La Cristología en la Encarnación

 

El Papa Juan Pablo II nos habla en su exordio “Jesús verdadero Dios, verdadero hombre”, sobre la Encarnación como el “misterio central de nuestra fe y es también la verdad-clave de nuestras catequesis cristológicas.” El Papa basa su tesis en la escritura que dice: “El Verbo habitó entre nosotros” Jn 1: 1-14.

Esa Encarnación es la relación que Dios siempre ha querido para nosotros. Él quiso habitar en medio nuestro, no en una forma parcial o como centro de atención como un dios que se coloca en un simple pedestal. Por el contrario, Dios se hace carne (en griego sarx que significa el hombre en concreto, que comprende la corporeidad, y por tanto la precariedad, la debilidad, en cierto sentido la caducidad). El libro del profeta Isaías nos habla precisamente de esto: “…Toda carne es hierba”. Is 40: 6. Por lo tanto la Encarnación de Dios en su hijo Jesucristo, se hace una realidad en medio de la humanidad en forma humana, sin perder su divinidad.

También es cierto que es hombre cuando nace de Mujer y se muestra al mundo en su humanidad, con sentimientos, con angustias y tribulaciones.” Por ello, el Verbo debía de manifestarse en la tierra como parte total de su humanidad: desde el ser anunciado, llevando el mismo proceso de vida, hasta su entrega, en la Cruz del Calvario. Exordio Jesús verdadero Dios, verdadero hombre.

En la carta a los Filipenses, en el capítulo 2: y versos del 6 al 10 nos dice: “El, siendo de condición divina, no se apegó a su igualdad con Dios, sino que se redujo a nada, tomando la condición de servidor, y se hizo semejante a los hombres. Y encontrándose en la condición humana, se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte en una cruz.” Jesús, -nos dice la carta-, “no se apegó a su igualdad con Dios”, sino que se despojó de esa divinidad. Para entender esto, tenemos que analizar el significado de ese despojo. En el lenguaje original significa “arrancarse con dolor” (Kénosis del griego ekénosen y este del verbo kenóō cuyo significado es vaciar). Dios toma la decisión de desprenderse de sí mismo y se vacía de su divinidad, para tomar la condición humana.

Esta Kénosis la realiza de una forma sin igual, siendo su proceso en el todo humano, y realizado en María. Ya desde el AT, se viene anunciando este desprendimiento, el que podemos ver en Isaías 7: 14, en donde se anuncia que Emmanuel viene a morar entre nosotros. En el Evangelio de San Mateo nos encontramos con el significado de ese nombre: “He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, Y llamarás su nombre Emmanuel, que traducido es: Dios con nosotros.” Mt 1: 23

La anunciación:

La Biblia nos habla sobre esa mujer que desobedeciendo el mandato de Dios de no comer de aquel fruto prohibido, se dejó engañar por la serpiente (Gén 3: 1-13). De la misma forma la Escritura nos habla sobre la otra mujer que le daría la vida al Salvador del mundo y de cómo Dios en su gran sabiduría se usó de ella, para ser la portadora del amor que derramaría en nuestra vida (Lc 1: 26-38)

Si Dios nos promete vida eterna por el mismo amor que nos da, entonces entendemos que esa promesa se hace realidad en Cristo Jesús su Hijo amado. Pero para que se cumpliera esa promesa, tuvo Dios que elegir a un ser puro, que viviera a plenitud el significado del amor y sabiendo Dios desde el principio que la elegida sería María, dejó que el mismo Espíritu de amor la cubriera con su sombra, por lo tanto el Hijo que le nacería sería el verdadero Dios en medio de su pueblo, es decir Emmanuel.

Dios no eligió a María por su belleza, su porte o porque fuera “buena”. ¡No! Él la escogió porque vio en ella la profundidad del mismo amor que brotaba como esa cascada que se desprende del manantial nacido en lo íntimo de su corazón.

María es tan parte del plan perfecto de Dios para la salvación de la humanidad como lo es el mismo Jesús. El Evangelio de San Juan dice: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.” Pero, ¿cómo se haría carne el Verbo? No podía nada más aparecerse así porque sí. Si Dios quería encarnarse en la humanidad, entonces debería de hacerlo desde el mismo punto que el hombre lo hace. Él, debía concebirse en el vientre de una mujer, como el hombre. Debía de nacer de esa mujer que al momento de dar a luz, lo hace con dolor, pero con el gozo de saber que su Hijo, es ese Emmanuel encarnado, ese Dios entre nosotros.

Esta carne —y por tanto la naturaleza humana— la ha recibido Jesús de su Madre, María, la Virgen de Nazaret. Si San Ignacio de Antioquía llama a Jesús “sarcóforos” (Del gr. Σαρκο –sarco- y del gr. -φρος, -foros- de la raíz de φρειν, llevar = que lleva consigo la carne, con esta palabra indica claramente su nacimiento humano de una Mujer, que le ha dado la carne humana. San Pablo había dicho ya que “envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Gál 4: 4).” Exordio Jesús verdadero Dios, verdadero hombre.

María ha sido siempre un claro ejemplo del bello amor del Padre en nuestras vidas. Su verdadera humildad no le permitía consentir en el principio el hecho de que Dios viniera a ella para ser la portadora del Redentor, de ese Emmanuel, de Dios mismo entre nosotros. Cuántas mujeres de su época deseaban ser las madres del Mesías a quién esperaban con devoción para ser rescatados una vez más de la esclavitud a la que estaban siendo sometidos. Estas mujeres buscaban la vanagloria y que todos las vieran como las consagradas, como las grandes santas y para que por medio de su embarazo, pudieran tener un lugar especial dentro de la sociedad.

Al escuchar María las palabras que el ángel le anunciaba, se sintió conmovida hasta el corazón; ella no buscaba más que agradar a Dios en medio de su caridad y atención a los demás, sin preocuparse de lo que a ella le faltara, dando hasta lo que no tenía, siempre preocupada por los que eran más pobres que ella, por los marginados y abandonados de la sociedad. ¿Por qué lo hacía? ¿Por qué no trabajaba para aportar a su hogar que era pobre? Simple y sencillamente porque amaba a Dios y creía en él. Ella, veía el rostro de Dios en medio de todos aquellos que estaban enfermos y que nadie los atendía; Ella veía a Dios en los niños desamparados, en los ancianos que eran botados como basura, en los perseguidos, en los que por no poder pagar el denario al César, eran encarcelados y castigados, en los esclavos que ansiaban su libertad. A ella nunca le importó no comer con tal que otros comieran; ella se despojaba de su comodidad para que otros tuvieran comodidad, y por ello su recompensa fue el de ser escogida por el Señor para ser la Madre de aquel que vendría a salvar al mundo de la muerte del pecado, no porque ella lo pidiera, más al contrario porque Dios así lo quiso.

Eso mismo es Dios; él se despojó de sí mismo y en su humanidad, hizo lo que su Madre hacía. Es por ello que María pasaría a ser la mujer consagrada, la llena de gracia, la verdadera Madre del Dios vivo. Por su entrega, por su apertura a las necesidades de los demás y sobre todo por confiar plenamente en el anuncio recibido en su corazón, al no llenarse de vanagloria y salir gritando al mundo entero: “¡Mírenme, Dios me ha elegido para ser su Madre!” Por el contrario “todo se lo guardaba en su corazón” Lc 2: 19

En el instante en el que creyó en el mensaje, dobló rodillas e inclinándose hasta tocar el suelo dijo aquellas palabras que deberían de resonar hoy día, en lo más íntimo de nuestro ser: “Yo soy la esclava del Señor, que se haga en mi tu voluntad” Lc 1: 38

Qué tremenda expresión de entrega total la de María, siempre confiando enteramente en su corazón, que desde ese mismo instante Dios tomaría su vida y que de su mano, él la haría atravesar por valles oscuros, por sendas llenas de serpientes, por desiertos en los que junto a su marido serían llevados, siendo abandonados por la sociedad, esa que ciega, nunca se dio cuenta de que las profecías se hacían realidad en aquellos días en medio de sus ocupaciones y quejabanzas.

Cuánto no habrá experimentado nuestra Madre, al escuchar los mormullos de las otras mujeres, que al verla la criticaban por “haber metido la pata”, por no querer entender el tiempo en el que les debía de nacer el Salvador.

Lo tremendo de todo es que María en su silencio y conducida por el mismo Espíritu de amor, se encaminó a casa de su prima Isabel que siendo de avanzada edad, también quedó en cinta, con aquella criatura que andaría adelante del Señor anunciando el arrepentimiento de los pecados. María caminó por varias millas para llegar hasta su prima. Cansada del largo caminar, quizá sedienta, con hambre y a lo mejor con el único deseo de sentarse o dormir tranquila porque estaba “embarazada.” Pero no. Al instante en el que entró a la casa, su rostro lleno de vida, proyectaba un amor sincero y con ternura se acercaba a aquella viejita que le adelantaba en unos meses en su embarazo. Al entrar, el niño de Isabel saltó de alegría y quedó llenó del Espíritu de Dios, ese mismo Espíritu que lo conduciría a vivir en lo silvestre, comiendo solamente langostas y miel, sin más vestido que el vestido del amor de Dios.

Que inmenso es el poder contemplar ese momento tan hermoso. Como es que Dios en su inmenso amor demuestra una vez más que él quiere salvarnos y se usa de todos los medios necesarios para lograrlo y, aun así nosotros somos tan cabezas duras que no logramos comprenderlo, o quizá no queremos entenderlo así porque ello implica que tenemos que dejarnos transformar de tal manera que nuestro corazón, no recibirá ni dará más que amor.

La sencillez de María logró romper con barreras culturales y religiosas. Rompió con el estereotipo de la sociedad en relación a la mujer. La mujer no valía ni cero a la izquierda; era simplemente un objeto que el hombre utilizaba para la procreación y nada más. Ellas no tenían ni voz ni voto y aunque el marido podía engañarla, ella nunca lo haría pues se exponía a la muerte.

Por eso es que María es grande entre las mujeres y el ejemplo por excelencia de cómo se responde al amor de Dios. Ella se arriesgó con su respuesta de humildad, aun sabiendo que sería quizá apedreada por su prometido. Pero ni aun eso la corrompió para no aceptar la voluntad del Padre. Ella se dejó conducir por su promesa de estar con ella y sin inhibiciones confió a plenitud creyendo que verdaderamente el Espíritu de Dios la cubría con su sombra. No se puso a pensar en la muerte horrorosa que sufriría, más bien pensó en la vida eterna que le aguardaba.

La única razón por la que ella se entrega es el amor; El amor de Dios que le fortaleció en aquellos momentos en los que la espada atravesaba su corazón al ver a su Hijo clavado en esa Cruz. Cuánto no hubiese deseado ella estar en el mismo suplicio de su Hijo, y más sin embargo, lo estuvo pues su amor de Madre no le permitía experimentar menos que su Hijo, todos aquellos latigazos, humillaciones, golpes, espinos sobre su cabeza, aquellos clavos que traspasaron sus manos y pies. Aun así con el mismo dolor, con el mismo sufrimiento, estuvo allí, al pie de aquella Cruz que significaba el amor verdadero del Padre para la salvación de la humanidad.

En medio de todo aquel dolor, María siempre estuvo confiada en las promesas de Dios y es por ello que desde la intimidad de su corazón, pudo proclamar aquella santa oración: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque se fijó en su humilde esclava, y desde ahora todas las generaciones me llamarán feliz. El Poderoso ha hecho grandes cosas para mí: Santo es su nombre” Lc 1: 46-49

Ese es el verdadero Tabernáculo Santo: aquel que en su interior supo guardar el amor verdadero y que se abrió para que el Verbo se hiciera carne, para que todos nosotros pudiésemos ser salvos. Todo por el mismo amor que ella nos tiene.

La pregunta correspondiente para todo esto es: “¿Estamos dispuestos a aceptar la responsabilidad de llevar en nosotros la gran presencia de Dios, con humildad y mansedumbre…?

Claro que para dar una respuesta honesta, debemos de vivir una vida honesta y sincera como María. No podemos ir por la vida proclamando lo que no vivimos.

Cuando alguien nos hiere, nuestra tendencia es siempre la de defendernos, contra atacando al que nos hace daño. Nos cuesta guardar en nuestro corazón aquellas palabras de Pablo cuando decía que “en nosotros se cumplen todos aquellos dolores y sufrimientos que le hicieron falta al Cuerpo de Cristo” Col 1: 24. ¿Por qué se hace difícil comprender esto? Porque nuestras vidas están mayormente para el placer carnal y cuando la carne duele, entonces buscamos darle un calmante a ese dolor. Es lo mismo que queremos hacer cuando dolemos espiritualmente, solamente queremos darle un calmante al espíritu con nuestros rezos y plegarías, con grandes letanías que no nos conducen más que al desvelo espiritual pues bien sabemos que nuestro interior está manchado con todas aquellas cosas que aunque nos hirieron, no nos permiten entablar una buena relación con Dios.

Debemos de vernos a través del espejo de María; y no simplemente como cuando miramos su imagen pintada o cuando contemplamos aquella bella estatua representando a una de tantas figuras de nuestra Madre. ¡No! Debemos de reflejarnos en su interior y penetrar en ese lugar en el que ella habita, para poder comprender la magnitud de su humildad y humillación ante todos aquellos que le dañaron el corazón al golpear a su Hijo y matarlo en la Cruz. Es que el ser humildes es demostrar que verdaderamente nos dejamos conducir por ese Espíritu de amor, perdonando al que nos ofende e inclusive a esa persona que nos mató en vida.

Saber guardar en nuestro corazón el perdón, significa que estamos dispuestos a vivir de acuerdo a la voluntad de Dios; siendo sus esclavos no solamente por interés de un hueso –no político-, sino más bien, espiritual como los maestros de la ley o sacerdotes, más bien, entregándonos por completo a ese mismo amor que nos conlleva a la verdadera reconciliación.

Por supuesto que a María le dolió aquella espada que le atravesó el corazón. En su interior experimentó la angustia de la persecución, la ansiedad de ver a su Hijo ser latigueado y la impotencia al no poder compartir físicamente el sacrificio de su amado Jesús, en la Cruz del Calvario. Imaginémonos por un momento todo ese proceso por el que ella tuvo que atravesar y más sin embargo, ese mismo, la fortaleció espiritualmente para sobre llevar todo aquello que la oprimía interiormente. Supo en ese momento que en medio de todo aquello a lo que fue sometida en su Hijo amado, encontrar el don del perdón por todos aquellos que en cierta manera la mataron en vida, pero que aun en su mismo dolor, comprendió además, que ese era el proceso para una vida eterna a la cual estaba siendo llamada: ¡A la vida eterna como Madre de Dios!

René Alvarado

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Curso se cristología

Introducción

Primero que nada, debemos entender que la “Cristología” encierra una abundancia de temas teológicos que estudian desde su anunciación, hasta su muerte y, desde su resurrección hasta nuestros días. Aquí nos centraremos en la raíz teológica de su encarnación. También debemos de entender que la cristología no es una formulación de propuestas reveladas, sino que, es la respuesta cristiana a lo que Jesús es para nuestras vidas. Esto por supuesto, centrado en el aspecto de nuestra propia madurez espiritual.

Por otro lado, hay que entender que Cristología (del gr. khristós, ungido, y logos, estudio), es el estudio de Cristo en su todo, es decir en su ser divino y en su ser humano y esto, en relación a nuestra vida tanto humana como espiritual. Por lo mismo, nuestro estudio se enfoca en la búsqueda de Dios encarnado en el mundo para la salvación de la humanidad. Todos los creyentes, profesamos una sola fe en Cristo. Esta fe, la vivimos y la vamos madurando en medio de nuestras propias tribulaciones a través de los desiertos y obscuridades que vivimos al profesar nuestra convicción en Jesús. Lo hermoso del estudio de la Cristología, es descubrir en ella, la abundancia del amor que Cristo mismo derramó en la Cruz del Calvario por todos los hombres, para la salvación de los pecados. Por ello, es importante su estudio, para entender ese proceso de salvación al cual estamos llamados.

Al estudiar a Cristo, debemos de hacer énfasis en el hecho de la vida misma del Señor, tomando en cuenta su relación mutua con el Padre, pero, también con la humanidad; porque si separamos ambas, entonces estaríamos quebrantando la totalidad de su ser divino y humano.

En Cristología se estudia esa unidad, esa íntima relación existente de la Santísima Trinidad. En ella vemos la experiencia de Dios en relación con el hombre y como Dios mismo se establece entre nosotros desde siempre y para siempre. Por lo tanto debemos de comprender que la Cristología en sí misma es de suma importancia para todo creyente ya que, comprendiendo el plan perfecto de Dios para nuestra salvación, es como vamos a entender que Dios quiere que retornemos a él, es decir a Shalom (Paraíso).

Este plan de acción salvífica, se ha dado a la humanidad, desde el mismo instante en el que el hombre se separó del amor de Dios en el Paraíso. Dios siempre ha querido nuestra salvación y es por ello que, en un proceso metódico, él nos ha trasmitido ese deseo incansable a través de alianzas o pactos que pretenden que el corazón del hombre acepte retornar nuevamente a Shalom. Pero el hombre que no cree en su corazón y que deja que su fe este basada en hechos palpables y no experiencias vividas, trata por siempre de dar un significado puramente lógico a lo que es en esencia espiritual. De hecho, si hablamos de experiencias vividas, nos daremos cuenta que la humanidad ha vivido esas mismas experiencias de muchas maneras. Si nos basamos en los relatos bíblicos del AT, nos daremos cuenta cómo es que el pueblo elegido por Dios (Israel), vivió una y otra vez la gloria de Dios y por otro lado, una y otra vez, vivió la separación de esa misma gloria. Como ejemplo podemos citar la salida de Egipto (Ex 3 19-20) y el camino sobre el desierto (Ex 16: 1-3). Ese pueblo representa lo que nosotros mismos vivimos en nuestra propia experiencia. Cuando estamos bien, alabamos a Dios, pero cuando las cosas van mal: “¿En dónde estás Dios?».

Es por ello que al leer en el NT, en la carta a los Hebreos: “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo el universo.” Heb 1: 1-2. El autor de esta carta nos sugiere que ese proceso de salvación ha seguido al hombre desde siempre, pero que en nuestra ignorancia, nuestra arrogancia y nuestro deseo de querer ser más que él, eso, nos aparta de ese plan, pero que en medio de todo, él nunca se olvida de nosotros y por consiguiente, Dios mismo, “se redujo a nada, tomando la condición de servidor, y se hizo semejante a los hombres. Y encontrándose en la condición humana, se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte en una cruz…” Fil 2: 7-8

Cristología de Pablo:

Pablo describe la Cristología como un todo de Dios en Jesús, reconocido y aceptado por medio de la fe. En otras palabras, para conocer de Dios, tenemos que creer que él mismo se encarnó en la humanidad, llevando el proceso desde su incepción (Gál 4: 4), hasta su muerte y resurrección (Rom 8: 11). Para Pablo, Jesús fue totalmente hombre, no solamente en apariencia, sino que, como nosotros, nace, crece y muere y, su muerte propiamente dicho, con propósito.

Aunque el Apóstol hace referencia a la humanidad de Cristo, La Enciclopedia Católica en línea, nos dice que Pablo hace dos diferencias importantes entre Jesús y el hombre: “Primero, en su ausencia total de pecado (2 Cor 5: 21; Gal 2: 17). Segundo, en el hecho de que Nuestro Señor es el segundo Adán, que representa a todo el género humano (Rom 5: 12-21; I Cor 15: 45-49).” Esto mismo nos lo confirma el Vaticano Segundo en la Constitución Gaudium Et Spes 22, 2 y, del cual nos habla el Papa Juan Pablo II en su catequesis: “Jesús verdadero Dios, verdadero hombre”. Esta catequesis la estudiaremos más adelante.

Por otra parte, podemos ver como Pablo compara a Jesús como imagen de Dios mismo (Fil 2: 6; Col 1: 15). Para el Apóstol, Jesús no era simplemente una imagen en apariencia, sin sentido como lo afirmaba Marción, un docetista del primer siglo, al contrario, Jesús era el primogénito de toda criatura, por quien y para quien fueron hechas todas las cosas (Col 1: 16). En otras palabras Pablo afirmaba que Jesús estaba sobre todo y sobre todos, declarando que: “Dios es bendito, por los siglos de los siglos” (Rom 9: 5).

El docetismo:

El primer error de la naturaleza y la persona de Cristo generalmente se conocen como “docetismo”. Este nombre proviene de una palabra griega (dokeô) que significa «parecer«. El docetismo asumió diversas formas, entre ellas lo que se conoce como “gnosticismo”, pero su idea básica era que Cristo sólo parecía tener un cuerpo, que era un fantasma y no un hombre en lo más mínimo. El Verbo se hizo carne sólo en apariencia. Esta herejía surgió en tiempos apostólicos promovido particularmente entre otros, por Marción considerado por la Iglesia como un hereje del primer siglo y persistió hasta muy cerca del fin del siglo II.

Esto era lo que atacaba Pablo en los primeros años de la Iglesia y lo que siguió atacando el Magisterio hasta el siglo II, en el que se reafirmó la naturaleza divina y humana de Jesús.

Unión Hipostática:

Para entender esta unión, tenemos que entender primero que significa “hipostasia” (préstamo del griego hypóstasis, sustancia, y este derivado de hyphistánai, soportar o subsistir): Perteneciente o relativo a la hipóstasis. Ésta hipóstasis es la unión de las tres personas de la Santísima Trinidad, como una sustancia singular. Entendiendo esto, entonces podemos decir que la hipostática es la unión de la naturaleza Divina (Cristo), con la naturaleza humana (Jesús). En Jesucristo, se realiza esa unión Trinitaria, encarnada en la humanidad. Ya desde el Sínodo Romano en el 430 y el Concilio de Éfeso en el 431, esta doctrina se establecía para reafirmar el dogma sobre la hipóstasis de Jesús.

En el Nuevo Catecismo (NC) # 432, encontramos al respecto de esa unión entre lo divino y lo humano: “El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de Dios está presente en la Persona de su Hijo (Hc 5: 41; 3 Jn 1: 7) hecho hombre para la Redención universal y definitiva de los pecados. Él es el Nombre divino, el único que trae la salvación (Jn 3: 18; Hc 2: 21) y de ahora en adelante puede ser invocado por todos porque se ha unido a todos los hombres por la Encarnación (Rom 10: 6-13) de tal forma que «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hc 4: 12; Hc 9: 14; St 2: 7).”

Un punto muy interesante es el hecho que Jesús, -que es la Encarnación del Padre-, se da a nosotros como la promesa de salvación; es decir que en Cristo, Dios mismo nos da la oportunidad de retornar a Shalom, a esa paz que no da el hombre con su ciencia lógica y tecnología (Jn 14: 27; Fil 4: 7)). Su encarnación en la humanidad se realiza en una forma espiritual ya que, el Espíritu Santo se une a María que es el Tabernáculo Santo (Lc 1: 35), -que es la parte humana- y en esa unión, Dios mismo, pasa de ser un Ser lejano a quién nadie puede ver (Ex 33: 20), a un Ser nacido en medio de la miseria y el desorden de la humanidad. En esencia Jesús es esa viva imagen de Dios (Col 1: 15), que quiere que nadie muera, sino que todos los que crean en él (Jesús), vivan para la vida eterna (Jn 3:16).

Debemos notar también, -como dijimos anteriormente-, que la Encarnación de Cristo se da en la unión de las tres Personas de la Trinidad. Es por ello que Jesús afirmaba antes de su partida, que no nos dejaría solos, que él enviaría desde el Padre al Paráclito (del griego, “parakletos” que significa: consolador o abogado), quien nos llevaría a la Verdad (amor) total de su existencia. (Jn 15: 26; Jn 14: 26; Lc 24: 19).

Hoy día seguimos experimentando esa hipostasia al hacernos parte de la Eucaristía: “Éste es el Misterio de la fe. Cristo nos redimió. Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas.” Ordinario de la Misa. En ello también Cristo Consagrado se une a nosotros para darnos fuerza y ánimo para continuar nuestro caminar hacia la vida eterna.

Además podemos ver lo mismo en cada uno de sus sacramentos. Como nos dice el NC en el número 1118: “Los sacramentos son de la Iglesia en el doble sentido de que existen por ella y para ella. Existen por la Iglesia porque ella es el sacramento de la acción de Cristo que actúa en ella gracias a la misión del Espíritu Santo. Y existen «para la Iglesia», porque ellos son «sacramentos que constituyen la Iglesia» (S. Agustín, civ. 22,17; S. Tomás de Aquino, s.th. 3, 64,2 ad 3), manifiestan y comunican a los hombres, sobre todo en la Eucaristía, el misterio de la Comunión del Dios Amor, uno en tres Personas.”

En el número 1116 nos dice: “Los sacramentos, como «fuerzas que brotan» del Cuerpo de Cristo (Lc 5: 17; 6: 19; 8: 46) siempre vivo y vivificante, y como acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es la Iglesia, son «las obras maestras de Dios» en la nueva y eterna Alianza.”

Los sacramentos son por ende parte importante de la Cristología como acompañante para nuestra salvación. Recordemos que Dios se encarna en la humanidad, con el único propósito de que por medio de Cristo lleguemos a la vida eterna.

La Cristología se vive como una experiencia de fe, enfrascada en el amor, lo que nos conduce a la esperanza de un mejor mañana (Ap 21: 4; 7: 17). Por lo tanto, no estudiemos la Encarnación meramente como una ciencia con lógica humana, más bien veamos la misma desde el punto de vista de nuestras propias experiencias humanas, en lo bueno y lo malo que nos sucede, en el caminar que nos conduce de retorno a Shalom.

Reflexión final:

Para terminar está introducción, debemos de entender que la Cristología es la presencia del mismo Dios que se encarna en la humanidad, con el solo propósito de llevarnos a su salvación. Ésta (salvación), se da en medio de la Iglesia que vive experiencias de fe.

Dios siempre ha querido salvar al hombre, pero el hombre persistentemente ha tomado la decisión –por el libre albedrío-, de separarse de su amor. Por eso es importante que nuestros corazones se abran día tras día, para atender su llamado; así como en el Paraíso, Dios llamó a Adán (Gén 3: 8-10) y, éste aunque se descubre desnudo por el pecado, responde, porque sabe que es la voz de Dios.

En las siguientes clases nos estaremos enfocando en cada uno de estos puntos mencionados en esta introducción.

Los temas a tocar:

1. La Encarnación

1. 2. La humanidad de Jesús

3. Jesús en medio de su Iglesia

a) La anunciación

b) Su nacimiento

c) Su presentación

a) Su bautismo

b) Su desierto

c) Su ministerio

d) Su Pasión y muerte

e) Su resurrección

a) Su ascensión

b) El Espíritu Santo

c) La Iglesia misionera

Nos basaremos primordialmente en el documento del Papa Juan Pablo II titulado: “Jesucristo verdadero hombre, verdadero Dios.” También utilizaremos los documentos del Vaticano II, el Nuevo Catecismo y la Biblia.

Tarea: ¿Cómo puedo dejar a Dios que se encarne en mi corazón?

Leer el Nuevo Catecismo # 456-460 y escribir una breve reflexión sobre lo leído.

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Pascua, tiempo de esperanza

Estamos viviendo un tiempo muy especial dentro de nuestra bendita Iglesia católica. Es el tiempo en el que recordamos la resurrección de nuestro Señor Jesucristo y la espera del Espíritu Santo prometido a su pueblo.

Hoy debemos de recordar ese hecho maravilloso en el que, Dios manifiesta su amor eterno en medio del caos del mundo en el que vivimos. En realidad la Pascua es el tiempo en el que debemos de reflexionar sobre lo que hemos hecho hasta el momento; reflexionar sobre los acontecimientos en los que nos hemos envuelto, con sus pros y cons y sobre todo el reflexionar en la esperanza que la Pascua trae a nuestras vidas.

El tiempo de penitencia y dolor ha pasado, atrás se quedaron todas nuestras malas acciones, los momentos en los que nos separamos del amor de Dios y por supuesto, aprendimos una vez más a arrepentirnos de nuestras faltas y reconocimos nuestros pecados. Pero, ¿qué nos espera en el futuro? Recordemos que Jesús estuvo 40 días más con nosotros después de la resurrección y en esos días dialogó con sus apóstoles, dándoles instrucciones que quizá en su momento, ellos no pudieron comprender. Cuando terminó su instrucción final, fue levantado al Cielo y de la misma manera que lo vieron partir, de la misma manera lo veremos venir.

En eso radica nuestra esperanza, en el profundo y a su vez sencillo hecho de su venida. La cuestión es que esa esperanza no la logramos reconocer porque vivimos en un mundo diferente, en el que estamos constantemente contra reloj: no hay tiempo para esperar, no existe más la paciencia y por lo mismo, nos dejamos envolver por la continuidad de nuestro momento. Las penas, las preocupaciones de la vida, no nos permiten tener el tiempo de espera, porque queremos que todo lo negativo de la vida se solucione ya. La realidad es que si analizamos bien la escritura, nos daremos cuenta que Jesús al despedirse “…les dijo que no se alejaran de Jerusalén y que esperaran lo que el Padre había prometido. «Ya les hablé al respecto, les dijo: Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días.» Eso es lo que nos cuesta, “saber esperar” el momento en el que Dios obrará en medio de lo que vivimos.

El tiempo de Pascua sin lugar a dudas, nos enfrenta a nuestras realidades de fe. Es el momento en el que afirmamos nuestra fe o la perdemos del todo. No podemos estar con pie en el cielo y otro en el infierno. O somos fríos o calientes (Ap 3: 15-16): o tenemos fe o no. La fe conlleva a la esperanza de una mejor vida, de una nueva vida en todos los sentidos de la palabra. Pero, la esperanza se alcanza solamente en el saber esperar el momento en el que Dios actuará en medio de lo que vivimos.

Recordemos lo que Pablo nos dice en la Carta a los Romanos 8: 18: “Estimo que los sufrimientos de la vida presente no se pueden comparar con la Gloria que nos espera y que ha de manifestarse allá en el cielo.» Eso es exactamente lo que nos debe sostener en la espera de una vida mejor. Por muy duro y difícil que se presente el panorama en nuestras vidas, debemos de saber que el Espíritu de Dios está por llegar, si permanecemos confiando en su poder en medio de nuestros más grandes problemas o dificultades.

Los apóstoles aun después de haber escuchado esa advertencia del Señor, se encerraron en su habitación por miedo a lo que les pudiera ocurrir; ellos no quería morir como su Maestro y para ellos su miedo a la muerte era mucho más grande que la promesa de Dios hacía a sus corazones. Definitivamente, ellos no quedarían solos con problemas y miedos, no, definitivamente ellos recibirían la promesa que transformaría sus vidas y en cierta manera, la vida de toda una muchedumbre. Es que el Espíritu de Dios es la promesa, es la misma presencia del Dios vivo que ha resucitado para la vida eterna y en ella, estamos todos aquellos que permanecemos siempre firmes, confiando en la esperanza de un día ver a Dios cara a cara (1 Cor 13: 12; 2 Cor 3:18), siendo transformados en la plenitud de su amor.

Ánimo, no hay que desesperar, solamente Dios tiene la solución a nuestro diario vivir. Busquemos constantemente su amor e inundémonos en el corazón de fe, y esperanza, y eso aliviará las heridas del interior.

René Alvarado

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No temas porque Dios está contigo

¿Cuántos de nosotros no hemos atravesado por momentos duros y difíciles y pensamos que nuestras vidas no valen o no tienen sentido? Hay ocasiones en las que las experiencias negativas de la vida nos lanzan flechas incendiarias del enemigo, haciéndonos sentir como basura. Es una realidad que nuestros dolores sean profundos, que nuestras angustias por las circunstancias de la vida no nos permitan darnos cuenta que más allá de nuestras oscuras realidades, se presenta en medio de ello la gracia y el amor de aquel que todo lo puede; ese ser que está dispuesto a mar con amor eterno y que lo demostró dando su vida en la cruz del Calvario.

Su palabra nos invita a creer en ese amor, a que no decaigamos, que así como le damos oportunidades al mundo para solucionar nuestro problema, que él está allí presente en espera a que volteemos nuestras miradas y nos demos cuenta que no estamos solos, que si confiamos en ese amor eterno, él estará siempre dispuesto a sostenernos entre sus brazos.

“No temas, yo estoy contigo” Nos dice Is 41: 10 Mira que palabra de aliento es esto. “No temas…” ¿Por qué hemos de temer a la vida?; ¿Por qué he de afligirme por mis problemas? ¿Es que mi problema es mucho más grande que el amor de Dios? El problema real es que nos dejamos conducir por lo que estamos a travesando en el momento, sin darnos cuenta que mayor es el poder de aquel que nos ama. Y, ¿por qué no decirlo? Nos dejamos roba de la paz y la armonía que se encuentra en el creer en él. Nos hemos dejado conducir por las calles de la desolación pensado que lo que vivimos no tiene sentido, que nuestra realidad es tan profunda que no hay nada que se pueda hacer. Eso es mentira del enemigo. Para todo problema hay una solución y si en verdad no existe, entonces ¿por qué seguimos preocupados? Hay que centrarse en la solución y no en el problema. Puede que en estos momentos difíciles en los que has perdido tu empleo, te lleve a perder tu hogar, posiblemente te avisaron de una enfermedad terminal y no sabes que hacer. No sé cuál sea tu “gran” problema, lo que si sé es que si confías en Dios, si confías en su amor, entonces verás con ojos diferente, te enfocarás mejor y entonces te será más fácil asimilar esa frase, “No temas, yo estoy contigo”.

A dónde quiera que vayas  o dónde quiera que ten encuentres en la vida, solamente hay una solución para tu problema. Afronta tus realidades, enfréntate al toro tomándole por los cuernos. No hay que temer, el miedo viene del diablo, pero la paz y tranquilidad viene de Dios todo poderoso.

“No mires con desconfianza, pues yo soy tu Dios” Que tremendo. Mira cuando tenemos problemas, buscamos por lo regular a alguien que nos ayude darle solución ¿correcto? Buscamos por medio de la medicina, por medio de los brujos, hechiceros, por medio de santería o brujería, y al final cómo terminamos… peor de como empezamos. Cuando nos dicen: ve a la Iglesia y refúgiate en el Señor, nos reímos pues pensamos  que para nuestro problema ocupamos algo palpable, algo que podamos ver, algo que podamos controlar y decidimos mejor por lo equivocado. Pero Dios que te conoce a profundidad y que desde el vientre de tu madre conoce de que pata tu estas cojeando te pide que confíes plenamente en él. Mira, cuando visitas a los brujos o hechiceros, gastas mucho dinero y todo para qué, mientras que Dios te dice: “A ver ustedes que andan con sed, ¡vengan a las aguas! No importa que estén sin plata, vengan; pidan trigo sin dinero, y coman, pidan vino y leche, sin pagar. ¿Para qué van a gastar en lo que no es pan y dar su salario por cosas que no alimentan? Si ustedes me hacen caso, comerán cosas ricas y su paladar se deleitará con comidas exquisitas. Atiéndanme y acérquense a mí, escúchenme y su alma vivirá.” Démonos cuenta de la grandeza de Dios, de su poder inmenso que se entrega a cada uno de nosotros y sobre todo, que lo hace de gratis. Su amor no cuesta nada, su bebida es bebida verdadera, su alimento es fuerza y poder para todo aquel que quiera venir a él.

Nuestro problema es que pensamos y actuamos con el razonamiento, con el intelecto externo. Pensamos que si es gratis, entonces no funciona. Es que debemos de pensar sí, pero con el corazón, creyendo en su totalidad en lo más íntimo de nuestros corazones que no estamos solos y que su amor al acompañarnos se derrama sobre nuestras vidas. ¿Por qué buscar pestañas a lo que nunca tuvo ojos? Nos dice el cantante Arjona. Para darle solución a nuestro problema, buscamos siempre en donde no se encuentra la solución.

Antes de que el Señor sanara mis ojos, yo necesitaba de lentes para ver y como era medio vanidoso, nunca me los quería poner. Un día mi madre me manda a comprar tortillas con la señora que se ponía todas las noches bajo la luz del único poste del callejón en el barrio en el que vivía. La luz que emitía este poste era bien bajo creo que de unos 15 a 25 watts, casi nada. Mi madre me da dos moneditas de a cinco centavos (en Guatemala esas monedas son muy pequeñas), para las tortillas. Cuando estaba ya pidiendo la orden, que se me cae una de las dos monedas y como era ciego y no me quería poner los lentes, no vi en dónde cayó la monedita. Entonces en vez de diez centavos de tortillas, pedí solamente cinco. La tortillera al ver que se me cayó la moneda me dice: “Mirá vos patojo, se te cayó la ficha de cinco len”. Yo por mi vergüenza de no ver la moneda le dije: “A mi no me ha caído nada” Y como insistía, entonces le dije: “Pues entonces deme otros cinco centavos de tortillas”. Así estamos, ciegos interiormente por no querer ponerlos lentes del Señor. No vemos su grandeza, no vemos lo mucho que él nos ama y sobre todo lo mucho que él quiere que seamos felices, sin lamentaciones o quejabanzas.

Cuando no queremos creer que él siempre está a nuestro lado; cuando no queremos creer que siempre a nuestro lado va, es cuando no vemos la moneda que se nos cayó. ¿Cuál es la moneda que se te ha caído? ¿Por qué no la encuentras? Posiblemente porque buscas bajo el foco del mundo y no bajo la luz del Señor. Ya es hora para que recapacites y dejes que sea Dios en su inmenso amor el que te de la fortaleza para encontrar la paz y la tranquilidad anhelada en tu corazón. Solamente es a través de su amor como llenarás el vacío que llevas por dentro. Simplemente acércate a él y verás como tu lamento se convierte en canto.

Padre, te doy gracias por tu inmenso amor y gran misericordia, pues me has demostrado que siempre vas a mi lado y que tu amor ha estado conmigo desde antes que naciera. Hoy te pido me des fuerzas para poder creer en tu misericordia. Dame la valentía para afrontar mis problemas con paciencia y la voluntad para siempre buscarte bajo tu luz. Amén.

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