello y por lo mismo el amor ha desaparecido de nuestras vidas. Hoy amamos las cosas materiales (el dinero, el carro, la casa, etc.) sobre las personas; amamos más a los perros y gatos que nuestros propios hijos. Es por ello que vivimos frustrados todo el tiempo. Quizá sea por ello que no logramos ser felices en la vida. Por ende, cada que termina un año queremos darle vuelta a la página y así, nos prometemos una vez más sin éxito, que para el próximo lo lograremos. En esta promesa de alcanzar lo que nos hará feliz, nos hace caer en una pestilente rutina que nunca nos llevará a realizarnos como personas capacitadas para ser felices.
El amar es tan importante como el mismo aire que respiramos. Cuando nos falta el oxígeno a nuestros pulmones sentimos morir, de la misma manera es el amor. El no sentirnos amados, es sentirnos despreciados y por lo mismo creamos en nuestro corazón un cierto vacío que deseamos llenar aspirando a cosas ajenas a nuestra naturaleza espiritual. Para algunos, el sentirse no amado, lo conduce a buscar el amor en medio de otros que experimentan el mismo sentido desalentador en sus propias vidas. Veamos por ejemplo mujeres que buscando sentirse amadas caen en las garras de hombres que, aprovechándose de su vacío, las envuelven en sus miserias, haciéndolas sentir basura y en eso piensan que el sentirse amada es ser abusada física y emocionalmente. Un día, Juanita, una mujer de 75 años y casada con Juvenal por 55, le dice a su esposo, “Viejo, siento que ya no me amas.” “¿Por qué dices eso vieja?” Le pregunta Juvenal. “Porqué ya no me pegas como antes…” Unos buscan llenar ese vacío en el alcohol, las drogas, la prostitución, el homosexualismo, el pandillerismo. Otros, se sienten atraídos por las ansias de poder. Para ellos el estar en control de la situación y de los demás les produce una cierta sensación de llenar su corazón, porque ellas estuvieron bajo control de alguien que las/los lastimo.
La realidad es que, por más que se busque con cosas externas llenar ese vacío, nunca se logrará precisamente porque son cosas “externas”. El vacío solamente se llena con el verdadero amor. No simplemente como un sentimiento ideológico preparado y manipulado por el hombre, sino más bien, provocado por el deseo de saberse valorado como ser espiritual. Esto significa que lo que nos va dar la satisfacción de experimentar la verdadera felicidad, será solamente cuando nos demos cuenta que el vacío lo podemos llenar solamente sintiéndonos nosotros mismos amados. Cabe expresar aquí, lo que hemos escuchado tantas veces y que más sin embargo nos cuesta asimilar: después de Dios, nadie nos va amar tanto como nosotros mismos.
Si nos damos cuenta de la profundidad de esto en nuestras vidas, entonces podremos realizar todas aquellas cosas que nos hemos propuesto por siempre. Porque el amor como una experiencia de vida, nos da lo suficiente para mantener viva la esperanza de un mejor futuro. El amarme a mí por mí, es una experiencia que nos lleva a un nivel de gracia que el amor del mundo como sentimiento no logrará conseguir jamás. Pero, el sentirme amado por mí, significa que tengo el poder de perdonar mi ser, por sentirme despreciado, por sentirme sometido(a) a los abusos de otros, por haber buscado en el alcohol, las drogas, el sexo desordenado, el homosexualismo, por el simple hecho de sentirme basura y, además, porque he cometido abusos en contra de mi persona, no solamente físicamente, pero que también los he cometido espiritualmente.
El perdón conlleva a la felicidad. Por otro lado, también debemos de sentirnos amados cuando aprendemos a perdonar a los que nos hicieron daño. Por muy grande que este daño haya sido o por muy profundo el dolor que el mismo nos haya causado, debemos de creer que hay algo más grande y poderoso que está en espera a que le abramos para que sane nuestras heridas y nos haga libres. Eso es el perdón que nos lleva al amor. Pensemos por ejemplo como el daño que nos hicieron se compara con un arbolito que se planta, pero que, en vez de ponerle agua, se le pone arena. El arbolito quizá de cierto modo crecerá, pero lo hará débilmente, se sentirá que por momentos se muere, pero que cuando deja que le quiten la arena acumulada y se deja regar con agua cristalina, ese arbolito olvidará por siempre que un día acumuló arena sin agua y crecerá hasta producir fruto y este en abundancia. Este arbolito permanecerá siempre firme, mientras siga siendo regado. Lo mismo sucede con nuestras vidas. El daño que nos causaron otras personas, se ha convertido en esa arena que no deja penetrar el agua para hacernos crecer. Si vemos hoy para atrás nos daremos cuenta que, si bien hemos crecido físicamente e intelectualmente, nuestro espíritu se ha quedado estancado en el dolor del pasado y, por consiguiente, sigue anhelando crecer en el amor. Hoy es necesario dejarnos regar por el amor, es decir, aprender a perdonar para crecer y producir frutos en abundancia. Esos frutos se verán realizados en nuestros propios hijos y de estos a sus hijos, rompiendo con ello aquella maldición que no nos permitía llenar el vacío de nuestro corazón.
Que nuestro propósito en este año que empieza, no sea nuestra prioridad simplemente perder una o dos libras, conseguir una casa nueva o un mejor salario, porque esas son cosas secundarias, más bien, busquemos como sentirnos amados y perdonados para amar y perdonar a los demás. Porque recordemos que las escrituras dicen: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os añadirán.” Mt 6: 33.
Feliz año nuevo y que la bendición del todo Poderoso los acompañe en este nuevo año.
Su hermano en Cristo
René Alvarado
Llamados a la santidad y madurez espiritual
La Madre Angelica, de EWTN dice sobre la santidad: “Dejarse cambiar es convertirse. Dejarse transformar es santidad.”
Cuando tomamos nuestra cruz para seguir a Cristo, estamos diciendo que no importa cuán grande es nuestro dolor o sufrimiento, que vamos confiados siguiendo a Jesús. Es que tomar la cruz y seguirle es encaminarnos hacia la santidad. Cuando hemos aceptado ese reto, entonces es cuando nos dejamos convertir por el amor de Cristo, pero eso no solamente se queda allí en una “conversión” ficticia y sin sentido porque, existen momentos en los que las realidades de la vida nos desaniman y entonces ya no queremos seguir cargando la cruz. Pero, cuando dejamos que esa cruz nos transforme, es decir que nuestro corazón confía plenamente en ese amor que nos sostiene, entonces sabemos que estamos dando los pasos firmes para la santidad.
Esa es nuestra misión primordial, la de alcanzar la santidad por medio de una transformación real de corazón y no simplemente de una “conversión” externa que no profundiza en el amor de Dios. El Nuevo Catecismo nos dice: “A los apóstoles y sus sucesores les confirió Cristo la función de enseñar, santificar y gobernar en su propio nombre y autoridad. Pero también los laicos, partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde en la misión de todo el Pueblo de Dios.” NC # 873
Pero, ¿cómo realizaremos esa “misión”? Es más, ¿Qué es la misión a la que estamos llamados? Nos dice el Nuevo Catecismo: “Así, todo laico, por los mismos dones que ha recibido, es a la vez testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma «según la medida del don de Cristo.»” NC # 913
Todos y cada uno de nosotros recibimos un bautismo, que nos invita a hacernos partícipes del conglomerado de la Iglesia, sabiendo que cada uno tiene su parte integral en el Cuerpo. Recordemos lo que nos dice Pablo en la primera Epístola a los Corintios 12: 24-27, en donde expresa que, todos somos parte de un sólo Cuerpo místico de Jesús y que, aun siendo parte del mismo Cuerpo, todos somos diferentes, pero con la misma función de hacer que el Cuerpo se mantenga firme y saludable y no solo eso, sino que, además, es nuestro deber de vigilar que así como parte del Cuerpo, debemos de llevar una vida santa y sin mancha (Lev 19: 2; 20: 26), de la misma manera, vigilar también para que los otros miembros del Cuerpo lleguen a la misma santidad. En términos bíblicos, “santidad” significa “apartado para el Señor.”
“Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron. El Apóstol les amonesta a vivir «como conviene a los santos» (Ef 5: 3) y que como «elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia» (Col 3: 12) y produzcan los frutos del Espíritu para la santificación (Ga 5: 22; Rom 6: 22). Pero como todos caemos en muchas faltas (St 3: 2), continuamente necesitamos la misericordia de Dios y todos los días debemos orar: «Perdónanos nuestras deudas» (Mt 6: 12). LG 40
Llamados a la santidad
«La vida según el Espíritu, cuyo fruto es la santificación (Rom 6: 22; Ga 5: 22), suscita y exige de todos y de cada uno de los bautizados el seguimiento y la imitación de Jesucristo, en la recepción de sus Bienaventuranzas, en el escuchar y meditar la Palabra de Dios, en la participación consciente y activa en la vida litúrgica y sacramental de la Iglesia, en la oración, individual, familiar y comunitaria, en el hambre y sed de justicia, en el llevar a la práctica el mandamiento del amor en todas las circunstancias de la vida y en el servicio a los hermanos, especialmente si se trata de los más pequeños de los pobres y de los que sufren.» Christifideles Laici, (Exhortación apostólica post-sinodal de S.S. Juan Pablo II sobre vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo, 30 de diciembre de 1988)
En está exhortación, el papa nos hace la invitación a seguir fielmente a Cristo; a que nos demos cuenta que hay otros miembros del Cuerpo que están en mayor necesidad que la nuestra y que por lo tanto es nuestro deber como fieles seguidores y -ciertamente- exigidos por nuestro bautismo, a producir frutos de santidad, despojándonos de nuestros propios dolores y en ellos, llevar la palabra de ánimo a todos aquellos que sufren, transmitiendo el amor de Dios que nosotros ya vivimos.
“…y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu (por nuestro bautismo), y que su intercesión a favor de los santos es según Dios mismo. Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los llamó; y a los que llamó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó.” Rom 8:27-30
En todos los ámbitos de nuestro servicio se encuentra el llamado a la santidad (Rom 12: 1). En el hogar, en la comunidad, en el trabajo, en la sociedad, etc. El problema siempre ha sido que, por las circunstancias de la vida, nos hemos transformado en egocentristas. Es decir que no vemos el dolor o sufrimiento en otros. Nos enfocamos en el “yo”: solamente yo tengo problemas, solamente yo tengo persecuciones, solamente yo me siento despreciado y criticado por lo que hago o en su lugar, por lo que no hago. Nos cuesta encontrar el camino a la santidad porque no vemos a Cristo en los demás. Nuestra búsqueda la hacemos por caminos oscuros, pedregosos y llenos de baches en vez de prender una vela para iluminar el camino que nos conduce a la gloria eterna, terminamos por apagar lo poco que nos queda de luz y tomamos decisiones como la de retirarnos de la presencia de Dios. Luego nos preguntamos del porque nos pasa eso. “No ves Señor que estoy cargando la cruz.” Ver Is 58: 1-5
Formados en el sufrimiento:
Debemos de entender que el propio camino de la santidad, implica en muchas ocasiones, atravesar un momento de sufrimiento y ciertamente de dolor, ya que, ello mismo es lo que nos conduce y nos dirige a la virtud real en nuestras vidas. Leer 2 Cor 6: 1-10
El verdadero cristiano, reconoce que el sufrimiento es esperanza y reto. Con frecuencia una persona puede «seguir en su jornada,» porque ha sido moldeado espiritualmente por el dolor y el sufrimiento. Leer 2 Cor 12: 1-10. Leemos también en Lumen Gentium: “Sepan también que están especialmente unidos a Cristo, paciente por la salvación del mundo, aquellos que se encuentran oprimidos por la pobreza, la enfermedad, los achaques y otros muchos sufrimientos, o los que padecen persecución por la justicia. A ellos el Señor, en el Evangelio, les proclamó bienaventurados (Mt 5: 1-11), y «el Dios de toda gracia, que nos llamó a su eterna gloria en Cristo Jesús, después de un breve padecer, los perfeccionará y afirmará, los fortalecerá y consolidará» (1 Ped 5: 10).” LG 41 párrafo 6
San Pablo escribe: «Nos sentimos seguros hasta en las pruebas, sabiendo que de la prueba resulta la paciencia; de la paciencia, el mérito, y el mérito es motivo de esperanza.” (Rom 5: 3-5). Al reconocer esto en nuestro servicio, entonces podremos comprender el amor verdadero al que estamos llamados en camino hacia la santidad con la cruz sobre nuestros hombros. Porque Jesús nos dice en el Evangelio, “…si se aman los unos a los otros, en eso reconocerán que son mis discípulos.” Jn 13: 34-35
Por otro lado, como bautizados en nuestra bendita Iglesia, somos movidos a actuar más allá de nuestro egocentrismo en favor de los necesitados porque conocemos a Cristo en la profundidad de su propio sufrimiento. A esto somos llamados.
“El llamado de los laicos a la santidad es un regalo del Espíritu Santo. Su respuesta es un regalo para la Iglesia y para el mundo.” Conferencia de Obispos Católicos
Este llamado, además de invitarnos a la santidad, nos encamina así mismo a la madurez espiritual. Ya no podemos dedicarnos a servirle a Dios con una actitud de niño malcriado. No podemos decir que nuestro servicio está en el de evangelizar cuando somos unas pequeñas criaturas que se quejan de todo en la vida. Nos hemos vuelto berrinchudos y caprichudos y hasta nos tiramos al suelo poniéndonos de verde y morado cuando no se hace lo que queremos sobre los demás. Es imposible alcanzar nuestro destino sino estamos dispuesto a madurar espiritualmente. Leer Heb 5: 12-15
¿Qué significa esto? Que estamos llamados a crecer físicamente, moralmente, psicológicamente y espiritualmente. «La imagen evangélica de la vid y los sarmientos nos revela otro aspecto fundamental de la vida y de la misión de los fieles laicos: la llamada a crecer, a madurar continuamente, a dar siempre más fruto.» Christifideles Laici, n. 57
La santidad, en medio de la comunidad (primordialmente en el hogar), es una faceta del servidor cristiano que alcanzan su expresión plena sólo por medio del desarrollo escatológico de la humildad y misericordia (amor hacia los demás porque se ama así mismo) y su progresión hacia la madurez cristiana. Sin madurez, no podemos amar como Jesús nos ama. Es decir, que, sin ella, no podremos cargar nuestra cruz camino al Calvario. Esto es el significado de madurez espiritual. Cuando soportamos las caídas sin quejarnos; Cuando soportamos los latigazos de la vida en todas sus ramificaciones; Cuando estamos dispuestos a dar nuestra vida por los demás, especialmente por aquellos que nos han hecho daño. El perdonar y pedir perdón es encaminarnos a la madurez espiritual (2 Cor 5: 19; Rom 5: 10), y por ende a la santidad.
Para concluir, debemos de recordar lo que leemos en Lumen Gentium:
“Una misma es la santidad que cultivan (los servidores), en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, y obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria. Pero cada uno debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que engendra la esperanza y obra por la caridad, según los dones y funciones que le son propios.” LG 41 párrafo 1